– ¿Me habéis llamado, hermana? -preguntó en voz baja, resonante y agradable.
Fidelma supo que Eadulf había llegado al oír a su espalda el resuello provocado por el esfuerzo de abrirse paso entre los congregados.
– Sí, queremos hablar con vos.
– Me temo que no es un buen momento. -Sus palabras tenían un tono de distante superioridad. Había empezado a hablarle a sor Fidelma, pero cambió de interlocutor en cuanto vio al monje sajón, siguiendo la costumbre sajona que tanto la irritaba de dar preferencia a cualquier hombre frente a una mujer-. Estoy esperando para hablar con el abad Wilfrid.
El hermano Eadulf le contestó antes de que Fidelma tuviera tiempo de hacerlo, pues posiblemente había leído en su mirada la rabia que la consumía.
– No nos llevará más de unos minutos, hermano. Se trata de la muerte de la abadesa Étain.
Athelnoth parecía tener dificultades para dominar la expresión de su rostro. Ésta experimentó un cambio momentáneo, pero volvió a la normalidad antes de que la hermana Fidelma pudiese estar segura de cuál era su significado.
– ¿Qué tenéis vosotros que ver con ese asunto? -repuso en un tono algo agresivo.
– Oswio, rey de esta tierra, Colmán, obispo de Northumbria, y Hilda, abadesa de Streoneshalh, nos han otorgado potestad para investigarlo. -La respuesta de Fidelma fue pausada, pero lo suficientemente clara para dejar callado a Athelnoth, incapaz de discutir tales autoridades.
– ¿Qué queréis de mí? -quiso saber.
A Fidelma le resultó más aceptable el tono defensivo que había adoptado su pregunta.
– Busquemos un lugar donde podamos hablar sin tener que elevar demasiado la voz -repuso Eadulf al tiempo que señalaba la puerta lateral del sacrarium, alejada de los religiosos que aún no se habían retirado al refectorio y continuaban con sus argumentaciones.
El sacerdote se mostró indeciso; echó una mirada a Wilfrid, que se hallaba enfrascado en una conversación con Agilbert y la rolliza figura de Wighard, quien sostenía de un brazo al frágil arzobispo de Canterbury, Deusdedit. Todos estaban demasiado absortos para darse cuenta de la presencia de nadie más. Conteniendo un suspiro, Athelnoth se dio la vuelta y caminó con los dos hermanos hacia la puerta. Una vez allí, salieron al hortus holitorius, el vasto huerto que abastecía a la cocina y se extendía más allá del sacrarium.
El cálido sol de mayo proporcionaba a los vegetales una luz intensa y llenaba el aire de la fragancia de una miríada de especias y otras plantas.
– Demos un breve paseo para respirar el aire puro de Dios y alejarnos del ambiente cerrado de la asamblea -propuso Eadulf en tono casi untuoso.
Cada uno de los dos hermanos caminaba a un lado de Athelnoth.
– ¿Conocíais a la abadesa Étain? -preguntó Eadulf como por casualidad.
El sacerdote le dirigió una mirada furtiva.
– Depende de lo que queráis decir.
– Será mejor que formule la pregunta de otro modo -repuso enseguida-. ¿Hasta qué punto conocíais a Étain de Kildare?
Athelnoth arrugó el entrecejo. Vaciló unos instantes, durante los cuales su rostro empezó a ruborizarse. Entonces respondió brevemente:
– No mucho.
– Pero ¿hasta qué punto? -insistió Fidelma, encantada con la forma en que el monje sajón había empezado el interrogatorio.
– La conocí hace sólo cuatro días.
Al ver que ninguno de los dos decía nada, empezó a hablar precipitadamente:
– El obispo Colmán requirió mi presencia hace una semana y me dijo que había oído que se esperaba la llegada de la abadesa Étain de Kildare, que tomaría parte en el gran sínodo. Su barco había atracado en el puerto de Ravenglass, en el reino de Rheged, y la religiosa se disponía a atravesar las altas colinas de Catraeth. Colmán me pidió que fuese a buscarla junto con algunos hermanos y la escoltase hasta Witebia, y así lo hice.
– ¿Fue ésa la primera vez que visteis a la abadesa? -preguntó sor Fidelma en busca de una confirmación.
Athelnoth frunció el ceño un instante.
– ¿Qué os mueve a hacerme esas preguntas? -dijo con cautela.
– Queremos establecer todo lo que hizo la abadesa Étain los últimos días de su vida -contestó Eadulf.
– En ese caso, sí: fue la primera vez que la vi.
Fidelma y Eadulf se miraron. Ambos estaban seguros de que el sacerdote estaba mintiendo, aunque no supiesen determinar por qué.
– Y en vuestro camino a Streoneshalh, ¿no ocurrió nada digno de mención? -quiso saber Eadulf tras un momento de silencio.
– No.
– ¿No entablasteis ninguna discusión con la abadesa o con alguno de sus acompañantes?
Athelnoth se mordió el labio.
– No sé qué queréis decir -respondió el religioso con aire hosco.
– Vamos -dijo Fidelma en tono zalamero-. Todo el mundo sabe que vos sois un ferviente defensor de la doctrina romana, y Étain actuaba como principal portavoz de los seguidores de Columba. Seguro que cambiasteis algunas impresiones. A fin de cuentas, compartisteis con ella y los que la rodeaban un viaje de dos o tres días.
El sacerdote se encogió de hombros.
– ¡Ah! Bueno, claro que tuvimos alguna que otra discusión.
– ¿Sólo alguna que otra?
Athelnoth dejó escapar un suspiro que delató su mal disimulada irritación.
– Tuvimos una. Eso es todo. Le dije lo que pensaba, lo que no creo que sea ningún crimen.
– Por supuesto que no. Pero decidme: ¿llegó esa discusión a engendrar algún tipo de violencia física?
El sacerdote se puso colorado.
– Un joven monje de Columba tuvo que ser llamado al orden. La naturaleza impetuosa de la juventud le había hecho olvidar que carecía de sabiduría y formación para discutir de otra manera que no fuera la violencia. Un jovenzuelo estúpido… En realidad, el altercado no fue más allá.
– ¿Y después de llegar a la abadía?
– Una vez aquí, fue el obispo quien se encargó de la abadesa Étain. Yo ya había cumplido con mi deber al traerla con su partida sana y salva, así que aquí acabó todo.
– ¿Seguro? -Fidelma se mostró severa.
Athelnoth la miró sin articular palabra.
– ¿La volvisteis a ver después de traerla a la seguridad de estos muros? -lo incitó Eadulf.
El sacerdote sacudió la cabeza con los labios apretados.
– Es decir -Fidelma respiró profundamente-, que no acudisteis a su celda con la intención de hablar con ella en privado.
Fidelma podía imaginarse la mente del religioso a pleno rendimiento; a juzgar por sus ojos entrecerrados, acababa de recordar al testigo que había presenciado su indiscreción.
– Bueno, sí…
– ¿Sí?
– Sí que acudí a su celda en una ocasión.
El hombre se había puesto en guardia. Sor Fidelma sintió incluso una compasión objetiva por él mientras el sacerdote se esforzaba en encontrar una excusa apropiada.
– Fue el primer día del debate, el día de su muerte, en cuanto acabó el prandium. Deseaba devolverle algo que se le había caído durante el viaje desde Catraeth.
– ¿De verdad? -Eadulf se rascó una oreja-. ¿Por qué no se lo habíais devuelto antes?
– Yo… acababa de darme cuenta.
– ¿Y le devolvisteis… lo que fuera que queríais devolverle?
– Se trataba de un broche -afirmó bastante convencido-, y no llegué a devolvérselo.
– ¿Por qué razón?
– Cuando fui a visitarla no se hallaba sola, estaba acompañada.
– ¿Y por qué no le dejasteis el broche?
– Deseaba hablar con ella -repuso, tras lo cual se mordió el labio y volvió a vacilar-. Así que decidí volver más tarde.
– ¿Y lo hicisteis?
– ¿Perdón?
– ¿Volvisteis más tarde?
– Me temo que fue poco después cuando la hallaron muerta.