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– En ese caso, aún tenéis su broche.

– Sí.

La hermana Fidelma alargó la mano, aunque no articuló palabra alguna.

– No lo llevo encima.

– De acuerdo -sonrió Fidelma-, os acompañaremos a vuestro cubiculum, pues imagino que es allí donde se encuentra.

Athelnoth dudó un instante, tras el cual asintió con un gesto pausado.

– Guiadnos -dijo Eadulf.

Y comenzaron a caminar juntos, precedidos por los torpes andares de Athelnoth.

– ¿Qué importancia tiene esa fíbula? -preguntó haciendo gala de una gran inseguridad.

– No podremos decíroslo hasta que no la hayamos visto -fue la respuesta calmada de Fidelma-. De momento, debemos investigar todo lo que tenga alguna relación con la abadesa.

Athelnoth reveló su irritación con un ruido nasal.

– Si lo que buscáis son sospechosos, yo puedo nombraros a uno. Cuando fui a ver a la abadesa para devolverle el broche, estaba con ella aquella hermana de aspecto extraño…

Fidelma levantó una ceja burlona.

– ¿Os referís a la hermana Gwid?

– ¡Gwid! -asintió el sacerdote-. Esa muchacha picta tan resentida, que muestra un celo exagerado por cosas insignificantes. Los pictos han sido siempre enemigos de nuestra sangre: mi padre fue asesinado en las guerras pictas. Esa monja estaba siempre con la abadesa.

– ¿Y por qué no? -repuso Eadulf-. Era su secretaria.

Athelnoth hizo una mueca que parecía de sorpresa.

– No sabía que la abadesa la hubiese nombrado su secretaria. Debió de ser por compasión, imagino. La muchacha la seguía como si fuese un perrillo faldero. Se diría que estaba convencida de que Étain era la reencarnación de alguna santa ilustre.

– Sin embargo, Étain le mandó una invitación para que viniese desde Iona y fuese su secretaria -señaló sor Fidelma-. ¿Qué sentido tiene que lo hiciese por compasión?

Athelnoth se encogió de hombros y, en silencio, volvió a guiarlos a través del claustro cubierto de sombras en dirección a su cubiculum. Se trataba de una celda pequeña y funcional, como sucedía con el resto de cubicula de la abadía; sin embargo, el hecho de que le hubiesen asignado un habitáculo independiente y no una simple cama de las del dormitorium revelaba que Athelnoth era un hombre de posición en la Iglesia de Northumbria. Fidelma no lo pasó por alto, aunque guardó silencio al respecto.

El sacerdote, vacilante, quedó de pie en el umbral. Su mirada vagaba por la desnuda habitación de piedra.

– ¿Y el broche…? -incitó Fidelma.

Athelnoth meneó la cabeza en señal de asentimiento y se dirigió al perchero de madera en el que se hallaban sus vestiduras. Tras descolgar una pera, la alforja de piel en la que guardaban sus posesiones la mayoría de los hermanos cuando viajaban, introdujo en ella la mano. Hecho esto, arrugó aún más el entrecejo y se puso a buscar con más ahínco.

Transcurridos unos instantes, se dirigió a los dos hermanos con expresión desconcertada.

– No está aquí. No logro encontrarlo.

Capítulo XI

Fidelma levantó una ceja incrédula al tiempo que devolvía la mirada a Athelnoth.

– Entonces, ¿dejasteis el broche en vuestra bolsa?

– Sí, ayer por la tarde.

– ¿Quién podría haberlo cogido?

– No tengo ni idea; nadie sabía que estaba en mi poder.

Eadulf estaba a punto de hacer un comentario intencionado, pero Fidelma se lo impidió.

– Muy bien, Athelnoth; buscadlo con detenimiento y avisadnos en cuanto lo encontréis.

Cuando salieron de la celda del sacerdote, Eadulf la miró con gesto de asombro.

– Sin duda no os lo habéis creído.

La hermana se encogió de hombros.

– ¿Creéis vos que ha dicho la verdad?

– ¡No, por Dios bendito! ¡Claro que no!

– Entonces, al parecer, la hermana Gwid estaba en lo cierto: Athelnoth visitó a Étain por alguna razón que nada tenía que ver con un broche.

– Sí, claro. No hay duda de que Athelnoth miente.

– Pero ¿demuestra eso que fue él quien mató a Étain?

– No -admitió Eadulf-, pero nos ofrece un móvil perfecto para un crimen, ¿no es así?

– Es cierto, pero hay algo que no acaba de encajar. Estaba convencida de que se estaba inventando lo del broche hasta que aseguró que aún lo conservaba en su cubiculum. Si estaba mintiendo, él mismo nos estaba ofreciendo la oportunidad de desenmascararlo.

– Se hallaba bajo presión, y no tenía más remedio que inventar una excusa rápida. Seguramente fue lo primero que se le ocurrió, y no cayó en la cuenta de que se trataba de una historia nada consistente.

– Sí, es una buena teoría. De cualquier manera, podemos permitirnos dejar que se las componga solo durante un rato. ¿Conocéis a algún miembro del clero sajón que pueda darnos referencias acerca del sacerdote? Por ejemplo, alguno de los que lo acompañó cuando fue a encontrarse con Étain a la frontera de Rheged. Me gustaría recabar más información sobre su persona.

– Buena idea. Aprovecharé la comida de la tarde para hacer algunas preguntas. Mientras tanto, ¿por qué no interrogamos al monje Seaxwulf?

Fidelma hizo un gesto de asentimiento.

– ¿Por qué no? Él y Agatho se encuentran entre los últimos que vieron con vida a la abadesa. Volvamos a la officina de la hermana Athelswith; ella se encargará de avisar a Seaxwulf.

Cuando se dirigían hacia los aposentos de los invitados llegó a sus oídos el ruido de un griterío lejano. Eadulf, perplejo, apretó los labios.

– ¿Otro problema?

– No lo sé, pero sin duda no lo averiguaremos si nos quedamos aquí -observó Fidelma, y casi al mismo tiempo empezó a caminar hacia el lugar de donde provenía el ruido.

En uno de los ventanales que se abrían en los muros de la abadía encontraron a un grupo de hermanos asomados para ver lo que sucedía abajo. Eadulf se abrió paso hasta una ventana e hizo sitio también para Fidelma. A la hermana le llevó un breve lapso de tiempo darse cuenta de lo que estaba pasando. Alrededor de lo que parecía un hatajo de harapos tendido en el suelo se había congregado una multitud de gente furiosa, que vociferaba y le lanzaba piedras, si bien mantenían curiosamente una buena distancia entre aquella cosa y ellos. Cuando Fidelma creyó ver un leve movimiento de los harapos se dio cuenta horrorizada de que aquello era una persona. Aquel corrillo de gente estaba lapidando a un hombre.

– ¿Qué ocurre? -quiso saber.

Eadulf preguntó a uno de los hermanos, que contestó preso del pánico:

– Es una víctima de la peste amarilla, la plaga que está destrozando esta región, diezmando la población de hombres, mujeres y niños de cualquier raza, sexo y posición. Ese desdichado ha debido de vagar hasta aquí en busca de ayuda, y se ha acercado en exceso al mercado que los comerciantes han levantado bajo los muros de la abadía.

La hermana Fidelma observaba el espectáculo aterrorizada.

– ¿Queréis decir que están lapidando a una persona enferma y moribunda? ¿Y nadie va a poner fin a esta atrocidad?

Eadulf, avergonzado, se mordió un labio.

– ¿Seríais vos capaz de enfrentaros a esa turba histérica? -Señaló al lugar donde la multitud seguía gritando al bulto andrajoso, que había dejado de moverse-. En cualquier caso, ya es demasiado tarde.

La hermana apretó los labios: la falta de movimiento de los harapos confirmaba la observación de Eadulf.

– Cuando se aseguren de que ha muerto, no tardarán en dispersarse, y entonces alguien arrastrará el cuerpo lo más lejos posible para quemarlo. Ya han muerto demasiados a causa de esta plaga como para que podamos razonar con esos patanes.

Por lo que sabía Fidelma, la peste amarilla era una forma extrema de ictericia, que había asolado Europa durante varios años y estaba devastando desde hacía un tiempo Britania e Irlanda. A este último reino, donde era conocida como buidhe chonaill, había llegado hacía ocho años, anunciada según los eruditos por un eclipse total de sol. Atacaba sobre todo durante la época más calurosa del verano y ya había eliminado a más de la mitad de la población de Irlanda. Entre sus víctimas se hallaban dos reyes supremos, los reyezuelos del Ulster y Munster y un gran número de personas de posición. También habían sucumbido a sus embates miembros de la alta jerarquía eclesiástica, como Fechin de Fobhar, Ronan, Aileran el Sabio, Cronan, Manchan y Ultan de Clonard. Habían muerto tantos progenitores dejando a sus descendientes en manos del hambre que Ultan y Ardbraccan habían decidido fundar un orfelinato donde alimentar y criar a esas jóvenes víctimas de la peste.