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Fidelma conocía muy bien los horrores de esa plaga.

– ¿Qué son vuestros campesinos sajones?, ¿animales? -Sorbió en un gesto de desprecio-. ¿Cómo pueden tratar así a un semejante? Y lo que es peor: ¿Cómo pueden unos hermanos de Cristo limitarse a observar un suceso como éste con la misma actitud con la que asistirían a un insignificante espectáculo de feria?

Indiferentes, los hermanos que abarrotaban las ventanas para contemplar la tragedia habían empezado a dispersarse y se disponían a regresar a sus respectivas tareas. Parecían ignorar la abierta crítica de la hermana; al menos, ninguno daba muestras de haberla entendido.

– Nuestras costumbres son diferentes de las vuestras -observó Eadulf cargado de paciencia-. Puedo afirmarlo porque he visto los santuarios que habéis erigido en Irlanda para los enfermos y los desvalidos. Quizás algún día nosotros acabemos aprendiendo de ellos; sin embargo, os halláis en un país en el que la gente teme la enfermedad y la muerte. La peste amarilla está considerada un mal enorme, que arrasa todo lo que encuentra, y el pueblo tiende a destruir aquello de lo que tiene miedo. Yo he visto a hombres que sacaban a sus propias madres a la fría intemperie porque mostraban síntomas de la enfermedad.

Fidelma estaba a punto de contestarle, pero enseguida se dio cuenta de que no tenía ningún sentido; el hermano tenía razón: las costumbres de los northumbrios eran diferentes de las de su propio pueblo.

– Vayamos a buscar a Seaxwulf -concluyó apartándose de la ventana.

Debajo, el griterío se hacía menos perceptible. La muchedumbre empezaba a dejar caer sus piedras y volvía al regocijo del mercado que se extendía al pie de los muros de la abadía. El hatajo de harapos permanecía acurrucado, inmóvil sobre el charco de barro en el que había caído tras la primera tanda de pedradas.

Cuando Seaxwulf entró a la habitación, Fidelma reconoció en él al joven monje de pelo pajizo que acompañaba a Wilfrid en el sacrarium. Se trataba de un muchacho de tez suave, incapaz de contener una risita nerviosa cada vez que le dirigían una pregunta sin ambages. Sus ojos eran celestes, y tenía la curiosa costumbre de pestañear en todo momento y hablar con un ceceo sibilante en un tono de voz atiplado. Todo esto hacía que Fidelma hubiera de recordarse constantemente que hablaba con un hombre y no con una doncella presumida. Era como si la naturaleza le hubiese gastado una broma pesada confiriéndole una extraña indecisión sexual. No parecía fácil adivinar su edad, aunque la hermana dio por hecho que estaba iniciando la veintena, a pesar de que apenas había señales de que por el vello aterciopelado de sus mejillas hubiese pasado nunca una cuchilla de afeitar.

Fue el hermano Eadulf el encargado de interrogarlo en sajón mientras Fidelma se esforzaba por seguir la conversación gracias a sus aún insuficientes pero cada día más amplios conocimientos de la lengua.

– Vos visitasteis a la abadesa Étain el día de su muerte -afirmó contundente.

Seaxwulf soltó una leve risita antes de posar una mano esbelta sobre sus delgados labios. Por encima de ésta, sus ojos claros los miraron con un ademán casi coqueto.

– ¿Ah, sí? -Su voz tenía un tono extrañamente sensual.

Eadulf resopló disgustado.

– ¿Con qué intención acudisteis a su celda?

El interpelado volvió a pestañear y a emitir una risita nerviosa.

– Es un secreto.

– Ya no -lo contradijo Eadulf-. Contamos con la venia de vuestro rey, de vuestro obispo y de la abadesa de esta casa para abrirnos paso hacia la verdad. Tenéis la obligación de informarnos -añadió con voz clara e incisiva.

Seaxwulf parpadeó e hizo un fingido mohín de disgusto.

– ¡Está bien! -Su voz se había vuelto semejante a la de un niño malhumorado-. Fui allí a instancias de Wilfrid de Ripon. Como sabéis, soy su secretario y su hombre de confianza.

– ¿Y cuáles eran vuestras intenciones? -insistió Eadulf.

El joven se detuvo y arrugó el entrecejo, en actitud algo enfurruñada.

– Eso se lo deberíais preguntar al abad Wilfrid.

– Sin embargo, os lo pregunto a vos -espetó Eadulf-. Y espero una respuesta inmediata.

Seaxwulf adelantó el labio inferior. La hermana Fidelma tuvo que fijar la vista en el suelo con el fin de ocultar su regocijo ante los gestos de aquel curioso monje.

– Fui a negociar con la abadesa de parte de Wilfrid.

En ese momento les interrumpió Fidelma, que no estaba segura de haber oído bien.

– ¿A negociar? -preguntó vehemente.

– Sí. En virtud de su condición de principales abogados de Roma y Columba, Wilfrid y la abadesa Étain tenían la firme intención de ponerse de acuerdo en determinados aspectos antes del inicio de la asamblea.

Fidelma abrió bien los ojos.

– ¿Que la abadesa Étain mantenía negociaciones con Wilfrid de Ripon? -preguntó a través de Eadulf.

Seaxwulf encogió sus estrechos hombros.

– Puede ahorrarse mucho tiempo y energía si se llega a un acuerdo antes del debate.

– ¿Estáis afirmando entonces que se pretendía pactar los puntos en los que existía alguna disensión antes de discutirlos en público?

De nuevo tuvo Eadulf que traducir la pregunta a la lengua sajona y la respuesta a la irlandesa. Seaxwulf levantó las cejas dando a entender que sobraba cualquier explicación.

– Por supuesto.

– ¿Y la abadesa se prestaba a tales convenios? -Fidelma no podía evitar asombrarse ante la idea de que se estuviesen llevando a cabo negociaciones al margen del debate público. No parecía honrado que los dos bandos enfrentados tomasen decisiones previas sin tratarlas ante el sínodo.

El joven monje se encogió de hombros lánguidamente.

– Yo he estado en Roma, y allí es frecuente este procedimiento. ¿Qué sentido tiene perder el tiempo riñendo en público cuando podéis lograr vuestro propósito mediante un convenio privado?

– ¿Y hasta qué punto habían llegado dichos acuerdos? -inquirió Fidelma a través de Eadulf.

– No muy lejos -repuso el hermano en tono confidencial-. Habíamos llegado a un consenso en lo referente a la tonsura. Como ya sabéis, Roma considera que la de vuestra Iglesia de Columba es de carácter bárbaro. Nosotros nos hemos decidido por la elegida por san Pedro, que afeitó su cabeza en conmemoración de la corona de espinas de Cristo. La abadesa Étain estaba considerando aceptar que la Iglesia de Columba se equivocaba con respecto a la naturaleza de su tonsura.

Fidelma tragó saliva con dificultad.

– Pero eso es imposible -murmuró.

Seaxwulf sonrió, complacido por su reacción.

– Por supuesto que no. La abadesa estaba dispuesta a ceder en ese punto a cambio de una concesión por nuestra parte en lo referente a la manera de impartir la bendición. Para esto, los seguidores de Roma extendemos el pulgar y los dedos índice y medio para representar la Trinidad, mientras que los que pertenecéis a la Iglesia de Columba empleáis los dedos índice, anular y meñique. Wilfrid debía acceder a considerar válidas ambas formas.

Fidelma frunció los labios en un intento por disimular su sorpresa.