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– ¿Cuánto tiempo habían durado estas negociaciones?

– ¡Oh! Desde el mismo momento en que la abadesa Étain llegó a este monasterio. Dos o tres días; no podría decíroslo con exactitud. -El monje bajó la vista y la dirigió con disgusto hacia sus manos extendidas, como si observase por primera vez sus uñas y desaprobase su manicura.

Fidelma lanzó una mirada a Eadulf.

– Creo que acabamos de topar con un factor que no conocíamos y que puede alterar nuestra visión de este asunto -afirmó de forma pausada y en irlandés, consciente de que Seaxwulf ignoraba dicha lengua.

Eadulf puso mala cara.

– ¿En qué sentido?

– ¿Cómo creéis que reaccionarían muchos de los hermanos si supiesen que se estaban llevando a cabo tales negociaciones entre bastidores sin contar con su aprobación y sin que ellos tuviesen siquiera conocimiento de su existencia? De haber sabido que una de las facciones estaba dispuesta a ceder en determinado punto a cambio de otra concesión por parte del bando opuesto, ¿no se habría encarnizado aún más el enfrentamiento entre los hermanos? En tal caso, no es descabellado pensar que alguien pudiera haberse sentido tan encolerizado como para intentar poner fin a las negociaciones.

– Es cierto…, aunque saberlo no nos sirve de mucho.

– ¿Por qué no?

– Porque quiere decir que aún nos quedan cientos de sospechosos, tanto de la facción de Columba como de la romana.

– En ese caso, tendremos que dar con la manera de reducir el número.

Eadulf asintió con un ligero movimiento de cabeza, tras lo cual se volvió al joven monje rubio.

– ¿Quién tenía conocimiento de vuestras negociaciones con la abadesa?

Seaxwulf volvió a hacer un mohín semejante al de un niño que desea mantener intrigados a sus interlocutores.

– Se llevaron a cabo en secreto.

– ¿Nadie más sabía de su existencia, a excepción de vos y Wilfrid de Ripon?

– Y la abadesa Étain.

– ¿Y qué me decís de Gwid, su secretaria? -terció Fidelma por mediación de Eadulf.

Seaxwulf dejó escapar una risita desdeñosa.

– ¿Gwid? La abadesa no la consideraba precisamente digna de confianza. De hecho me confió que no compartía con ella información alguna sobre estos asuntos reservados, y menos aún sobre sus conversaciones con Wilfrid de Ripon.

Fidelma ocultó su asombro.

– ¿Qué os hace afirmar que la hermana Gwid no era digna de su confianza?

– Si lo hubiese sido, sin duda habría tomado parte en las negociaciones. La única vez que las vi juntas se estaban gritando, aunque no tengo ni idea de lo que se decían, ya que hablaban en vuestra lengua de Irlanda.

– En tal caso -dijo Eadulf-, ¿no había nadie más al tanto de dichas conversaciones?

Seaxwulf hizo una mueca torpe.

– No lo creo. Aunque… Al salir del cubiculum de Étain me crucé con la madre Abbe, que ocupaba la cámara contigua. Me dirigió una mirada recelosa. Yo no dije nada y me fui a ocuparme de mis asuntos. La vi introducirse en el habitáculo de Étain, y pude oír cómo discutían a voces. Ignoro si había adivinado el propósito de mi visita o no, aunque sospecho que estaba al corriente de que Étain y Wilfrid se hallaban envueltos en tales negociaciones.

Fidelma decidió insistir en este punto.

– Así que Abbe discutió con Étain cuando vos salisteis de su habitáculo.

– Eso parece; lo único que puedo aseguraros es que las oí gritar.

– ¿Y volvisteis a ver a la abadesa Étain?

Seaxwulf sacudió la cabeza.

– Fui a informar a Wilfrid de que la abadesa estaba dispuesta a reconocer la autoridad de san Pedro con respecto a la tonsura. Después ambos fuimos convocados a la asamblea, así que nos dirigimos al sacrarium. Poco después nos enteramos del asesinato de la abadesa.

Fidelma exhaló un suspiro prolongado. Por último miró a Seaxwulf y añadió con un gesto:

– Muy bien; podéis marcharos.

Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, Eadulf se volvió hacia la hermana, con los ojos castaños brillantes por la emoción.

– ¡La madre Abbe! ¡La hermana del mismísimo Oswio! Una visita al cubiculum de Étain que escapó al ojo avizor de sor Athelswith. Lo cual es muy comprensible, pues su habitación se hallaba al lado de la de aquélla.

Sor Fidelma no parecía muy satisfecha.

– Tendremos que hablar con ella. Está claro que tenía un móvil. Abbe es una seguidora poderosa de la orden de Columba. Si sospechaba que Étain estaba haciendo concesiones sin el consentimiento previo de los seguidores de su Iglesia, podía tener una razón para enfurecerse, y este sentimiento puede llegar a desembocar en un crimen.

Eadulf asintió con entusiasmo.

– Entonces, quizá sea cierta nuestra sospecha inicial de que el asesinato estuvo motivado por la cólera que ha desatado el debate, con la salvedad de que el asesino pertenecía a su propia doctrina y no a la facción romana.

Los rasgos de Fidelma reflejaron su disgusto.

– Nuestra misión no es la de absolver o condenar a la facción romana, sino la de descubrir la verdad.

– Y eso es precisamente lo que yo persigo -se apresuró a contestar Eadulf-; pero Abbe parece una sospechosa bastante probable…

– Por el momento, la palabra de Seaxwulf es el único indicio del que disponemos con respecto a su presencia en la celda de Étain después de que él se hubiera marchado. Y no olvidéis que, según la hermana Athelswith, fue el sacerdote Agatho quien visitó a la abadesa tras Seaxwulf. De ser esto cierto, Étain aún vivía cuando Abbe salió de su habitáculo.

La campana empezó a anunciar el inicio de la cena, la principal comida del día. Eadulf se mostró cariacontecido.

– Me había olvidado de Agatho -murmuró con aire contrito.

– Yo no -declaró la hermana con firmeza-. Hablaremos con Abbe después de la comida vespertina.

En realidad Fidelma no tenía hambre. Su mente estaba demasiado atareada, así que no había comido otra cosa que fruta y un trozo de paximatium, el pan elaborado con masa medio levantada, e inmediatamente se había retirado a su cubiculum en busca de unos momentos de descanso. La mayor parte de los hermanos se hallaba en el refectorio, por lo que la domus hospitalis se había convertido en un lugar tranquilo que invitaba a la reflexión. Reunió mentalmente la información de que disponía para intentar ponerla en orden y buscarle algún sentido. Con todo, no lograba dar con una explicación. Su maestro, el brehon Morann de Tara, siempre había inculcado a sus discípulos la idea de que antes de tratar de hallar una solución era necesario conocer todas las pruebas. No obstante, a Fidelma le era difícil controlar el sentimiento de impaciencia que se había apoderado de ella.

Acabó por levantarse del catre, y decidió dar un paseo por los acantilados con la esperanza de que el aire fresco del atardecer despejase su mente. Abandonó la domus hospitalis y cruzó el patio que llevaba al monasteriolum, la parte de la abadía destinada al estudio y la enseñanza de los hermanos. Alguien había pintado en la pared: DOCENDO DISCIMUS. Fidelma sonrió. Era cierto: se aprende enseñando.

Dentro del monasteriolum se hallaba la bibliotheca de la abadía, lugar que Fidelma ya había visitado para entregar el volumen enviado como regalo por el abad Cumméne de Iona. La biblioteca contaba con un fondo impresionante, pues Hilda había puesto todo su empeño en ampliarla y reunir en ella tantos libros como le era posible, con la firme intención de difundir la alfabetización entre su pueblo.

El sol se hallaba casi oculto tras las colinas y hacía que las sombras se extendiesen entre los edificios como largos dedos oscuros. La noche no tardaría en envolver todo el conjunto. Quedaba tiempo suficiente, sin embargo, para dar un paseo y regresar a la officina de la hermana Athelswith para encontrarse con la madre Abbe.