Al atravesar el claustro que daba a la puerta lateral de la abadía, desde la que arrancaba un camino en dirección a los acantilados, se fijó en un monje que caminaba delante de ella, con la cabeza oculta por el cucullus. Instintivamente, Fidelma detuvo sus pasos; le pareció curioso ver a un hermano con cogulla dentro de la abadía. En ese momento apareció otra figura procedente de la puerta de enfrente. La hermana retrocedió hasta quedar oculta por las sombras del claustro abovedado, con el latido algo acelerado sin otra razón lógica que la de haber reconocido en el segundo sujeto al jefe de clan de Frihop, Wulfric, el del rostro zorruno.
Fidelma pudo oír un saludo en sajón, y se inclinó hacia delante deseando tener un mayor conocimiento del idioma. El hermano se detuvo, y al parecer los dos individuos empezaron a reír. ¿Por qué no? ¿Qué tenían de siniestro un señor de clan sajón y un monje de su misma patria intercambiando cumplidos? Sin embargo, era un sexto sentido lo que inquietaba a Fidelma. Sus ojos se entrecerraron. Mientras conversaban, los dos hombres lanzaban miradas a su alrededor como si temiesen ser espiados. Sus voces mantenían un tono que hacía pensar en una conspiración. Por último se dieron la mano, tras lo cual Wulfric se dirigió a la puerta por la que había aparecido mientras que el hermano se dispuso a volver sobre sus pasos.
Sor Fidelma se apretó contra las sombras del claustro, detrás de un arco sostenido por columnas. Con aire resuelto, el monje se encaminó en ángulo recto hacia donde se encontraba la hermana, cruzando el patio en dirección al monasteriolum. Según lo hacía, se echó hacia atrás la cogulla, como si ésta ya hubiese cumplido su cometido y el fraile temiese llamar la atención llevándola en el interior de la abadía. Fidelma no pudo reprimir un sobresalto que le robó el aliento al reconocer al hombre, que lucía la tonsura de Columba. Era el hermano Taran.
Abbe era una mujer corpulenta, de aspecto muy semejante al de su hermano Oswio. Su edad rondaba los cincuenta y cinco años, las arrugas surcaban su rostro con profusión y sus ojos azules eran brillantes aunque más bien acuosos. Al igual que sus tres hermanos, había sufrido el exilio en Iona tras la muerte de su padre, el rey de Bernicia, a manos de su rival Eduino de Deira, que acabaría uniendo los dos reinos en uno solo «al norte del río Humber», Northumbria. Cuando sus hermanos, Eanfrith, Oswaldo y Oswio, regresaron para reclamar dicho reino a la muerte de Eduino, Abbe los acompañó en calidad de religiosa bautizada en la fe de la Iglesia de Columba. Estableció un monasterio en Coldingham, una casa doble para hombres y mujeres situada en un promontorio, y fue confirmada como su abadesa por su hermano Oswaldo, que se había hecho con el trono tras la muerte de su hermano mayor, Eanfrith.
Fidelma había oído hablar mucho de Coldingham, pues se había granjeado una dudosa reputación de casa dedicada a la búsqueda de placeres hedonistas. Se decía que la madre Abbe creía de forma demasiado literal en el Dios del amor. Incluso había llegado a oír que los cubicula, construidos para la plegaria y la contemplación, se habían consagrado a celebraciones en las que se bebía y se atendían los placeres de la carne.
Sentada ante Fidelma, la abadesa miraba a la hermana con aire divertido, pero aprobatorio.
– Mi hermano Oswio, el rey, me ha informado de vuestro propósito. -Hablaba un irlandés fluido y correcto, ya que ésta era la única lengua que había aprendido durante su infancia en Iona. Se volvió hacia Eadulf-. Vos, si no me equivoco, recibisteis parte de vuestra formación en Irlanda.
Eadulf esbozó una breve sonrisa al tiempo que asentía con la cabeza.
– Podéis hablar en irlandés, pues lo entiendo bien.
– Bien -declaró con un suspiro. Volvió a dirigir a Fidelma una mirada de aprobación-. Sois muy atractiva, muchacha. Sabed que las puertas de Coldingham siempre están abiertas para gente como vos.
Fidelma sintió el rubor asomando a sus mejillas. Abbe inclinó la cabeza hacia un lado y rió entre dientes.
– ¿Desaprobáis mi conducta?
– No me siento ofendida -repuso.
– Hacéis bien, hermana. No creáis todo lo que oís de nuestra abadía. Nos regimos por la norma dum vivimus, vivamus, «mientras vivimos, vivamos». La nuestra no es más que una casa de hombres y mujeres dedicados a la vida, que es el mayor regalo de Dios. Él ha hecho al hombre y a la mujer para que se amen. ¿Qué mejor forma de adorarle que ser instrumentos de su gran designio, siervos de su obra que viven, trabajan y rezan juntos? ¿O es que no dice el Evangelio de san Juan: «No cabe temor en el amor; antes bien, el amor pleno expulsa el temor»?
Fidelma se removió incómoda en su asiento.
– Madre abadesa, yo no estoy en posición de poner en tela de juicio la manera en que gobernáis vuestra casa ni las reglas que seguís para ello. Estoy aquí para investigar la muerte de Étain de Kildare.
Abbe lanzó un suspiro.
– ¡Étain! Ella sí que era una mujer: una mujer que sabía vivir.
– Y con todo, ahora está muerta, madre abadesa -terció Eadulf.
– Lo sé. -Sus ojos no se apartaban de Fidelma-. Y me gustaría saber qué tiene eso que ver conmigo.
– Vos mantuvisteis una discusión con ella -afirmó sor Fidelma sin más ambages.
Abbe parpadeó, aunque no pareció alterarse en lo más mínimo. Y tampoco hizo comentario alguno.
– ¿Podéis decirnos por qué discutisteis con la abadesa de Kildare? -la incitó Eadulf.
– Si sabéis que discutí con Étain, no me cabe la menor duda de que habréis descubierto también el porqué -respondió, con una voz severa que daba muestras de su inflexibilidad-. Crecí a la sombra de los muros de la abadía de Colmcille en Iona. Allí me educaron los hermanos de Cristo provenientes de Irlanda. Se debió más a mi insistencia que a la de mi hermano Oswaldo que este reino suplicase en primer lugar a Ségéne, abad de Iona, que enviase misioneros que convirtieran a nuestros súbditos paganos y les revelaran el camino de Cristo. Incluso después de que el primer misionero (llamado Colmán, como su ilustrísima) volviese a Iona afirmando que nuestro reino estaba más allá de toda redención cristiana, fui yo quien volvió a rogar a Ségéne, y fue así como el bendito Aidán empezó a predicar en esta tierra.
»He sido testigo de la conversión del reino y de la paulatina propagación de la palabra de Dios, primero por obra de Aidán, luego de Finán y por último de Colmán. Y ahora toda esta labor se halla en peligro a causa del capricho de Wilfrid y algunos más. Yo he prestado mi adhesión a la verdadera Iglesia de Columba y lo seguiré haciendo con independencia de lo que se decida aquí en Streoneshalh.
– Entonces, ¿cuál fue el motivo de la disputa que mantuvisteis con Étain de Kildare? -la instigó Eadulf, retomando la pregunta.
– Imagino que ese baboso de Seaxwulf, que no es ni siquiera un hombre, os habrá contado que descubrí que Étain estaba llevando a cabo negociaciones con Wilfrid de Ripon. ¡Negociaciones! ¡Maquinaciones ad captandum vulgus!
– Seaxwulf nos ha dicho que él estaba haciendo de intermediario entre Étain y Wilfrid, y que éstos pretendían llegar a un acuerdo antes del inicio del gran debate.
Abbe dejó escapar un gruñido indicando su repulsión.
– ¡Seaxwulf! ¡Ese despreciable ladronzuelo chismoso!
– ¿Ladrón? -La voz de Eadulf se volvió severa-. ¿No es una palabra demasiado dura para describir a un hermano?
Abbe se encogió de hombros.
– Es la palabra correcta. Hace dos días, cuando empezamos a congregarnos en esta casa, dos de nuestros hermanos lo sorprendieron registrando las pertenencias de varios cenobitas en el dormitorium. Lo llevaron ante Wilfrid, su abad, de quien es secretario. Admitió haber infringido el octavo mandamiento, por lo que aquél hizo que fuese castigado. Lo llevaron afuera y flagelaron su espalda con una vara de abedul hasta que quedó en carne viva y llena de sangre. Sólo el hecho de ser el secretario de Wilfrid lo libró de que se le mutilase la mano. Con todo, el abad no consintió en relegarlo del puesto.