Выбрать главу

Fidelma sintió un escalofrío ante la crueldad de los castigos sajones. Haciendo caso omiso de su expresión de disgusto, la madre Abbe prosiguió su relación.

– Cuentan los rumores que Seaxwulf es como una urraca: se siente atraído por cualquier objeto brillante y exótico que no le pertenece.

Fidelma cruzó una mirada con Eadulf.

– ¿Estáis diciendo entonces que no es digno de confianza?, ¿que podría estar mintiendo?

– No. Al menos, no en lo que respecta a su trabajo de correveidile entre Wilfrid y Étain. Wilfrid tiene toda su confianza puesta en Seaxwulf, e imagino que eso se debe a que podría hacer que matasen o mutilasen a Seaxwulf con sólo desearlo. El miedo es la mejor garantía de fidelidad.

»Pero Étain de Kildare no tenía ninguna autoridad para mantener esas negociaciones en nombre de los seguidores de Columba. Cuando vi a ese gusano intrigante de Seaxwulf saliendo a escondidas de su celda, imaginé enseguida lo que estaba sucediendo. Así que fui directamente a ver a Étain para pedirle que fuera honesta: nos estaba traicionando.

– ¿Y cómo reaccionó ante vuestra amonestación?

– Montó en cólera, aunque admitió con franqueza que yo estaba en lo cierto. Se justificó diciendo que era preferible llegar a un acuerdo acerca de cuestiones poco relevantes, con el fin de infundir a sus oponentes una sensación falsa de seguridad, a empezar el debate como toros con los cuernos trabados.

De pronto, la madre Abbe entornó los ojos.

– Ahora lo entiendo. Vos pensáis que la causa de su asesinato puede hallarse en la disputa que mantuvimos, y que yo…

De pronto, la abadesa dejó escapar una risita, y Fidelma se sintió examinada por sus ojos brillantes. Sin embargo, se limitó a responder con calma:

– A veces, las discusiones desembocan en crímenes cuando uno de los implicados pierde el dominio de sí mismo.

La madre Abbe volvió a mostrarse burlona. Parecía estar divirtiéndose de veras.

– Deus avertat! Dios no lo quiera. Eso es ridículo: para mí, la vida es demasiado valiosa para desperdiciarla en asuntos triviales.

– Pero, a vuestro parecer, la derrota a la que puede enfrentarse la Iglesia de Columba en Northumbria no es precisamente un asunto trivial -la presionó Eadulf-. Para vos es algo muy serio y personal. De hecho, estabais convencida de que Étain estaba traicionando a su Iglesia y, con ella, a todo aquello en lo que creéis.

Por un momento, la abadesa bajó la guardia y lanzó al hermano una mirada cargada de odio. Las facciones de su rostro se congelaron como si fueran un ídolo de Medusa. Inmediatamente cambió el gesto y forzó una sonrisa carente de entusiasmo.

– No merecía morir por eso: su castigo habría sido contemplar la destrucción de su propia Iglesia.

– ¿A qué hora abandonasteis a la abadesa? -inquirió Fidelma.

– ¿Cómo?

– Tras la discusión, ¿a qué hora salisteis del cubiculum de Étain?

Abbe guardó silencio mientras meditaba la pregunta en busca de una respuesta precisa.

– No lo recuerdo con exactitud, aunque no estuve con ella más de diez minutos.

– ¿Os vio alguien salir de su celda? ¿Sor Athelswith, por ejemplo?

– No creo.

La hermana interrogó a Eadulf con la mirada, y recibió de éste un gesto de asentimiento.

– Muy bien, madre abadesa. -Fidelma se puso en pie, y Abbe siguió su ejemplo-. Quizá deseemos haceros algunas preguntas más tarde.

La madre les dedicó una sonrisa.

– No temáis: no me alejaré. -Y añadió-: Hermana, de veras habríais de hacernos una visita a Coldingham y comprobar por vos misma hasta qué punto puede disfrutarse la vida. Sois demasiado hermosa, joven y exuberante para aceptar de por vida ese celibato que tanto parece complacer a los romanos. ¿No fue san Agustín de Hipona el que escribió en sus Confesiones: «Concédeme castidad y continencia, pero no ahora»?

Con una risa ronca, la madre Abbe abandonó la sala. Fidelma, roja de indignación, se volvió hacia Eadulf, y al cruzarse con su mirada divertida, su virtud ultrajada dio paso a una ira incontenible.

– ¿Y bien? -espetó.

Eadulf mostró una amplia sonrisa.

– No creo que Abbe haya sido capaz de matar a Étain -repuso apresuradamente.

– ¿Por qué no? -replicó ella con sequedad.

– Sencillamente porque es una mujer.

– ¿Y creéis que una mujer es incapaz de cometer un asesinato? -se burló la hermana.

Eadulf sacudió la cabeza.

– No, pero como os dije cuando examinamos el cadáver de Étain, no creo que una mujer tenga la fuerza necesaria para sujetar a la abadesa mientras le corta el cuello de la manera en que lo hizo el asesino.

Fidelma se mordió el labio y empezó a calmarse. A fin de cuentas, se dijo, no tenía sentido dejarse llevar por la ira. Sin duda la afirmación de la madre Abbe no era más que un cumplido, y de cualquier manera no estaba exenta de razón. Con todo, no era su actitud lo que la exasperaba: se trataba de algo más arraigado en su interior que no lograba comprender. Permaneció unos instantes mirando a Eadulf, y cuando el monje sajón, atónito, le devolvió la mirada, Fidelma fue la primera en apartar la suya.

– ¿Qué me diríais si os comunicase que he visto al hermano Taran, un monje de Columba, conversando con Wulfric en la puerta lateral de la abadía esta misma tarde, en lo que a todas luces parecía una confabulación?

Eadulf levantó una ceja.

– ¿De veras?

Fidelma asintió con una leve inclinación de cabeza.

– Imagino que debe de haber muchas explicaciones para un encuentro como ése.

– Sin duda -aceptó Fidelma-, pero no sé de ninguna que me convenza.

– El hermano Taran fue uno de los que visitó a la abadesa Étain, ¿no es verdad?

– Sí, y aún no lo hemos interrogado.

– No había ninguna prisa. Al parecer entró en el cubiculum de Étain por la mañana, mucho antes de la última vez que la vieron con vida. El último visitante del que tenemos noticia fue Agatho.

Fidelma se mostró dubitativa.

– Creo que deberíamos hablar con Taran enseguida -declaró al fin.

– A mí, sin embargo, me parece más acertado llamar primero a Agatho -repuso el hermano-. Él es sin duda el principal sospechoso.

Ante la sorpresa de Eadulf, Fidelma accedió sin mostrar objeción alguna.

Capítulo XII

Agatho era un hombre enjuto y nervudo de rostro macilento. Tenía la piel morena y no lucía un afeitado muy concienzudo. Sus ojos negros armonizaban con el azabache de su mata de pelo; sus labios, aunque delgados, tenían un rojo intenso, como si el monje hubiese resaltado su color aplicándose zumo de bayas. A Fidelma le llamó la atención sobremanera lo largo de sus pestañas, que delimitaban una mirada entornada, como los párpados de un ave de presa.

El sacerdote frunció el sobrecejo al entrar a la habitación.

– Estoy aquí en contra de mi voluntad -manifestó en la lingua franca latina.

– Haré que conste vuestra protesta, Agatho -repuso Fidelma en la misma lengua-. ¿A quién deseáis que le sea comunicada, al rey, al obispo Colmán o a la abadesa Hilda?

El religioso elevó el rostro en un gesto de desdén, dando a entender que era indigno de él responder a tal pregunta, y se limitó a sentarse.

– Queríais interrogarme, ¿no es así?

– Al parecer, sois la última persona que vio con vida a la abadesa Étain en su cubiculum -señaló Eadulf sin más preámbulos.