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Agatho rió entre dientes, aunque más bien parecía apenado.

– No es cierto.

Fidelma arrugó el entrecejo

– ¿Cómo? -espetó ansiosa.

– La última persona que vio a la abadesa hubo de ser la persona que la asesinó.

Fidelma miró de hito en hito sus ojos entrecerrados, fríos y faltos de expresión. Le resultaba difícil discernir si la estaba desafiando o simplemente se burlaba de ella.

– Es cierto -dijo Eadulf-, y nuestra misión es descubrir quién es esa persona. ¿A qué hora abandonasteis su celda?

– Exactamente a las cuatro.

– ¿Exactamente?

De nuevo apareció en sus labios aquella sonrisa triste.

– Al menos, eso fue lo que pude ver en la clepsidra de la temible hermana Athelswith.

– Bien -admitió Eadulf-. ¿Para qué fuisteis a visitarla?

– Seré sincero. Yo pertenezco a la facción romana, y estaba convencido de que la abadesa Étain se hallaba en un error al haberse ofrecido para defender las heréticas convicciones de la Iglesia de Columba. Fui a verla para exponerle mi punto de vista.

Fidelma clavó en él su mirada.

– ¿Sólo para eso?

– Sí, sólo para eso.

– ¿Y cómo pensabais lograr que la abadesa cambiase de opinión tan rápidamente?

Agatho miró a su alrededor con aire cómplice y sonrió.

– Le mostré esto. -Entonces tomó su crumena, una pequeña bolsa que llevaba al cuello con una correa, y vació el contenido sobre la palma de su mano.

Eadulf se inclinó hacia delante, con el ceño arrugado.

– Parece una astilla de madera.

Agatho lo miró despectivo.

– Es el lignum Sanctae Crucis -declaró en un susurro con voz sobrecogida, al tiempo que esbozaba una genuflexión.

– ¿De verdad? ¿Un fragmento de la Cruz auténtica? -musitó Eadulf, abrumado por tan venerable objeto.

– Eso he dicho -repuso distante.

Los ojos de Fidelma brillaron, y durante unos instantes sintió que le temblaban los labios.

– ¿Y cómo esperabais, suponiendo que estéis en lo cierto, que vuestra reliquia convenciese a la abadesa para que apoyase a Roma y no a Iona? -preguntó con ademán solemne.

– Es evidente. Cuando reconociese este fragmento de la Cruz verdadera en mis manos no tardaría en darse cuenta de que yo soy el elegido, de que era Cristo quien hablaba a través de mi persona, de igual manera que hizo con Pablo de Tarso -afirmó con voz calmada y autocomplaciente.

Eadulf miró desconcertado a Fidelma, tras lo cual volvió a preguntar al sacerdote:

– ¿Que Cristo os ha elegido? ¿Qué queréis decir con eso?

Agatho hizo un gesto de desdén, como si el monje fuese estúpido.

– Yo sólo digo lo que es cierto; tened fe. Se me ordenó que fuese al bosque cercano a Witebia, y al llegar a un claro, una voz me dijo que recogiese una astilla que había en el suelo, pues era el lignum Sanctae Crucis. Luego me pidió que predicase a los que vivían engañados y confundidos. ¡Tened fe y todo nos será revelado!

– ¿Tenía fe la abadesa Étain? -preguntó Fidelma con delicadeza.

Agatho se volvió hacia ella, con los ojos aún entornados.

– No, por desgracia. Todavía se hallaba prisionera, pues no era capaz de ver la verdad.

– ¿Prisionera? -Eadulf parecía francamente confundido.

– ¿No fue el apóstol san Juan el que dijo: «La verdad os hará libres»? Étain estaba recluida; no conocía la fe. El gran san Agustín escribió que la fe es creer lo que uno no es capaz de ver, y quien goza de ella podrá, como recompensa, ver aquello en lo que cree.

– ¿Qué hicisteis cuando la madre Étain rechazó vuestros argumentos? -se apresuró a preguntar Eadulf.

Agatho se enderezó indignado.

– Me fui; ¿qué más podía hacer? No quería contaminarme con su falta de fe.

– ¿Cuánto duró vuestro encuentro?

El sacerdote se encogió de hombros.

– No más de diez minutos. Le mostré la Cruz verdadera y le dije que Cristo hablaba a través de mí y que debía abrazar el credo de Roma. Cuando empezó a tratarme como si fuera un niño, me fui, consciente de que no había esperanza alguna de que se redimiese. Eso fue todo.

Eadulf volvió a intercambiar una mirada con Fidelma, tras lo cual dedicó a Agatho una sonrisa.

– De acuerdo. No tenemos más preguntas: podéis marcharos.

El sacerdote volvió a introducir la astilla en su crumena.

– Y vosotros, ¿creéis ahora, después de ver la Cruz?

Eadulf mantuvo fija su sonrisa, tal vez demasiado fija, al tiempo que respondía:

– Por supuesto. Más adelante hablaremos con vos a ese respecto, Agatho.

Cuando el aludido abandonó la sala, Eadulf lanzó a Fidelma una mirada de preocupación.

– ¡Como una cabra! El pobre está chiflado por completo.

– Si tenemos siempre presente que todos hemos nacido chiflados -repuso Fidelma con aire flemático-, podremos hallar la explicación a muchos de los misterios del mundo.

– Pero, visto su comportamiento, no me extrañaría que Agatho hubiese asesinado a la abadesa cuando ésta se negó a aceptar su fe.

– Quizás, aunque a mí no me convence. De cualquier manera, todo esto nos lleva a una conclusión ineludible.

Eadulf la miró.

– Es evidente -observó ella sonriendo-. La hermana Athelswith no vio a todos los visitantes. Y empiezo a preguntarme si vio al que mató a Étain.

Alguien llamó suavemente a la puerta. Se trataba de sor Athelswith, que, asomando la cabeza, dijo con aprensión:

– El rey Oswio reclama vuestra inmediata presencia en los aposentos de la madre Hilda.

Sor Fidelma y el hermano Eadulf se hallaban de pie en silencio ante el rey. No había nadie más en la sala, y Oswio se apartó de la ventana desde la que había estado observando el embarcadero, tras lo cual relajó ligeramente las arrugas de preocupación que mostraba su frente.

– He mandado buscaros porque quería saber si teníais alguna noticia que comunicarme. ¿Estáis ya más cerca de descubrir al culpable?

Fidelma pudo sentir la tensión que impregnaba su voz.

– Aún no contamos con nada concreto de lo que poder informaros, Oswio de Northumbria -respondió.

El rey se mordió un labio, y sus arrugas se hicieron más profundas.

– ¿No podéis contarme nada en absoluto? -La pregunta tenía mucho de súplica.

– Nada que pueda tener alguna utilidad -repuso la hermana sin perder la calma-. Debemos proceder con toda precaución. ¿Ha ocurrido algo que os acucie y os obligue a querer que el asunto se resuelva con más rapidez de lo que deseabais en un principio?

El rey elevó sus anchos hombros en un gesto difícil de interpretar.

– Vos siempre tan perspicaz, Fidelma. Sí, cada vez aumenta más la tensión. -Oswio, vacilante, lanzó un suspiro-. La amenaza de una guerra civil se cierne sobre nuestras cabezas. Mi hijo Alhfrith está conspirando contra mi persona; incluso hay rumores de que está reclutando guerreros para expulsar por la fuerza a los religiosos irlandeses. A su vez, según se rumorea, mi hija Aelflaed está reuniendo a los seguidores de Columba con el fin de defender las abadías de sus ataques. La chispa más insignificante puede hacer que todo el reino arda en llamas. Ambos bandos acusan al opuesto de la muerte de Étain de Kildare. ¿Qué debo decirles?

La voz del rey hacía patente su desesperación, hasta tal punto que Fidelma casi sintió lástima por el monarca.

– Todavía no podemos deciros nada, majestad -insistió Eadulf.

– Pero ya habéis interrogado a todo el que la vio antes de su muerte.

Los labios de Fidelma dibujaron una sonrisa triste.

– No cabe duda de que conocéis este hecho de parte de una fuente fiable. ¿Se trata quizá de sor Athelswith?

Oswio, a todas luces incómodo, asintió con un gesto.