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– ¿Acaso es un secreto?

– En absoluto, Oswio -repuso Fidelma-, pero la hermana Athelswith debería tener más cuidado al informar de nuestras actividades. De lo contrario, podrían ser conocidas por la persona equivocada. Aún hay alguien a quien no hemos interrogado.

– Fui yo quien rogó expresamente a la hermana Athelswith que me avisase cuando hubierais concluido los interrogatorios -dijo Oswio en actitud defensiva.

– Acabáis de afirmar que vuestro hijo Alhfrith está conspirando contra vos -observó Fidelma-. ¿Estáis completamente seguro?

Oswio levantó los brazos y volvió a dejarlos caer en un intento de expresar su indecisión.

– Los hijos ambiciosos no son precisamente amigos íntimos de un rey -replicó pesaroso-. ¿Qué otra ambición pueden tener sino la de convertirse en rey?

– ¿Alhfrith desea hacerse con el trono?

– Lo nombré reyezuelo de Deira con la intención de aplacar sus ambiciones, pero lo que él anhela es gobernar todo el reino de Northumbria. Yo lo sé, y él sabe que lo sé. Y aun así, nos limitamos a representar los papeles de padre e hijo sumiso. Pero tarde o temprano llegará el día en que… -Se encogió de hombros en un gesto elocuente.

– Una investigación como ésta requiere su tiempo -afirmó Fidelma en tono tranquilizador-. Son muchas las consideraciones que hemos de tener en cuenta.

Oswio la miró de hito en hito durante unos instantes, tras lo cual hizo una mueca.

– Por supuesto tenéis razón, hermana: no tengo ningún derecho a presionaros. Vos buscáis la verdad, y mi intención es evitar que mi reino se divida y acabe destruyéndose a sí mismo.

– ¿De verdad pensáis que vuestros súbditos están tan inclinados hacia uno u otro bando como para luchar entre ellos? -quiso saber Eadulf.

Oswio sacudió la cabeza.

– Lo que amenaza con romper la paz de que disfruta esta tierra no es la religión en sí, sino quienes la manipulan, y Alhfrith es muy capaz de mover a las multitudes para servirse de ellas y hacerse con el poder que tanto ansia. Cuantas más especulaciones se haga la gente acerca del asesino de Étain de Kildare, más fácil les será formular teorías absurdas capaces de exacerbar los prejuicios del vulgo.

– Todo lo que podemos deciros, Oswio, es que seréis el primero en saberlo cuando nos hallemos cerca de la solución -concluyó Fidelma.

– Muy bien, me conformaré con esa garantía. Pero no olvidéis que muchos de los rumores ya han cruzado nuestras fronteras. Es mucho lo que depende de esta asamblea y de las decisiones que en ella se tomen.

En el claustro, mientras regresaban de los aposentos de la abadesa Hilda hacia la domus hospitalis, Eadulf dijo de improviso:

– Creo que vuestras sospechas son ciertas, Fidelma: deberíamos interrogar a Taran.

Fidelma levantó las cejas al tiempo que esbozaba una sonrisa burlona.

– ¿Y sabéis cuáles son mis sospechas, Eadulf?

– Pensáis que se está fraguando una conspiración, instigada por Alhfrith de Deira, con el objeto de destronar a Oswio y usar las tensiones que puedan crearse en este sínodo para provocar una guerra civil.

– En verdad es eso lo que creo -confirmó la hermana.

– A mi parecer, estáis convencida de que Alhfrith, a través de Wulfric y quizás incluso de Taran, hizo que asesinasen a Étain de Kildare con el fin de originar dicha tensión.

– Entra dentro de lo posible, y debemos esforzarnos en descubrir si es o no cierto.

Fidelma y Eadulf pasaron a la officina de la hermana Athelswith, que habían convertido en su centro de actividades, en el momento en que el tañido de la campana anunciaba el ángelus de medianoche. Fidelma lanzó un suspiro al tiempo que Eadulf sacaba su rosario.

– Se ha hecho tarde. Será mejor que hablemos con Taran mañana -anunció la hermana-. Pero no olvidéis indagar el pasado de Athelnoth; para mí no ha dejado de ser sospechoso por el momento.

El monje asintió con un gesto mientras rezaba el Avemaría:

Ora pro nobis, sancta Dei Genetrix.

Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores.

La campana que anunciaba el ientaculum, la primera comida del día, ya había dejado de sonar y se había impartido la bendición cuando sor Fidelma se deslizó hasta el lugar que le correspondía en las largas mesas de madera que llenaban el refectorio. La hermana que ese día se encargaba de decir las oraciones pertenecía a la doctrina romana y, desde el atril situado a la cabecera de la mesa, arrugó el ceño en un gesto de desaprobación mientras Fidelma tomaba asiento.

– Benedicamus Domino -saludó en tono poco amigable.

– Deo gratias -respondió Fidelma junto con el resto.

Entonces la hermana entonó el Beati immaculati que precedía a la lectura, y todos empezaron a comer.

Fidelma se tapó mentalmente los oídos ante la voz áspera de la monja y comenzó a ingerir de forma mecánica los cereales y la fruta que tenía delante. De cuando en cuando levantaba la vista con la intención de estudiar a los reunidos en el refectorio, aunque no logró encontrar a Eadulf. Al que sí vio fue al hermano Taran, sentado en una mesa cercana. Los rasgos oscuros del monje picto parecían más animados, y la hermana se sorprendió al comprobar que se hallaba conversando con Seaxwulf, el joven del cabello pajizo. Éste estaba de espaldas, pero su cabeza, sus hombros estrechos y sus gestos afeminados eran inconfundibles. Llevada por la curiosidad, observó la expresión de Taran mientras éste hablaba; se mostraba muy serio, algo furioso, y parecía emplear un tono apremiante. De súbito se encontró con que sus ojos negros la estaban mirando de hito en hito. Durante un momento le sostuvo la mirada, hasta que el rostro moreno del picto se vio surcado por una sonrisa afectada al tiempo que el monje la saludaba con una inclinación de cabeza. Fidelma hizo un esfuerzo por corresponder a su saludo antes de volver a centrarse en su comida.

Cuando se disponía a abandonar el refectorio encontró por fin a Eadulf, sentado en un rincón con un grupo de clérigos sajones. Parecían inmersos en una conversación de cierto relieve, por lo que prefirió no interrumpirlos y decidió salir del monasterio para dar un paseo por la costa. Le parecía que había transcurrido una eternidad desde la última vez que había respirado la fresca brisa del mar, y el intento del día anterior había sido frustrado por Taran y su encuentro, a todas luces clandestino, con Wulfric. Tenía la sensación de haber estado años enclaustrada en la abadía, aunque sabía bien que no era así, y que se trataba simplemente de un efecto de la tensión a la que se veía sometida.

Lo que más la desconcertaba era la amistad repentina que Taran había empezado a mantener primero con Wulfric y después con Seaxwulf, y se preguntó si sería un hecho relevante y si estaría de alguna manera conectado con la muerte de Étain. Se sentía insegura; el hallarse en una tierra extraña, amén de lejana, y el estar investigando la muerte de su amiga la habían sumido en un estado de intranquilidad y angustia al que no lograba sustraerse.

Caminó a lo largo del sendero que llevaba a la entrada del puerto y se dirigió a la accidentada costa. Allí vio algunas personas diseminadas, pero nadie pareció fijarse en ella mientras paseaba con la cabeza gacha, en actitud meditabunda.

Trató de analizar los hechos de que tenía conocimiento, pero ante su sorpresa se halló pensando en el monje sajón, Eadulf. Desde que había obtenido la dignidad de dálaigh de los tribunales brehon nunca había trabajado con nadie. Siempre había actuado como único árbitro de la verdad, y en ningún momento había necesitado de una segunda opinión, y mucho menos de una proveniente de un extranjero. Con todo, lo que más la intrigaba era que en el fondo no percibía a Eadulf como un extranjero, al menos en el sentido que su gente daba a esta palabra. No dudaba en achacarlo al hecho de que él hubiese pasado tanto tiempo estudiando en Durrow y Tuaim Brecain, pero esta respuesta parecía insuficiente a la hora de dar cuenta de la insólita sensación de compañerismo que empezaba a apoderarse de ella.