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El reino de Northumbria era un lugar extraño, lleno de costumbres y actitudes igual de inusitadas, alejadas por completo del proceder sencillo y ordenado de los irlandeses. De pronto cayó en la cuenta de sus cavilaciones y no pudo evitar reír para sus adentros, imaginando que, sin duda, los sajones debían de pensar que su sistema era sencillo en comparación con las leyes y costumbres de los irlandeses. A su mente acudieron los versos de la Odisea de Homero:

Por mi parte no sé que haya vista mejor para nadie, sea hombre o mujer, que la tierra que tiene por propia.

No habría ido a ese país si Étain de Kildare no se lo hubiese pedido… y Étain ahora estaba muerta. Fidelma se percató de hasta qué punto sentía aversión por esa tierra y sus gentes, tan orgullosas y altaneras; la exasperaban sus actitudes marciales y lo salvaje de las penas que imponían a los malhechores. Para ellos, el castigo parecía serlo todo, y al delincuente no se le daba oportunidad alguna de redimirse o compensar a sus víctimas. Quería volver a casa, a su hogar de Kildare. Detestaba a los sajones… Aunque Eadulf era sajón.

Sintió cómo sus pensamientos se precipitaban, y se sorprendió mascullando improperios.

Eadulf no era representativo de su especie; su naturaleza era buena. Se dio cuenta de que la atraía, de que se divertía con él y admiraba su mente analítica. Aun así, no le gustaban los sajones. Aunque, claro, tampoco le gustaban muchos de sus propios compatriotas: el orgullo y la soberbia no eran exclusivos de un solo pueblo.

Dejó escapar un profundo suspiro. Fidelma se enorgullecía de poseer una mente lógica y metódica, por lo que no podía menos de sentirse desconcertada ante el torbellino de pensamientos en completo desorden que había asaltado su mente cuando debía ocuparla en analizar el asesinato de Étain. Cada sendero que recorría su entendimiento parecía desembocar en una imagen de Eadulf. ¿Por qué precisamente de Eadulf? Quizás irrumpía en sus pensamientos por el mero hecho de que tenían que trabajar juntos. De cualquier manera, en el fondo de su conciencia Fidelma sabía que debía de existir otra razón.

Cuando volvió a la abadía no logró ver a Eadulf por ninguna parte. Se dirigió a la officina de sor Athelswith y esperó, preguntándose si debía pedir a la monja que buscase al hermano Taran para empezar sola su interrogatorio. Acababa de tomar esta determinación cuando la puerta de la officina se abrió de forma violenta y la domina irrumpió dando gritos, presa de la angustia.

– ¡Sor Fidelma! ¡Sor Fidelma!

La hermana se levantó sorprendida ante la agitación de Athelswith. Ésta parecía apesadumbrada, y el rubor de su rostro hacía pensar que había llegado corriendo.

– ¿Qué sucede, hermana?

La aludida miró fijamente a Fidelma con los ojos entornados. Su rostro empalideció hasta hacerse semejante a una nevada invernal. Hubo de tomarse su tiempo para recobrar el dominio de sí misma y ser capaz de hablar.

– Se trata de Deusdedit, el arzobispo de Canterbury: se encuentra en su cubiculum… muerto.

Capítulo XIII

– ¿Qué habéis dicho? -preguntó anonadada Fidelma, que no estaba segura de haberla oído bien.

– Deusdedit, el arzobispo de Canterbury, está muerto en su cubiculum. Por favor, hermana, venid enseguida.

A Fidelma le costó trabajo tragar saliva. ¿Otro crimen? Y además, el arzobispo en persona. ¿Qué locura era aquélla? Miró de hito en hito el rostro atenazado por el pánico de la hermana Athelswith y dio un paso adelante para tomarla del brazo.

– Serenaos, hermana. ¿Se lo habéis contado a alguien más?

– No, no. Mi inquietud es tanta que sólo he pensado en vos, porque… porque…

Era obvio que la anciana se hallaba confundida.

– ¿Habéis mandado buscar al médico? -la interrumpió Fidelma.

La hermana negó con la cabeza.

– El hermano Edgar, nuestro médico, se encuentra en Witebia, intentando salvar al hijo del señor del clan. No disponemos de ningún otro médico.

– En ese caso, id a buscar enseguida al hermano Eadulf. Posee algunas nociones de medicina. Después, dirigíos a la abadesa Hilda e informadla de lo que ha ocurrido. Decid a ambos que acudan de inmediato al cubiculum de Deusdedit.

Sor Athelswith asintió como un autómata y desapareció. Fidelma atravesó corriendo la domus hospitalis en dirección al aposento de Deusdedit. Sabía dónde se hallaba porque sor Athelswith se lo había indicado cuando le mostró la distribución de las habitaciones de los invitados. Se detuvo ante la puerta, que la hermana había dejado entreabierta al salir precipitadamente. La abrió y echó un vistazo al interior.

Deusdedit se hallaba en el lecho. Enseguida se dio cuenta de que nadie, fuera del arzobispo, había tocado la ropa de cama. Sus brazos se encontraban cruzados en una postura que no mostraba signo alguno de violencia, y sus ojos estaban cerrados, como si estuviese sumido en un placentero sueño. Su piel mostraba una textura semejante al pergamino y un tono amarillento. Entonces recordó que el arzobispo no tenía buen aspecto las veces que había tenido oportunidad de verlo en el sacrarium.

Hizo ademán de entrar en la habitación, pero una mano se lo impidió asiéndola con fuerza del hombro. Sobresaltada, dejó escapar una exclamación antes de volverse. Entonces se encontró con el rostro querúbico de Wighard, el secretario de Deusdedit, que le advirtió con voz sibilante:

– No entréis, hermana. Hacedlo por vuestra vida.

Fidelma lo miró desconcertada.

– ¿Qué queréis decir?

– Deusdedit ha muerto a causa de la peste amarilla.

La hermana se quedó con la boca abierta.

– ¿De la peste amarilla? ¿Cómo lo sabéis?

Wighard aspiró por la nariz y, adelantándose, cerró la puerta.

– Hace unos días que empecé a sospechar que el arzobispo había contraído la enfermedad; sus ojos amarillentos y la textura de su piel así parecían indicarlo. Se quejaba con excesiva frecuencia de que se sentía débil, le faltaba el apetito y sufría de estreñimiento. Ya he visto demasiadas víctimas este año como para no reconocer los síntomas.

Fidelma sintió un escalofrío según empezaba a darse cuenta de las consecuencias de lo que le estaba diciendo el secretario.

– ¿Cuánto hace que lo sabéis? -exigió al lúgubre religioso.

El secretario del arzobispo esbozó una mueca afligida.

– Algunos días, como ya os he dicho. Creo que me di cuenta durante el viaje.

– ¿Y aun así permitisteis que acudiera a la abadía y conviviera con los monjes -inquirió llena de indignación- sin considerar el riesgo de que contagiase a alguien? ¿No habría estado mejor en un lugar donde pudiese recibir los cuidados necesarios y seguir un tratamiento apropiado?

– Era de vital importancia que Deusdedit, como heredero del bendito Agustín de Roma, que vino a llevar a nuestro pueblo al redil romano, asistiese al sínodo -repuso Wighard con terquedad.

– ¿No os pareció un precio elevado? -espetó la hermana.

– El sínodo es más importante que el estado de salud de un hombre.

En ese momento llegó la abadesa Hilda.

– ¿Otro muerto? -preguntó a modo de saludo, mientras sus ojos iban errabundos de Fidelma a Wighard-. ¿Qué terrible noticia acaba de darme sor Athelswith?

– Sí, otro muerto; pero esta vez no se trata de un crimen -respondió Fidelma-. Al parecer, Deusdedit había contraído la peste amarilla.