Hilda la miró entre incrédula y horrorizada.
– ¡Han traído la peste amarilla a Streoneshalh! -Hilda esbozó una breve genuflexión-. Dios nos ampare. ¿Es verdad eso, Wighard?
– Ojalá no lo fuera, madre abadesa -repuso Wighard, incómodo-, pero sí, así es.
– Parece ser que nuestros hermanos de Roma juzgaban más importante contar en el sínodo con un caudillo espiritual que reparar en el riesgo de contagio -señaló Fidelma en tono cáustico-. Ahora nadie puede determinar hasta dónde se extenderá la enfermedad.
Wighard estaba abriendo la boca para contestar cuando apareció corriendo la hermana Athelswith.
– ¿Dónde está fray Eadulf? -preguntó Fidelma.
– Estará con nosotros en breve -logró articular la hermana entre jadeos-. Ha ido a recoger algunos instrumentos con los que examinar el cadáver.
– No será necesario -observó Wighard frunciendo el sobrecejo-, de verdad os lo digo.
– De cualquier manera, debemos asegurarnos de que ha sido ésa la causa de su muerte y encontrar una manera de evitar que se extienda la enfermedad -afirmó Fidelma.
Apenas había acabado de hablar cuando vieron a Eadulf que se acercaba a la carrera por el pasillo.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó lleno de congoja-. Sor Athelswith asegura que hay otro cadáver. ¿Otro degollado?
Wighard intentó explicarse, pero Fidelma se lo impidió.
– Deusdedit ha muerto -y aceleró su discurso al ver los ojos desorbitados de Eadulf-. Wighard cree que ha sido por la peste amarilla. El médico de la abadía está ausente. ¿Podríais verificar la causa de su muerte?
El hermano titubeó, y a sus ojos asomó un gesto de preocupación. Por fin apretó los labios con ademán resuelto y asintió con la cabeza, si bien no logró disimular cierta actitud displicente. Tras lo que parecieron unos segundos de preparación, abrió la puerta y desapareció en el interior del cubiculum.
Poco después volvió a salir.
– Peste amarilla -confirmó a secas-. Conozco bien los síntomas.
– ¿Cuál es vuestro consejo? -preguntó enseguida la abadesa Hilda, haciendo patente su angustia-. Hay cientos de personas en la abadía; ¿cómo podemos impedir que se extienda?
– Habría que retirar el cuerpo cuanto antes y quemarlo a la orilla del mar. Después deberíais hacer desinfectar el cubiculum, que no podrá usarse durante un tiempo, hasta que se disipe el peligro de contagio: unos cuantos días como mínimo.
Wighard se mostró ávido por ofrecer una reparación.
– Será mejor que nadie, aparte de nosotros cuatro, conozca lo sucedido: no es conveniente que cunda el pánico antes de que acabe el sínodo. Podríamos decir que Deusdedit ha sufrido un infarto, y contar la verdad una vez que los participantes en el debate hayan llegado a una conclusión. Yo me encargaré de encontrar a esclavos que realicen las labores pertinentes. Siempre es mejor que se contaminen ellos a que lo haga uno de nosotros o los hermanos.
– Eso ahora no tiene importancia -repuso Eadulf tajante-. Si alguien tenía que contagiarse, tened por seguro que ya lo ha hecho. ¿Por qué no nos pusisteis sobre aviso si sospechabais que Deusdedit sufría la enfermedad?
Wighard agachó la cabeza, pero no emitió respuesta alguna.
– Esto no es más que otro mal presagio, Wighard -observó Hilda alarmada.
– No -repuso el rollizo clérigo-. Yo no creo en los presagios. Buscaré a los esclavos para que saquen de aquí el cuerpo del arzobispo. -Dicho esto, se volvió para cumplir con su cometido.
Eadulf se dirigió a la abadesa.
– No dejéis que nadie ocupe este cubiculum hasta que se haya limpiado a fondo, como ya os he dicho. Y aseguraos de que todo aquel que haya tenido trato con el arzobispo consuma una infusión de borraja, acedera o tanaceto, y que repita este tratamiento tres veces al día durante una semana como mínimo. ¿Disponéis de estas hierbas en la abadía?
Hilda asintió; entonces Eadulf tomó a Fidelma del brazo y la condujo apresuradamente a lo largo del pasillo.
– El problema -murmuró- es que las plantas más indicadas para esta espantosa enfermedad sólo pueden encontrarse durante los meses de junio y julio o el resto del verano. Acostumbro a viajar con algunos preparados en mi alforja, y poseo una mixtura de vara de oro y linaria que, una vez disuelta en agua hirviendo y tras dejarse enfriar, constituye una bebida eficaz contra la peste amarilla. También os recomiendo que ingiráis cantidades abundantes de perejil, crudo a ser posible.
Fidelma lo miró durante un breve lapso de tiempo, y de pronto sonrió ante su evidente aprensión.
– Parecéis muy preocupado por mi salud, Eadulf.
El sajón arrugó el ceño momentáneamente.
– Por supuesto. Tenemos mucho trabajo por delante -repuso para zanjar la cuestión. Al llegar al dormitorium que compartía con otros hermanos que, como él, no gozaban de ninguna posición relevante, desapareció en su interior y volvió a salir con una pequeña alforja de cuero o pera.
El monje condujo a Fidelma hasta las cocinas, en las que al menos treinta hermanos se afanaban entre humeantes ollas para abastecer de comida a los habitantes de la abadía y a sus invitados. Fidelma arrugó la nariz ante la mezcla de hedor a carne rancia y un número indecible de olores diversos difíciles de describir. Estuvo a punto de perder el aliento cuando llegó a su olfato el tufo de col en descomposición. Eadulf pidió al cocinero de rostro adusto un cazo de hierro para calentar agua, y el coquinario se ofreció a enviarles a un ayudante. Ante su sorpresa, fue la hermana Gwid la que apareció con el recipiente.
– ¿Qué hacéis aquí, hermana Gwid? -quiso saber Fidelma.
La desgarbada picta esbozó una sonrisa triste.
– Como mis conocimientos de griego ya no son necesarios, he buscado quehacer en las cocinas hasta que decida lo que haré en adelante. Creo que cuando concluya el sínodo me uniré a cualquiera de los grupos que regresen a Dalriada y posiblemente vuelva a Iona. -Alargó el cazo a Eadulf-. ¿Necesitáis algo más?
El hermano meneó la cabeza, tras lo cual la larguirucha monja volvió a enfrascarse en su labor en el extremo más alejado de la sala.
– Pobre muchacha -observó Fidelma casi en un susurro-. Me da lástima: la muerte de Étain ha supuesto un duro golpe para ella.
– Ya tendréis tiempo más adelante de mostraros compasiva -la reprobó Eadulf-. Ahora lo que hay que hacer es tomar cualquier medida a nuestro alcance para evitar que la peste pueda extenderse. -Entonces puso el agua a hervir y preparó las hierbas bajo la mirada atenta de Fidelma.
– ¿Habláis en serio cuando os referís a las propiedades de vuestra tisana frente al posible contagio de la peste amarilla? -preguntó mientras el hermano removía las hierbas en su brebaje.
Eadulf se mostró irritado ante el comentario.
– Lo creáis o no, funciona.
La hermana esperó en silencio mientras Eadulf preparaba la pócima, la vertía en un amplio recipiente de barro y, de ahí, a dos tazas de cerámica, de las que ofreció una a Fidelma. Por último levantó la que había reservado para él a modo de silencioso brindis. Ella le correspondió con una sonrisa antes de acercarse la infusión a los labios. Tenía un sabor repugnante, y su expresión no pudo ocultar este hecho.
– Se trata de un viejo remedio -añadió Eadulf, desarmándola con una sonrisa.
La hermana le devolvió el gesto, visiblemente arrepentida, y observó:
– El sabor es lo de menos, siempre que funcione. De cualquier manera, será mejor que salgamos de aquí y demos un paseo entre las fragancias del claustro. Los olores de la cocina me están produciendo fuertes dolores de cabeza.
– De acuerdo, pero antes, llevemos a vuestro cubiculum el recipiente con la tisana.
Una vez en la celda de Fidelma, mientras depositaba el bebedizo, añadió solemne: