– Debéis beberos un vaso cada noche antes de ir a dormir. -Y cuando se encontraron de nuevo en la quietud del claustro concluyó-: Tenéis suficiente para una semana.
– ¿Todo eso lo aprendisteis en la escuela de medicina de Tuaim Brecain? -preguntó la hermana.
Eadulf inclinó la cabeza.
– Aprendí mucho en vuestro país, Fidelma. En Tuaim Brecain vi cosas que hasta entonces había juzgado imposibles: médicos que abrían el cráneo a hombres y mujeres para extirparles un tumor, y lo más sorprendente es que, tras la operación, esas personas continuaban con vida.
Fidelma hizo una mueca indiferente.
– La escuela de Tuaim Brecain goza de un gran reconocimiento en todo el mundo. Todavía se profesa una suerte de temor reverencial al ilustre Bracan Mac Findloga, que fundó el centro hace dos siglos. ¿Aspirabais a convertiros en médico?
– No. -Eadulf sacudió la cabeza-. Sólo ansiaba conocimientos, cualquier tipo de conocimientos. En mi país, yo era hijo de un gerefa hereditario, un juez de ámbito local; sin embargo, lo que buscaba era el saber. Quería saberlo todo. Intenté engullir el conocimiento como hace la abeja con el néctar, yendo de flor en flor, sin quedarme demasiado tiempo en ninguna. No me puedo considerar especialista en nada; más bien tengo algunas nociones de muchas disciplinas diferentes. Y de cuando en cuando resulta útil.
Eadulf dejó escapar esa sonrisa breve y juvenil que solía asomar en su rostro.
– Vos sois especialista en derecho, sor Fidelma. Conocéis la ley como la palma de vuestra mano.
– Pero en nuestras escuelas eclesiásticas también se nos exige una educación general antes de poder graduarnos.
– Vos sois anruth. Sé que se puede traducir por algo así como el «estadio noble», y que en la escala académica de vuestro país sólo hay un peldaño por encima; pero, ¿qué significa exactamente?
Fidelma sonrió.
– El anruth tiene una formación de al menos ocho años, a menudo nueve, y además de convertirse en un maestro de la doctrina debe tener nociones de poesía, literatura, topografía histórica y muchas cosas más.
Eadulf soltó un suspiro.
– Por desgracia, no poseemos centros docentes comparables a los vuestros. Hasta la llegada de la doctrina cristiana y la fundación de las abadías ni siquiera conocíamos la escritura y la lectura.
– Más vale tarde que nunca.
Eadulf rió entre dientes.
– Ésa es una gran verdad, Fidelma. Y es por eso por lo que yo tengo esta sed insaciable de saber.
Se detuvo, y ambos se sentaron en silencio. Sin embargo, aunque pareciera extraño (al menos en lo que concernía a Fidelma), no se trataba de un silencio incómodo, sino que más bien era un silencio amistoso, lleno de compañerismo. De pronto, acababa de identificar la sensación que había estado experimentando, pues ellos dos eran precisamente eso: compañeros de adversidades. Sonrió, feliz de haber terminado de una vez por todas con el caos en que estaba sumida su mente.
– Deberíamos retomar nuestra investigación -se atrevió a decir-. La muerte de Deusdedit no nos ha acercado precisamente a la resolución del asesinato de Étain.
Eadulf chasqueó los dedos, lo que hizo que la hermana diese un respingo.
– ¡Qué imbécil! -exclamó con un gruñido-. Me quedo aquí, enfrascado en mis propios pensamientos, cuando tenemos entre manos un caso tan apremiante.
La hermana arrugó el ceño sorprendida ante el súbito arranque de autocrítica por parte del monje, que continuó diciendo:
– Me pedisteis que buscara información acerca del hermano Athelnoth.
A Fidelma le costó unos segundos hacer retroceder su mente hasta el momento en que empezaron a sospechar del sacerdote.
– ¿Y habéis descubierto algo?
– Nos mintió.
– Eso ya lo sabíamos -observó Fidelma-. ¿Habéis descubierto algo concreto en relación con sus mentiras?
– Tal como acordamos, he hecho algunas averiguaciones entre los otros hermanos. ¿Recordáis que aseguraba haber conocido a Étain cuando fue a encontrarse con ella, por orden de Colmán, a la frontera de Rheged, desde donde tenía que escoltarla hasta Streoneshalh?
Fidelma asintió.
– Vos me referisteis que Étain había sido una princesa Eoghanacht y que entró en la orden religiosa tras la muerte de su marido.
– Sí.
– Y también que impartió clases en la abadía del piadoso Ailbe de Emly antes de convertirse en abadesa de Kildare.
Fidelma volvió a inclinar la cabeza pacientemente.
– Así como que fue nombrada abadesa…
– … hace sólo dos meses. ¿Adónde queréis ir a parar, Eadulf?
El monje sonrió con ironía; parecía satisfecho de sí mismo.
– El año pasado, Athelnoth pasó seis meses en la abadía de Emly. He dado con un fraile que fue compañero suyo. Ambos fueron juntos a Emly, y juntos volvieron a Northumbria.
Fidelma lo miró con los ojos desorbitados.
– ¿Athelnoth estudió en Emly? En tal caso, debió de haber conocido a Étain allí, y sin duda haber adquirido nociones de irlandés, a pesar de lo cual negó ambas cosas.
– Es decir, que a fin de cuentas, la hermana Gwid tenía razón -afirmó Eadulf-: Athelnoth conocía a Étain, y es evidente que la deseaba. -Su voz rezumaba autosatisfacción-. Y ante la vergüenza de sentirse rechazado por ella, la mató.
– Los hechos no nos llevan necesariamente a esa conclusión -señaló Fidelma-, pero he de reconocer que es una deducción muy plausible.
Eadulf estiró las manos.
– Bueno, yo estoy convencido de que la historia del broche era falsa. Athelnoth no dejó de mentir en todo el interrogatorio.
De súbito Fidelma hizo una mueca.
– Hay algo más que hemos pasado por alto: si Athelnoth estuvo en Emly el año pasado, debió de conocer también a Gwid, pues ella también era alumna de Étain.
Eadulf, seguro de sí mismo, dejó escapar una sonrisa afectada.
– No; ya he pensado en eso. Athelnoth estuvo en Emly antes que Gwid; se fue un mes antes de que llegase la hermana. Pregunté a Gwid cuándo asistió a dicho centro y luego lo comparé con las fechas en que había estado allí Athelnoth. Su compañero de estudios se ha mostrado muy servicial a este respecto.
Fidelma se puso en pie, incapaz de reprimir una ligera sensación de nerviosismo.
– Vamos a reclamar la presencia de Athelnoth para que nos aclare este misterio.
La hermana Athelswith asomó la cabeza por la puerta de la officina.
– No he logrado localizar al hermano Athelnoth, sor Fidelma -observó-. No se halla en la domus hospitalis ni tampoco en el sacrarium.
Fidelma, exasperada, repuso:
– Debe de estar en alguna parte, dentro de la abadía.
– Haré que lo busque alguna hermana. -Sor Athelswith se dio la vuelta y se alejó a la carrera.
– Habríamos de examinar el sacrarium personalmente -sugirió Eadulf-. Tal vez la hermana no ha mirado bien. No es difícil que se le haya escapado entre tanta gente como hay allí reunida.
– Cuando menos, tendremos la oportunidad de encontrarnos con el hermano Taran y hablar con él -convino Fidelma, al tiempo que se levantaba.
Los gritos provenientes del interior del sacrarium se podían oír a través de las puertas cerradas. Cuando entraron, pudieron comprobar que el debate se hallaba en plena ebullición. Wilfrid, de pie, descargaba furiosos golpes contra el atril de madera que tenía delante.
– ¡Yo os digo que es un disparate! ¡No es más que una invención de Cass Mac Glaiss, el porquero mayor de vuestro rey pagano, el irlandés Loegaire!
– ¡Mentís! -Cutberto también estaba en pie, rojo de ira.
Jacobo, el anciano, el James que había llegado de Roma al reino de Kent cincuenta años antes acompañando al misionero Paulino, se había levantado a su vez, con la ayuda de los que lo acompañaban. Se tambaleaba, con aire inseguro, y apoyaba encorvado ambas manos en un bastón. Al verlo de pie, se hizo el silencio entre los bancos restantes. Callaron incluso los seguidores de la doctrina de Columba. Evidentemente Jacobo era toda una autoridad, pues constituía el vínculo viviente con el piadoso Agustín, al que había enviado Gregorio Magno para predicar a los paganos de los reinos sajones.