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Esperó a que la gigantesca capilla estuviese por completo sumida en el silencio para empezar a hablar con una voz aguda y rasgada:

– Os pido disculpas en nombre de mi joven amigo Wilfrid de Ripon.

Un murmullo de sorpresa se extendió entre los presentes, y el aludido levantó la cabeza, visiblemente irritado.

– Sí -prosiguió impasible el anciano-. Wilfrid se equivoca con respecto al origen de la tonsura que han adoptado irlandeses y bótanos.

Todos estaban pendientes de su discurso.

– Nuestros hermanos viven engañados; la tonsura que lucen sus cabezas es la que llevaba Simón el Mago, el samaritano que quiso comprar el poder del Espíritu Santo y recibió una merecida reprimenda por parte de san Pedro. Siendo aún joven, llegué a esta tierra acompañando a Paulino. Nuestra tonsura era la misma que coronaba la cabeza de nuestro santo padre, Gregorio Magno; la misma que llevaban Agustín y sus compañeros. Podéis imaginar cuán grande fue nuestra indignación al ver que los bótanos y nuestros hermanos de Irlanda habían adoptado un símbolo tan contrario a la fe.

»Y yo os pregunto, hermano Cutberto: si aspiráis a la eterna corona de la vida, ¿por qué os empecináis en adornar vuestra cabeza con el trasunto de una corona imperfecta que contradice por completo vuestra fe?

Cutberto dio un salto visiblemente encolerizado.

– Con vuestro permiso, venerable Jacobo, ésta es la tonsura atribuida al santo apóstol Juan, y a nadie más; y como podéis observar, guarda semejanza con una corona o un círculo.

El anciano meneó la cabeza.

– Eso si os miro de frente, hermano; pero si inclináis la cabeza o adoptáis cualquier otra posición…

Arrugando el ceño, Cutberto obedeció, lo que provocó un estallido de risas en los bancos ocupados por los seguidores de Roma.

– Mirad: una corona imperfecta, semicircular. Decurtatam eam, quam tu videre putabas, invenies coronam! * -gritó el anciano.

Cutberto se sentó de golpe, con el rostro encendido. Jacobo señaló el pequeño círculo tonsurado de su propia coronilla.

– He aquí el verdadero círculo, el símbolo de la corona de espinas que goza de la bendición de san Pedro, la piedra sobre la cual se erige nuestra Iglesia. Incluso algunas congregaciones de entre los britanos lo aceptan como tal. Los que huyeron de esta tierra para establecerse en la lejana Iberia, en las tierras de Galicia, adoptaron la corona spinea, después de que hace treinta años el Concilio de Toledo exigiese la supresión de tan bárbara costumbre entre el clero de origen britano.

Jacobo volvió a tomar asiento con una sonrisa de autosatisfacción.

Fidelma comprobó enojada cómo se hacía el silencio en el bando de Columba. No conseguía explicarse por qué nadie tomaba la palabra para exponer la profunda significación mística de la tonsura que defendían sus seguidores. Los guerreros de Irlanda y Britania consideraban que el hecho de ser privados de dicha parte del cabello era un acto sumamente deshonroso, que los hacía indignos de ser llamados siquiera hombres. En los remotos tiempos de los druidas, la tonsura (o airbacc giunnae) era muy semejante. Para las gentes de Irlanda, tenía un sentido místico muy marcado. La hermana dio un paso al frente, y estaba abriendo la boca para tomar la palabra cuando sintió la mano de Eadulf que la asía por el brazo.

Tras dar un respingo, se dio la vuelta. Eadulf señaló con la cabeza un punto situado al otro lado del sacrarium: el hermano Taran salía en ese momento por la puerta lateral. Fidelma se mordió el labio, y estaba a punto de volverse de nuevo en dirección a la sala del debate cuando se levantó otro hermano y comenzó a protestar en voz alta. Entonces, viendo que sería imposible atravesar el sacrarium para seguir a Taran, decidió que lo mejor era salir por la misma puerta que habían usado para entrar y tratar de interceptarlo.

Indicó a Eadulf que la siguiera, pero cuando rodearon por fin los muros del sacrarium Taran se había esfumado.

– No debe de andar lejos -aseguró Eadulf, perceptiblemente molesto.

– Probemos en aquella dirección. -La hermana señaló el camino del monasteriolum.

Atravesaron corriendo el claustro hasta desembocar en el patio que precedía al edificio dedicado al estudio.

– ¡Esperad! -susurró Fidelma de improviso, al tiempo que sujetaba a Eadulf y lo ocultaba entre las sombras.

En el centro del patio podían verse las figuras de Wulfric y el hermano Seaxwulf, como si esperasen a Taran, que caminaba presuroso hacia ellos.

Seaxwulf dijo algo e inmediatamente se dio la vuelta para dirigirse al monasteriolum. Fidelma reparó por primera vez en la extraña forma de andar del hermano, con la espalda curvada, en una postura que a todas luces lo mortificaba. Entonces recordó lo que les había contado la madre Abbe acerca del castigo que había infligido el abad Wilfrid a su secretario por ladrón. No pudo evitar sentir un escalofrío al imaginar las heridas que le debía de haber causado la flagelación a la que lo habían sometido.

Wulfric y el picto observaron al hermano sajón hasta verlo desaparecer por la puerta del monasteriolum. Entonces Taran metió la mano dentro de su hábito para sacar un objeto que dio a Wulfric. Éste lo miró y lo introdujo dentro de su túnica, tras lo cual dijo algo en voz baja y rió entre dientes. Después se volvió para dirigirse a paso rápido hacia la puerta lateral.

El hermano Taran lo contempló durante unos instantes con las manos apoyadas en las caderas. Luego dio media vuelta sin ninguna prisa y cruzó de nuevo el patio, en dirección al lugar en que se hallaban Fidelma y Eadulf.

En ese momento, la hermana salió de las sombras, arrastrando consigo al sajón. Al verlos, Taran se sobresaltó, e inmediatamente miró hacia atrás por encima del hombro, sin duda para comprobar que Wulfric había desaparecido. Como no vio rastro alguno de su presencia, se volvió hacia ellos y los saludó con una sonrisa confiada.

– Hace un día excelente, ¿verdad, sor Fidelma? ¿No es así, fray Eadulf? He oído que estáis llevando a cabo una investigación. De hecho, todos en la abadía hablan de ella; se ha convertido en un debate tan polémico como el propio sínodo.

La monja prefirió no responder a su intento de mostrarse amigable.

– Estábamos dando un paseo; necesitábamos alejarnos de la monotonía sombría de nuestras celdas. Como bien habéis dicho, hace un día espléndido, y nos alegramos de haberos encontrado.

– ¿Ah, sí? ¿Me estabais buscando? -preguntó el picto, poniéndose de pronto en guardia.

– Vos visitasteis el cubiculum de Étain el día de su muerte, ¿no es cierto?

El rostro de Taran mostró una fugaz sombra de sorpresa.

– Bueno…, sí -admitió-. ¿Por qué lo queréis saber? -Sonrió-. Ah, claro, ¡qué estúpido! Sí, fui a verla, pero eso fue a primera hora de la mañana.

– ¿Para qué? -inquirió Eadulf.

– Se trata de algo personal.

– ¿Personal? -La voz de Fidelma era áspera y cortante.

– Conozco… Conocía a la abadesa Étain, y pensé que debía hacerle saber que me hallaba en Streoneshalh, así como desearle suerte para el debate.

– ¿Cuándo la conocisteis? -preguntó la hermana-. No me dijisteis nada durante el viaje desde Iona.

– Vos no me lo preguntasteis -repuso Taran con aplomo-. Ya sabéis que recibí parte de mi formación en Irlanda. Estudié filosofía en Emly, y durante un tiempo tuve como profesora a la entonces hermana Étain.

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* ¡La corona que creías haber visto ha resultado estar mutilada! (N. del T.)