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– Así que también vos estudiasteis en Emly. -Fidelma levantó las cejas-. Como centro de erudición tiene fama merecida…, y al parecer todo el mundo ha estudiado en él. ¿Conocisteis allí a la hermana Gwid?

Taran parpadeó, y cuando se recobró de su asombro sacudió la cabeza.

– No, ni siquiera tenía noticia de que hubiese estudiado en Emly. ¿Por qué no me dijo nada?

– Tal vez porque no se lo preguntasteis -no pudo evitar responder Fidelma.

– ¿Conocisteis a Athelnoth en Emly? -inquirió Eadulf.

– A él sí que lo conocí. Yo estaba acabando mis estudios cuando llegó, y coincidimos allí durante un mes aproximadamente. Pero ¿habéis dicho que la hermana Gwid también estudió en Emly?

– Sólo durante un tiempo -respondió Fidelma-. Después de abandonar el centro, ¿habíais vuelto a ver a Étain?

– No, pero siempre he sentido un gran respeto por ella. Como profesora era excelente, y cuando me enteré de que se hallaba aquí no dudé en buscarla. Ni siquiera sabía que la habían nombrado abadesa de Kildare. Por eso no se me pasó por la cabeza que pudiese tener alguna relación con vos, sor Fidelma.

– ¿Cuánto tiempo estuvisteis con ella el día de su muerte? -preguntó Eadulf.

Taran apretó los labios mientras meditaba.

– No mucho, creo. Convinimos en vernos algo más tarde, pues se hallaba muy atareada preparando su discurso de apertura para el debate y no tenía tiempo para hablar.

– Ya -dijo Fidelma, tras lo cual esbozó una sonrisa-. Bueno, ya os hemos entretenido bastante.

Taran dedicó a cada uno una inclinación de cabeza y se marchó. Cuando había dado algunos pasos, la hermana lo llamó en un tono de voz suave:

– Por cierto, ¿habéis visto a Wulfric últimamente?

Taran viró en redondo, con las cejas muy juntas. Por un instante, Fidelma creyó adivinar una sombra de pánico en su expresión. Sin embargo, el fraile volvió a transformar al punto sus rasgos en una máscara que fruncía el ceño fingiendo no haber entendido.

– ¿Recordáis al repugnante jefe de clan con que nos topamos de camino a esta abadía, el mismo que alardeaba de haber enviado a la horca al monje de Lindisfarne?

El picto entornó los ojos, como si intentase discernir qué quería decir Fidelma. La hermana, por su parte, lo miraba de hito en hito, sin borrar la sonrisa de su rostro.

– Me… me parece que lo he visto por aquí.

– Es uno de los hombres de Alhfrith, si no me equivoco -añadió Eadulf, fingiendo que lo ayudaba a identificar a Wulfric.

– ¿De veras? -Taran intentaba parecer tan sólo remotamente interesado-. No, no lo he visto últimamente.

Sor Fidelma se dispuso a dar la vuelta para dirigirse al monasteriolum.

– Es un hombre malvado, pérfido, alguien con quien les recomiendo que se anden con mucho ojo -exclamó por encima del hombro mientras se alejaba.

Eadulf la siguió apretando el paso, sabedor de que Taran aún estaba parado, con la boca algo abierta y las cejas todavía juntas, observando inquieto cómo se alejaban.

– ¿Creéis que ha sido una buena idea ponerlo sobre aviso? -susurró el sajón, a pesar de que el otro ya no podía oírlos.

Fidelma soltó un suspiro, y cargándose de paciencia, contestó:

– No nos dirá la verdad; pero podemos hacerle pensar que sabemos más de lo que en realidad sabemos. A veces este método logra alarmar a la gente y empujarla a actuar con menos prudencia. Mientras tanto, veamos qué está tramando Seaxwulf.

Lo encontraron en la biblioteca, absorto en la lectura de un libro. En cuanto entraron, levantó la vista aturullado.

– ¿Cultivando vuestra mente, hermano? -inquirió fray Eadulf con sorna.

El aludido cerró de golpe el libro y se puso en pie. Daba muestras de indecisión, como si quisiese decir algo pero le avergonzase hacerlo. Al final se impuso su curiosidad.

– Quisiera saber algo sobre Irlanda, sor Fidelma: ¿es costumbre allí que los amantes se intercambien regalos? -preguntó de pronto.

Fidelma y Eadulf se miraron sorprendidos.

– Por lo que yo tengo entendido, ésa es la costumbre -repuso la hermana con aire serio-. ¿Tenéis en mente a alguien que pueda ser el destinatario de tal regalo?

El monje, con el rostro ruborizado, murmuró algo y al punto salió apresuradamente de la sombría sala de la biblioteca. Fidelma, con ademán inquisitivo, se inclinó sobre el escritorio y abrió el libro que había estado leyendo Seaxwulf. Sus labios dibujaron una sonrisa.

– Poesía amatoria griega. Me pregunto en qué andará metido el joven Seaxwulf.

Eadulf se aclaró la garganta en actitud más bien hosca.

– Creo que es hora de que vayamos a buscar a Athelnoth.

Fidelma volvió a dejar el libro en su lugar al tiempo que el bibliothecae praefectus, inquieto, se acercaba a ellos para recuperar el volumen.

– Quizá tengáis razón, Eadulf -concluyó ella.

Sin embargo, les fue imposible encontrar a Athelnoth dentro de la abadía. Eadulf preguntó al portero si había visto salir al hermano. El interpelado se mostró al momento muy comunicativo. Le informó de que, en efecto, el religioso había abandonado la abadía poco después de que la campana anunciase el ángelus de la mañana, aunque tenía previsto regresar esa misma noche. En tono de complicidad, añadió que Athelnoth había tomado un caballo del establo real, y nadie había protestado por su desaparición.

Para cuando sonó la campana que anunciaba la cena, la comida más importante del día, Athelnoth aún no había regresado. Fidelma llegó a la conclusión de que tendrían que esperar a la mañana siguiente para interrogarlo, si es que el monje cumplía su promesa de volver a la abadía.

Capítulo XIV

La hermana Fidelma se hallaba nadando en aguas cristalinas, y podía sentir sobre su cuerpo el calor de las pequeñas olas mientras se impulsaba con movimientos lánguidos. Sobre ella, del cielo zafíreo pendía el disco dorado del sol, alto y brillante, que calentaba las aguas con sus rayos. A su oído llegaba el piar de los pájaros que cantaban en el verde de los árboles que poblaban la ribera. Se sentía en paz con el mundo, satisfecha. Entonces, sintió de pronto algo que le agarraba la pierna. Pensando que se trataba de una rama que se le había enredado en el tobillo, lo agitó para zafarse. Sin embargo, cada vez se hallaba más atrapada, y sintió cómo tiraban de ella hacia abajo. La vista empezó a oscurecérsele, estaban tirando de ella hacia el fondo, lentamente, hacia abajo. Forcejeó y luchó por tomar aliento, luchó…

Se despertó empapada en sudor. Alguien tiraba de ella de forma acuciante, y ella se resistía.

Sor Athelswith, de pie ante ella, sostenía un candelero con una vela encendida. Fidelma parpadeó; le llevó unos segundos orientarse, tras los cuales levantó una mano para secarse el sudor de la cara.

– Habéis tenido pesadillas, hermana -advirtió la anciana domina en tono reprobatorio.

Sor Fidelma bostezó, y pudo ver cómo su respiración tomaba forma ante la luz vacilante. Aún estaba oscuro, y la fría atmósfera de la madrugada la hizo estremecerse.

– ¿He importunado a los demás huéspedes? -preguntó. Al darse cuenta de que la intranquila monja no podía haber entrado en su cubiculum sólo para despertarla porque estaba soñando, añadió-: ¿Qué sucede?

Se hacía difícil identificar la expresión de sor Athelswith en la penumbra.

– Debéis acompañarme de inmediato, hermana -repuso con un susurro. Su voz tensa hacía pensar que tenía algún problema en la garganta.

Con el entrecejo arrugado, Fidelma tiró de la manta y sintió el frío de la madrugada como un golpe contra su cuerpo.