– ¿Tengo tiempo de vestirme? -preguntó, mientras alcanzaba sus vestiduras.
– Será mejor que me acompañéis cuanto antes; la abadesa Hilda os está esperando, al igual que a fray Eadulf, a quien ya he mandado llamar.
La mente de Fidelma empezó a pensar lo más rápido que pudo.
– ¿Ha habido otra víctima de la peste amarilla?
– No, no ha sido precisamente la peste amarilla.
Intrigada, la hermana decidió ponerse a la carrera el hábito y el velo sobre el atuendo de noche antes de seguir a la agitada figura de sor Athelswith, que la guiaba sosteniendo la vela en alto.
Para su sorpresa, la domina no tomó el camino que llevaba a la habitación de la abadesa, sino que se dirigía en dirección al dormitorium masculino. Finalmente se detuvo ante la puerta de uno de los cubicula y, tras abrirla apartando la mirada, hizo entrar a la hermana. Nada más traspasar el umbral, Fidelma se dio cuenta de que ya había estado antes en aquella celda, en ese momento iluminada por dos velas.
La primera persona a la que vio fue el hermano Eadulf, desaliñado, con el pelo alborotado y una expresión de sorpresa adormecida en el rostro. Detrás de él se hallaba la figura adusta de la abadesa, con las manos cruzadas ante sus vestiduras y la cabeza gacha.
– ¿Qué sucede? -inquirió Fidelma al tiempo que entraba en el habitáculo.
Eadulf se limitó a cerrar la puerta con la punta de su sandalia, y señalar con un gesto su parte de detrás. Al darse la vuelta, la hermana no pudo evitar que se le abriese la boca. Allí, en la pared de al lado de la puerta, se hallaba el cuerpo de Athelnoth, colgado de las perchas destinadas a sostener su ropa y su zurrón. Por eso le había resultado familiar el cubiculum: era el de Athelnoth.
Fidelma dio un paso atrás, y entrecerró los párpados en un intento de dominar su sorpresa. Athelnoth llevaba puestas las prendas de dormir; tenía el recio cordón de su hábito enrollado alrededor del cuello, y uno de sus extremos estaba atado a una de las perchas de madera de la pared, a unos dos metros de altura. Los dedos de sus pies descalzos rozaban ligeramente el suelo, sin hacer apenas contacto con él. A su lado yacía volcado un pequeño escabel. El rostro de Athelnoth se había ennegrecido, y la lengua asomaba por su boca.
– Un suicidio, aquí en Streoneshalh. -Fue la abadesa la que rompió el silencio, en un tono horrorizado a la vez que reprobatorio.
– ¿Cuándo lo habéis descubierto? -preguntó Fidelma con voz calmada.
– Hace una media hora -repuso Eadulf-. Al parecer regresó a la abadía ya de noche. Habréis notado que la clepsidra, el reloj de agua que con tanto esmero vigila la buena domina, se halla al final del pasillo en que está situada esta celda. Sor Athelswith se dirigía a ponerlo en hora cuando oyó un ruido proveniente de aquí. Sin duda se trataba del escabel, al que el hermano debía de haber dado una patada. Oyó otros sonidos extraños, que con toda seguridad correspondían a la agonía de este pobre diablo. Llamó a la puerta para preguntar qué sucedía, y al no recibir respuesta alguna, la abrió. Entonces se encontró con el cuerpo de Athelnoth tal como lo veis ahora. Inmediatamente se dirigió a la abadesa Hilda, y la madre abadesa pensó que se nos debía informar enseguida.
La aludida confirmó el testimonio del hermano con un ligero movimiento de cabeza.
– Por lo que tengo entendido, interrogasteis a Athelnoth acerca del asesinato de la abadesa Étain. Fray Eadulf me ha asegurado que teníais la intención de hablar de nuevo con él, pues se hallaba bajo seria sospecha. El hermano afirma que Athelnoth os mintió.
La hermana Fidelma asintió con un gesto ausente, tras lo cual se volvió hacia el ahorcado. Tomó una vela de encima de la mesa y la levantó con el fin de ver el cadáver con más claridad. Sus ojos glaucos lo examinaron de cerca y luego se fijaron en el escabel de tres patas. Fidelma dio un paso adelante, lo recogió y lo colocó cerca del cuerpo, tras lo cual se subió en él con cierta precaución. Desde esa altura observó la nuca del difunto. Cuando bajó del taburete quedó pensativa durante unos instantes, con los labios comprimidos, antes de dirigirse a Hilda.
– Madre abadesa, ¿os importaría que os informásemos de lo que sabemos más tarde? Sospecho que esta muerte tiene que ver, en efecto, con el asesinato de la abadesa Étain; pero aún debemos determinar hasta qué punto están relacionados ambos sucesos.
Hilda vaciló, miró a Eadulf, frunció el entrecejo y finalmente asintió.
– Muy bien, pero debéis apresuraros a buscar una respuesta a este misterio. Hay demasiadas cosas en juego.
Sor Fidelma guardó silencio hasta que la abadesa hubo salido de la habitación. Entonces se encontró con el rostro de Eadulf, que la miraba lleno de curiosidad.
– La conclusión es obvia, hermana -se atrevió a decir-. Teníamos razón al pensar que Athelnoth asesinó a Étain como consecuencia de que la abadesa rechazase sus proposiciones licenciosas. Después de que lo interrogásemos, sabedor de que lo habíamos descubierto, no pudo soportar los remordimientos y decidió quitarse la vida.
La monja observó el cadáver con los labios fruncidos.
– Parece obvio -repuso después de un breve lapso de tiempo. Entonces dio un paso en dirección a la puerta de la celda y la abrió.
Sor Athelswith esperaba fuera.
– Decidme, hermana: ¿dónde os hallabais exactamente cuando oísteis el ruido procedente de esta celda?
La anciana domina balanceó la cabeza.
– Me encontraba al final del pasillo, comprobando el mecanismo de la clepsidra.
– Y desde que lo oísteis hasta que visteis el cuerpo, ¿perdisteis de vista en algún momento la puerta de este cubiculum?
La monja arrugó el sobrecejo mientras hacía un esfuerzo por entender la pregunta.
– Cuando oí el ruido permanecí inmóvil intentando discernir de dónde provenía. Me llevó unos momentos localizar la celda; entonces recorrí el pasillo a paso lento, y fue mientras me acercaba cuando oí el segundo ruido. Entonces llamé a la puerta y pregunté: «¿Ocurre algo?». No hubo ninguna respuesta, así que entré.
Fidelma parecía pensativa.
– Ya; así que durante todo ese tiempo pudisteis ver la puerta continuamente.
– Sí.
– Gracias. Podéis seguir con vuestras tareas si lo deseáis. Si os necesitamos, sabremos localizaros.
Sor Athelswith movió de nuevo la cabeza y desapareció. Eadulf aún se hallaba en la misma posición, con las cejas muy juntas en ademán perplejo. Fidelma lo ignoró; se situó tras la puerta cerrada y se dispuso a inspeccionar el cubiculum.
Era igual que el resto de alojamientos: una celda estrecha y diminuta, amueblada con un catre pequeño de madera; la forma de la almohada y las mantas revueltas indicaban que el religioso había estado durmiendo. También había una mesa y el escabel. La hermana recorrió la habitación con la mirada; la ventana no era más que una pequeña abertura con rejas a unos dos metros del suelo.
Mientras Eadulf la observaba con perplejidad, Fidelma se puso repentinamente de rodillas y miró bajo la cama de madera. Había allí un espacio de más o menos medio metro. La hermana extendió el brazo, cogió una de las velas y la acercó al suelo. Había polvo debajo del catre, pero no estaba intacto, y en algunas partes podían apreciarse manchas de sangre. Levantó la vista con una sonrisa triunfal.
– No es del todo negativo que el albergue de sor Athelswith adolezca de cierto desaseo. Deberíamos agradecer el hábito que tienen nuestras hermanas de no barrer bajo los lechos.
– No os entiendo -respondió Eadulf-. ¿Hay polvo? ¿Y por qué vamos a ser afortunados por eso?
Pero Fidelma se hallaba ya examinando algo más: una astilla que sobresalía de una de las patas del catre, en la que se habían quedado adheridas algunas hebras de lana ordinaria.