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Se puso en pie tras soltar un suspiro.

– ¿Y bien? -inquirió Eadulf.

Fidelma le sonrió.

– ¿Qué podéis deducir de este lugar?

El hermano se encogió de hombros.

– Como ya os he dicho, es evidente que Athelnoth se ha suicidado, acosado por los remordimientos, tras saber que lo habíamos descubierto.

Fidelma sacudió la cabeza para expresar su desacuerdo.

– ¿No os parece extraño que Athelnoth no hubiese mostrado signo alguno de remordimiento cuando habló con nosotros anteayer?

– No; se trata de un sentimiento cuya gestación bien puede ser larga.

– Cierto, pero ¿tampoco os parece extraño que el hermano saliese de la abadía ayer por la mañana para no volver hasta ya entrada la noche? ¿Adónde fue? ¿Con qué intención? Luego, una vez logrado su objetivo, regresa a la abadía, lo prepara todo para acostarse y se va a la cama (pues, como habréis observado, alguien ha dormido en el catre). Antes de que amanezca se levanta, y en ese momento el remordimiento lo atenaza hasta tal punto que decide quitarse la vida. ¿Es eso lo que pensáis?

Eadulf torció el gesto en actitud defensiva.

– Reconozco que hay algo extraño en todo esto; me encantaría saber adónde fue. Pero el resto encaja perfectamente: los remordimientos son impredecibles, y pueden cambiar el destino de una persona de la manera más sorprendente.

– Pero nunca harán que una persona se golpee a sí misma en la nuca antes de ahorcarse.

El hermano la miró con ojos asombrados. Fidelma, sin alterarse, le ofreció la vela.

– Comprobadlo vos mismo.

El monje sajón se dio la vuelta y subió al taburete, que estaba donde lo había dejado la hermana. Entonces levantó la vela y pudo ver la mancha oscura que mostraba la nuca del ahorcado, y su pelo enredado a causa de la sangre.

– Esto no es ninguna prueba -afirmó con un gruñido displicente-. Mientras agonizaba pudo haberse golpeado la cabeza contra la pared.

– En ese caso, también habría sangre en el muro. ¿Dónde está?

Eadulf echó un vistazo, pero no logró encontrar ninguna mancha. Entonces se volvió perplejo hacia la hermana.

– ¿Estáis diciendo que alguien lo golpeó en la nuca y luego lo dejó en esta posición para que se asfixiase?

– Debieron de usar una estaca o algo parecido.

– ¿Estáis diciendo que lo han asesinado y lo han dispuesto todo de manera que parezca un suicidio?

– Sí, eso es precisamente lo que pienso.

– Pero ¿cómo?

– Quien cometió el crimen entró a la celda, golpeó al hermano en la cabeza y se las arregló para colgarlo de la percha mientras aún estaba inconsciente.

– ¿Y luego se fue, tan tranquilo?

– O tan tranquila -puntualizó Fidelma.

Eadulf descendió del escabel e hizo una mueca muy poco alegre.

– Habéis olvidado una cosa, hermana: aquí no hay donde esconderse, y sor Athelswith se hallaba en el pasillo cuando oyó los ruidos provocados por Athelnoth. No perdió la puerta de vista en ningún momento, y asegura que en ese tiempo no salió nadie de este cubiculum.

Fidelma respondió al tono sarcástico del hermano con un gesto de desdén.

– Por supuesto que no he olvidado ese hecho. Sor Athelswith oyó en efecto lo que sucedía en el interior de esta celda, y llamó a la puerta para preguntar qué estaba ocurriendo. Eso alertó al asesino, que recogió la estaca y se escondió en el único lugar disponible: debajo del catre. Algunas hebras del atuendo del agresor quedaron adheridas a la pata astillada del lecho, y de la estaca cayeron algunas gotas de sangre. Podéis constatarlo vos mismo. Cuando entró la hermana Athelswith en la habitación sólo se fijó, por supuesto, en el cadáver de Athelnoth. Inmediatamente después salió corriendo en busca de la abadesa Hilda, lo que permitió al asesino escapar sin ningún problema.

Eadulf sintió cómo sus mejillas se ruborizaban. A Fidelma cualquier deducción le resultaba sencilla.

– Os pido disculpas -repuso lentamente-. Pensaba que mis ojos estaban acostumbrados a desvelar enigmas como éste.

– No tiene importancia. -La hermana no pudo evitar sentir cierta culpabilidad ante la expresión desconsolada del fraile-. Lo más importante es que la verdad salga a la luz.

– ¿Podemos obtener alguna información de los restos de tejido? -preguntó Eadulf de forma apresurada.

– No demasiada, por desgracia. Pertenecen a una tela bastante común; podrían ser de cualquiera. Sin embargo, quizá podamos encontrarnos con alguien que luzca en sus vestiduras un roto o manchas de polvo que puedan ayudarnos a identificarlo.

El fraile se frotó el caballete de la nariz.

– Pero lo que aún no sabemos es qué interés podía tener el asesino en matar a Athelnoth.

– Tal vez sabía algo que podría incriminar a quien mató a Étain… o el asesino pensaba que sabía algo, y lo mató para impedir que nos lo contase. -Después de vacilar un instante, observó decidida-: Será mejor que informemos a la madre abadesa de que aún nos queda mucho que investigar de este asunto.

La abadesa Hilda los saludó con una inusitada sonrisa de satisfacción.

– El rey Oswio se alegrará de vuestra labor -afirmó al tiempo que les señalaba dos asientos situados ante las brasas de turba que ardían en la chimenea.

Sor Fidelma lanzó a Eadulf una mirada elocuente.

– ¿Nuestra labor?

– Por supuesto -siguió diciendo complacida-. Al fin se ha resuelto el misterio. Athelnoth, el muy miserable, mató a la abadesa Étain y, acosado por los remordimientos, anoche acabó por quitarse la vida. Y su móvil no era otro que el deseo carnal, por lo que no es necesario buscar implicaciones políticas o eclesiales. Eso es lo que me dijo fray Eadulf.

El hermano se puso rojo de vergüenza.

– Cuando os aseguré tal cosa, madre abadesa, había pasado por alto algún que otro hecho relevante.

Fidelma decidió dejar que el monje sajón saliese solo del aprieto en que se había metido. Las cejas de Hilda, mientras tanto, dibujaban una expresión de evidente disgusto.

– ¿Estáis diciéndome que cometisteis un error al asegurarme que el caso estaba resuelto?

Eadulf asintió con gesto apocado. La abadesa encajó la mandíbula con tanta fuerza que Fidelma se estremeció al oír los dientes entrechocar.

– Y ahora, ¿estáis cometiendo otro error? -quiso saber.

El fraile miraba desesperado a la hermana, que finalmente sintió lástima por él.

– Madre abadesa, el hermano Eadulf no conocía todos los hechos. La muerte de Athelnoth no ha sido más que otro asesinato, y la persona que lo ha cometido aún anda suelta por la abadía.

Hilda cerró los ojos, incapaz de reprimir un gemido ligero que salió de sus labios apretados.

– ¿Qué voy a decirle a Oswio? Hoy se cumplen tres días de debate, y las dos facciones empiezan a profesarse una inquina cada vez más fuerte. Ya ha habido al menos tres reyertas entre hermanos de Columba y de Roma. Fuera de la abadía, los rumores se propagan por todas partes como incendios en un bosque. Todos corremos el riesgo de abrasarnos en ellos. ¿Os dais cuenta de la importancia de este debate?

– Por supuesto, madre abadesa -repuso firmemente Fidelma-, pero no nos hará ningún bien inventar una conclusión tan alejada de la verdad.

– ¡Quieran los Cielos concederme paciencia! -espetó Hilda-. Me estoy refiriendo a una guerra civil que partiría en dos el país. -Mostraba un rostro cansado.

– Sé muy bien cuál es la situación -le aseguró Fidelma, que empezaba a compadecerse de la carga que debía de estar soportando la abadesa-. Pero la verdad debe prevalecer sobre todo eso.

– Pero ¿qué le digo a Oswio? -repitió Hilda casi implorando.

– Decidle que la investigación no ha acabado -contestó Fidelma-. En cuanto haya alguna novedad, seréis los primeros en conocerla.

Capítulo XV

Cuando Fidelma y Eadulf salieron de la cámara de la abadesa empezó a sonar la campana que anunciaba el inicio del ientaculum. La hermana cayó en la cuenta entonces de que tenía la boca seca y estaba hambrienta, pero cuando se disponía a dirigirse al refectorio el fraile la retuvo sujetándola del brazo.