Al final de un túnel largo y oscuro, Fidelma oyó un ligero gemido. Parpadeó e intentó distinguir algo en la penumbra. Finalmente el pasadizo desapareció y se hizo la luz; entonces se dio cuenta de que era ella quien gemía.
Ante ella pudo ver el rostro angustiado de fray Eadulf.
– ¿Fidelma? ¿Cómo estáis?
Volvió a parpadear, y entonces todo se hizo más nítido. Supo que se hallaba tumbada en el catre de su propia celda. Por encima del hombro del monje sajón asomaba el rostro gris e inquieto de la anciana domina, que la miraba preocupada.
– Creo que bien -dijo tristemente. Tenía la boca seca-. ¿Puedo beber agua?
Sor Athelswith se inclinó y le puso una taza de loza entre las manos. El agua estaba fría y resultó refrescante.
– Me he caído -dijo la hermana al tiempo que devolvía la taza, aunque en ese mismo instante se dio cuenta de que no era precisamente un comentario muy inteligente.
Eadulf sonrió aliviado.
– Sí, al parecer habéis resbalado de un taburete en la apotheca. ¿Qué diantre estabais haciendo allí?
El recuerdo volvió de súbito a su mente; hizo un esfuerzo por incorporarse. La habían colocado en el lecho vestida por completo. Le dolía la nuca.
– ¡Seaxwulf!
Eadulf frunció el sobrecejo sin entender.
– ¿Qué tiene él que ver en esto? -preguntó exaltado-. ¿Os ha agredido?
Fidelma lo miró extrañada, y tras unos instantes repuso:
– ¿Lo habéis visto?
Eadulf sacudió la cabeza, con la frente aún arrugada.
– La buena hermana parece turbada -musitó sor Athelswith.
Fidelma se inclinó hasta tomar la mano del fraile.
– Han asesinado a Seaxwulf. ¿No lo habéis visto? -insistió.
El hermano volvió a sacudir la cabeza, sin apartar su mirada de la de ella. Sor Athelswith se llevó las manos a la boca con la intención de ahogar un grito. Fidelma intentó levantarse del catre, pero Eadulf se lo impidió.
– Debéis tener cuidado, quizás habéis sufrido lesiones.
– Estoy bien -replicó irritada-. ¿Cómo me habéis encontrado?
La respuesta la proporcionó sor Athelswith:
– Un miembro del personal de cocinas oyó un grito procedente de los sótanos y bajó a ver qué sucedía. Os encontró boca arriba al lado de un barril de vino. Mandó buscarme y hice buscar a Eadulf, que os ha traído hasta aquí.
Fidelma volvió a mirar al fraile.
– ¿Mirasteis dentro del barril que había a mi lado?
– No. No os entiendo.
– En ese caso, volved allí y hacedlo. Han asesinado a Seaxwulf y lo han abandonado en el tonel.
Sin decir nada más, Eadulf se levantó y salió del habitáculo. Fidelma, irritada, hizo un gesto a la metomentodo sor Athelswith para que se retirara, se levantó y se dirigió hacia la mesa, donde habían colocado una jofaina y una jarra de agua. Allí se refrescó la cara. Sentía unas intensas punzadas en la cabeza.
– No hace falta que esperéis, hermana -declaró al ver que la monja se hallaba aún al lado de la puerta-. Y no mencionéis una palabra de esto hasta que os lo digamos; más tarde os daré información más detallada.
La domina salió de la celda sorbiéndose la nariz para dar a entender que había sido herida en su orgullo. Fidelma se mantuvo en pie durante un momento, pero al ver que todo se le hacía borroso de nuevo volvió a sentarse bruscamente y empezó a masajearse las sienes con la punta de los dedos.
Eadulf regresó poco después, sin aliento después de haber estado corriendo.
– ¿Qué? -le preguntó Fidelma antes de darle tiempo a abrir la boca-. ¿Habéis visto el cadáver?
– No. -El fraile sacudió la cabeza-. En el barril no hay cadáver alguno.
Fidelma levantó la cabeza con un movimiento repentino para mirarlo.
– ¿Cómo?
– He mirado en todos los barriles, y en ninguno lo he encontrado.
La hermana volvió a ponerse de pie, con los labios apretados y, al parecer, ningún síntoma de vértigo.
– Yo lo vi. Estoy convencida de que lo ahogaron en el vino. ¡Yo lo vi!
Eadulf le dedicó una sonrisa tranquilizadora.
– Os creo, hermana. Alguien debe de haberlo sacado de allí después de que os trajésemos aquí.
Fidelma lanzó un suspiro.
– Sí, quizás ha sido eso.
– Lo mejor será que me contéis exactamente qué es lo que ha ocurrido.
La hermana se sentó en el lecho, al tiempo que se frotaba la frente con las manos para aliviar las punzadas que volvía a sentir.
– Os dije que anduvieseis con cautela -la reprendió-. ¿Os duele la cabeza?
– Sí -gruñó sulfurada-. ¿Qué esperáis, después de una caída como la que he sufrido?
El fraile sonrió con comprensión.
– No os preocupéis, iré a la cocina para prepararos un bebedizo que os ayudará.
– ¿Un bebedizo? ¿Otro de los tósigos que decís haber aprendido a preparar en Tuaim Brecain? -gimió.
– Se trata de un remedio a base de hierbas -le aseguró con una sonrisa-. Una mezcla de salvia y trébol rojo. Si os lo bebéis, aliviará el dolor de vuestra cabeza, aunque no creo que vuestro caso sea tan grave, a juzgar por la vitalidad con que protestáis.
Y diciendo esto se marchó para regresar poco después, antes casi de que ella se diese cuenta.
– La tisana no tardará en llegar. Mientras tanto, contadme qué sucedió.
Así lo hizo la hermana, sin circunloquios ni adornos retóricos.
– Debisteis haberme informado de vuestra cita secreta antes de poneros a fisgonear por los sótanos -la amonestó.
Entonces llamaron a la puerta, y una hermana entró con una taza humeante.
– ¡Ah!, la infusión. -Eadulf sonrió-. Quizá su sabor no os resulte agradable, hermana; pero os garantizo que sanará vuestro dolor de cabeza.
Fidelma dio un sorbo al repulsivo bebedizo, y su sabor le hizo torcer el gesto.
– Será mejor que os lo traguéis lo más rápido que podáis -le aconsejó el fraile.
Fidelma hizo un mohín, pero siguió su consejo: cerró los ojos y se lo bebió de un solo trago.
– Tiene un sabor horrible -observó al tiempo que dejaba la taza en la mesa-. Se diría que disfrutáis haciéndome ingerir vuestros nocivos brebajes.
– En nuestra lengua solemos decir que las buenas curas, cuanto más amargas, más seguras -repuso él complacido-. Bueno, ¿dónde nos habíamos…?
– Seaxwulf. Según decís, se han llevado el cuerpo, pero ¿por qué? ¿Para qué querrían matarlo y luego tomarse tantas molestias con el propósito de ocultar su cadáver?
– Está claro que lo asesinaron para evitar que hablase con vos.
– ¿Y qué secreto iría a confiarme? ¿Qué podía ser tan importante para concertar una reunión a escondidas… y para que alguien acabara asesinándolo?
– Quizás el monje conocía la identidad del asesino que buscamos.
Fidelma se sentó en el catre y apretó los dientes con rabia.
– Ya ha habido tres crímenes, tres, y aún estamos tan cerca de resolverlos como al principio.
Eadulf meneó la cabeza.
– No estoy de acuerdo, hermana -observó vehemente.
Fidelma levantó la vista sorprendida.
– ¿Qué queréis decir?
– Si no nos hubiésemos acercado a la solución, sólo habría habido un asesinato: los otros dos se han cometido para evitar que descubramos al asesino. Hemos debido de estar a punto de llegar al final, y eso lo ha obligado a actuar antes de que lo consiguiéramos.
Fidelma se paró a reflexionar.
– Tenéis razón, tal vez es mucho más fácil de lo que pensamos. Tenéis toda la razón, Eadulf.
El aludido esbozó una sonrisa afligida.
– También he descubierto que no todo era mentira en la historia del broche que nos contó Athelnoth.
– ¿Cómo?
Eadulf extendió una mano y en la palma apareció un pequeño broche de plata. Se trataba de un objeto de factura exquisita, adornado con motivos circulares y espirales resaltados con esmalte y piedras semipreciosas. La hermana lo cogió y lo sostuvo en alto, dándole vueltas entre sus dedos.