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– Parece claro que proviene del taller de un artesano irlandés -afirmó-. ¿Dónde lo habéis encontrado?

– Cuando el hermano Edgar, el médico, desnudó el cadáver de Athelnoth para hacerle la autopsia, encontramos un pequeño monedero que llevaba pegado al cuerpo con una correa de cuero. Dentro no había nada a excepción del broche. ¡Ah!, y un trozo de vitela con caracteres griegos.

– ¿A ver?

Eadulf se lo dio, algo incómodo.

– Mis conocimientos de griego no me han permitido descifrarlo por completo.

Los ojos de Fidelma se iluminaron.

– Se trata de un poema amoroso, breve y sencillo:

Amor ha agitado mi corazón como a los robles el viento montano.

Dejó escapar un suave suspiro.

– Cada vez que creemos haber resuelto el misterio, éste no hace más que volverse más oscuro.

– No os entiendo. Seguro que no es una adivinanza tan complicada: éste debe de ser el broche que perdió Étain y que Athelnoth pensaba devolverle, aunque no lo encontró cuando nos condujo a su cubiculum con la intención de mostrárnoslo. También parece obvio que estaba escribiéndole un poema de amor a Étain, con el que pretendía ganarse su favor, como señaló la hermana Gwid.

Fidelma le dirigió una mirada de preocupación.

– Si éste es el broche de Étain y Athelnoth tenía la intención de devolvérselo, ¿por qué lo llevaba en un lugar tan resguardado, y junto a un poema de amor? Tal vez lo tenía ahí incluso cuando fingía buscarlo delante de nosotros. En tal caso, sí que estaba mintiendo, pero ¿por qué?

Eadulf sonrió.

– Porque en efecto se había encaprichado con la abadesa. El poema estaba destinado a ella, y probablemente quería conservar el broche de recuerdo. La gente acaba enamorándose de los objetos que pertenecen a la persona amada; en ocasiones descarga su pasión en las cosas.

Los ojos de Fidelma se encendieron.

– ¡Un recuerdo! ¡Qué idiota he sido! Creo que nos habéis acercado a la verdad.

Eadulf la observó desconcertado, sin saber a ciencia cierta si se estaba burlando de él o no.

– Seaxwulf estaba leyendo poesía amatoria griega en la biblioteca la otra noche, y nos preguntó si los amantes solían intercambiarse regalos. ¿Lo veis claro ahora?

El fraile estaba completamente atónito.

– No sé en qué nos puede ayudar este dato. ¿Estáis diciendo que fue Seaxwulf quien mató a Athelnoth?

– ¿Para después ahogarse a sí mismo en un tonel de vino? ¡Usad la cabeza, Eadulf!

Tras proferir una exclamación exasperada, Fidelma se levantó de repente, lo que la hizo tambalearse ligeramente. El fraile, preocupado, la tomó del brazo, y durante unos segundos esperaron a que se recuperase del súbito mareo. Entonces la hermana echó a andar hecha un saco de nervios.

– Bajemos a la apotheca para examinar el barril del que ha desaparecido nuestro tercer cadáver. Hay algo que Seaxwulf debía de llevar y que quizás encontremos allí.

– ¿Cómo estáis? -preguntó el monje con cierta angustia.

– Muy bien -respondió ella. Entonces se detuvo, y en su rostro asomó una sonrisa-. Claro que estoy bien -insistió, con voz algo más suave-. Teníais razón: vuestro preparado era repugnante, pero ya no me duele la cabeza. Tenéis talento, Eadulf; seríais un buen boticario.

Capítulo XVI

Eadulf la condujo a la bodega por el camino más corto, a través de un pasadizo con escaleras que partía de las cocinas. De haberlo conocido, Fidelma se habría ahorrado un tiempo considerable en lugar de haberse visto obligada a atravesar las oscuras catacumbas. La hermana contuvo el aliento cuando atravesaron las cocinas y su eterno hedor, en el que dominaba el olor a hierbas y col hervida en descomposición. Dichas emanaciones los siguieron mientras bajaban la escalera de caracol que conducía a los sótanos.

Fidelma fue directamente hacia el barril y buscó el taburete que había usado la otra vez para asomarse al interior. Le llevó unos instantes subirse a él con cuidado, mientras Eadulf la observaba nervioso, sujetando en alto una lámpara de aceite que proporcionaba mucha más luz que la vela.

En esta ocasión, lo más funesto que había dentro era el líquido oscuro del vino. La hermana se inclinó hacia delante para ampliar su campo de visión, pero no pudo ver nada más que una turbia superficie carmesí. Entonces echó un vistazo a su alrededor hasta dar con una pértiga que se hallaba a pocos metros y que imaginó debía de servir para medir el líquido de los toneles, pues tenía grabada una serie de marcas. La tomó y, tras introducirla en el barril, tanteó con ella el líquido por si el cuerpo se encontraba en el fondo.

Pero la pértiga no topó con nada; nada había en el tonel que no debiera estar allí. Sintió un leve mareo provocado por los vapores del vino, así que bajó del escabel y caminó alrededor del tonel. Se detuvo para palpar la superficie de madera de roble, y pudo percibir que había una parte húmeda. Olió la punta de sus dedos: el aroma del vino era inconfundible.

– Iluminad el suelo -ordenó a Eadulf.

El fraile obedeció; el suelo estaba mojado y mostraba señales de que habían arrastrado algo por su superficie.

– Nuestro amigo sacó el cadáver del barril y lo llevó… hacia allí. Vamos.

Se puso en marcha con gran decisión, siguiendo las reveladoras huellas del suelo de piedra. Eadulf la siguió. Había dos marcas paralelas sobre el polvo, y de vez en cuando podían observarse pequeños charcos. Todo parecía indicar que quien se había llevado el cadáver lo había asido por los brazos, de tal manera que los pies habían dejado un surco en el pavimento.

El rastro los llevó hasta un pasadizo que conducía al exterior del hypogeum. Estaba excavado en la roca arenisca original, y se estrechaba hasta tal punto que no dejaba espacio para más de dos personas juntas. Fidelma hizo ademán de introducirse en él, pero, ante su sorpresa, Eadulf la sujetó por el brazo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó.

– Según tengo entendido, estamos ante la entrada del más popular de los defectora masculinos, hermana -repuso el fraile; la hermana pudo ver cómo se ruborizaba incluso bajo la deficiente luz de la lámpara.

– ¿Un evacuatorio?

Eadulf asintió con un gesto. La hermana tomó aire y volvió a entrar en el túnel.

– Por desgracia, el pudor es ahora un lujo que ni los hermanos ni yo podemos permitirnos. Ésta es la dirección que siguió el asesino con el cadáver de Seaxwulf.

Resignado, Eadulf la siguió en su apresurado caminar a través del estrecho pasadizo excavado en la roca.

Daba la impresión de ser interminable. Pasado un rato, Fidelma se detuvo, y aguzó el oído con el fin de examinar el ruido discordante que habían captado sus sentidos.

– ¿Qué es eso?

Eadulf arrugó el ceño.

– ¿Un trueno?

El tenue sonido que reverberaba en el pasadizo parecía, en efecto, el rugido de un trueno distante.

– Los truenos no son tan regulares ni tan persistentes -observó la hermana, tras lo cual echó a andar de nuevo.

La leve brisa que los había acompañado en su recorrido por los sótanos de la abadía y también por el túnel empezó a hacerse más fría y penetrante a medida que avanzaban. Al doblar una esquina del túnel de factura humana los golpeó una repentina ráfaga de aire frío y húmedo, que hizo que la lámpara parpadease y se apagara inmediatamente después. Entonces les llegó el abrumador olor del mar: el aroma característico de la sal acompañado del de las algas.

– Debemos de hallarnos cerca de la costa -apuntó Fidelma, que tuvo que elevar la voz para que la oyera Eadulf-. ¿Podéis encender la lámpara?