– Imagino que todo el mundo tendrá noticia del defectorum masculino que da al mar, ¿verdad? -La pregunta iba destinada a la domina, que abrió las manos con gesto aturdido.
– Por lo que yo sé, todos los que viven en esta abadía. Su existencia no es ningún secreto.
– ¿Y qué me decís de los que visitan la abadía? -insistió-. Yo, por ejemplo, no lo conocía.
– Es cierto -asintió la anciana-, tal información sólo suelen recibirla los invitados masculinos, pues es solamente para hombres. A nuestros hermanos les parece más discreto que el defectorum que se halla tras el patio del monasteriolum.
– Entiendo. Pero, en ese caso, ¿qué sucede si una hermana que deambule por allí se introduce en él por accidente? Al fin y al cabo, en la entrada no hay indicación alguna.
– La mayoría de las hermanas hace uso del edificio que se encuentra al otro lado del monasteriolum. No tienen ninguna necesidad de entrar en el hypogeum a no ser que trabajen en las cocinas. Y las que trabajan allí saben de su existencia. Por lo tanto, no hay ninguna necesidad de colocar una indicación en el túnel.
La hermana Fidelma volvió a entregarse a sus reflexiones, y se dio la vuelta maquinalmente para seguir a Eadulf hasta el sacrarium.
La atmósfera del sínodo se había vuelto muy tensa, y la abadesa Hilda se hallaba de pie, dirigiéndose a los bancos repletos de religiosos.
– Queridos hermanos en Cristo -estaba diciendo en el momento en que Eadulf y Fidelma entraron en silencio por la puerta situada tras los bancos abarrotados de los representantes de la Iglesia de Columba-, ha llegado el turno de presentar las alegaciones finales.
Colmán se levantó, tan brusco como siempre. Había elegido ser el primero en hablar, lo que a Fidelma le pareció una decisión imprudente, pues la audiencia siempre escucha al que habla en último lugar.
– Hermanos, en el transcurso de estos días habéis tenido oportunidad de oír por qué razón nosotros, los seguidores de Columba, mantenemos nuestras propias costumbres en lo que respecta a la fecha de la Pascua. Nuestra Iglesia respeta en esto la autoridad de san Juan el Divino, hijo de Zebedeo, que abandonó el mar de Galilea para seguir al Mesías. Fue él el discípulo más amado de Cristo, el que descansó en su pecho durante la última cena. Y Jesús no lo abandonó; cuando el Hijo del Dios verdadero expiraba en la cruz, tuvo fuerza suficiente para confiarle a él, a san Juan, el cuidado de su Madre, la santísima Virgen María.
»Fue ese mismo Juan quien corrió, seguido de Pedro, a la tumba del Señor la mañana de su divina resurrección, y al verla vacía, él fue el primero en creer y, desde allí, el primero en ver al Señor resucitado en el Tiberíades. San Juan fue el bendecido por Cristo.
»Cuando el Salvador confió a san Juan el cuidado de su Madre y su familia, le asignó asimismo la labor de cuidar de su Iglesia. Por esa razón nosotros aceptamos las prácticas de san Juan, por esa razón es él nuestro camino hacia Cristo.
Dicho esto, Colmán volvió a tomar asiento en medio de un manso aplauso proveniente de los bancos donde se hallaban los seguidores de Columba. Wilfrid se puso en pie, con aire satisfecho y una sonrisa asomando a los labios.
– Hemos oído a los representantes de Columba citar al apóstol san Juan como la autoridad suprema de la que depende su doctrina. O quizá sea más acertado decir «de la que pende», debido a su escasa consistencia.
De los bancos de Columba surgió un murmullo de rabia. La abadesa Hilda hizo un gesto con la mano para restablecer el silencio.
– Debemos mostrar a Wilfrid de Ripon el mismo respeto que hemos mostrado a Colmán, obispo de Northumbria -los reprendió con voz suave.
Wilfrid sonreía abiertamente, como un cazador que tiene a su presa a la vista.
– La fecha pascual que observamos los seguidores de Roma es la que celebran todos los que habitan dicha ciudad, la ciudad en la que vivieron los santos apóstoles Pablo y Pedro, y en la que enseñaron, sufrieron y recibieron sepultura. La nuestra es una costumbre de uso común en Italia, la Galia, el reino franco e Iberia, tierras que he tenido la oportunidad de conocer y donde he estudiado y predicado. En cualquier parte del mundo, naciones que poseen lenguas diferentes siguen la misma costumbre y la siguen al mismo tiempo. ¡Estas gentes constituyen la única excepción! -Apuntó con decisión a los bancos de la Iglesia de Columba-. Me refiero a los irlandeses, pictos y britanos, y a aquellos de nuestro pueblo que han decidido seguir su falsa doctrina. La única disculpa que tienen por tal ignorancia es que proceden de las dos islas más remotas del océano Occidental, y tan sólo de partes de ellas. Debido a su lejanía, permanecen aisladas del conocimiento verdadero y se hallan envueltas en una lucha constante frente al resto del mundo. Puede que sean santos, pero también son pocos, demasiado pocos para pretender imponerse a la Iglesia universal de Cristo.
Colmán se levantó, rojo de ira.
– ¡Eso no son más que evasivas, Wilfrid de Ripon! Yo he justificado a la Iglesia de Columba mediante la autoridad de san Juan el Divino. Haced vos lo mismo, o guardad silencio.
El murmullo de un aplauso llenó la sala.
– Muy bien. Roma exige obediencia por parte de toda la cristiandad porque fue precisamente Roma la ciudad en la que Simón, hijo de Jonás y discípulo de Cristo, decidió fundar su Iglesia. Se trata del mismo Simón al que nosotros llamamos Pedro y al que Jesús llamó Petros, «piedra». En Roma predicó san Pedro, en Roma sufrió persecución y en Roma murió como mártir. La autoridad de ese san Pedro es la que seguimos nosotros, y para justificar mis argumentos leeré un fragmento del Evangelio según san Mateo.
Se volvió para recoger el libro que le tendía Wighard, tras lo cual lo abrió por la página señalada y comenzó a leer:
– «Replicando Jesús le dijo: "Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del reino de los Cielos…".»
Hizo una pausa para mirar a su alrededor.
– ¡Nuestra autoridad deriva de san Pedro, que posee las llaves de la puerta del mismo reino de los Cielos! -Wilfrid tomó asiento, alentado por un entusiasta aplauso de sus seguidores.
Una vez extinguidos los aplausos, volvió a hacerse el silencio en la sala. Entonces Eadulf llamó la atención de Fidelma y señaló al estrado, de donde la madre Abbe se acababa de levantar para salir apresuradamente del sacrarium.
De nuevo todos los ojos se posaron en la abadesa Hilda, que había vuelto a ponerse en pie.
– Hermanos en Cristo, las alegaciones finales han sido presentadas. Ahora es a nuestro señor soberano, el rey Oswio, bretwalda de todos los reinos por la gracia de Dios, a quien corresponde dar a conocer su decisión acerca de cuál de las dos Iglesias, la de Columba o la romana, debe guiar a nuestro reino. Vos debéis ahora hacer pública vuestra sentencia.