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Se volvió hacia Oswio con gesto expectante, y lo mismo hizo el resto de los asistentes al sínodo.

Fidelma observó que el alto rey de cabello rubio permanecía en su asiento, a todas luces nervioso y preocupado. Meditó durante algunos segundos que parecieron horas, mordiéndose el labio al tiempo que su vista vagaba por entre los rostros de los presentes. Entonces se levantó sin ninguna prisa, y con una voz extrañamente aguda que intentaba ocultar su angustia, manifestó:

– No haré pública mi decisión hasta mañana a mediodía.

Frente al coro de protestas que inundó la sala, el rey dio media vuelta y abandonó el sacrarium sin detenerse. Alhfrith, su hijo, se había levantado, haciendo lo posible por ocultar su indignación tras una expresión de normalidad, y salió corriendo de la capilla. Eanflaed, la esposa de Oswio, parecía controlar sus sentimientos con mayor facilidad, pero no era capaz de evitar que su sonrisa se tiñese de amargura mientras entablaba conversación con Romano, su capellán. El otro hijo de Oswio, Ecgfrith, también sonreía al reunir a su séquito para abandonar la sala.

Desde los bancos de ambas facciones, los hermanos se lanzaban improperios en una cruda discusión. Fidelma y Eadulf intercambiaron una rápida mirada y se dirigieron hacia la salida.

Una vez fuera, el fraile murmuró:

– Parece que nuestros hermanos esperaban una decisión más inmediata. ¿Os habéis dado cuenta de que la madre Abbe ha abandonado la sala antes de que el rey se hubiera pronunciado y que Taran ni siquiera ha comparecido?

Fidelma apenas habló durante el camino a la cámara de la abadesa Hilda. Cuando llegaron, Oswio ya se hallaba allí. Estaba pálido y tenía tensas las facciones.

– ¡Por fin! -exclamó-. Llevo casi toda la mañana esperándoos. ¿Dónde habéis estado? Ya no importa: quería hablar con vosotros antes de la última sesión del sínodo.

Fidelma se mostró imperturbable ante la irritación del rey.

– ¿Os han dicho que ha habido otro asesinato?

Oswio arrugó el sobrecejo.

– ¿Otro? ¿Os referís a la muerte de Athelnoth?

– No. Estoy hablando de Seaxwulf, el secretario de Wilfrid de Ripon.

Oswio meneó la cabeza lentamente.

– No os entiendo. Anoche fue asesinado Athelnoth, y ahora, según me informáis, Seaxwulf. ¿Con qué fin? Hilda me ha dicho que al principio pensasteis que Athelnoth se había suicidado arrepentido por la muerte de Étain.

Eadulf se ruborizó ligeramente.

– Me temo que fui yo quien llegó a esa conclusión precipitada, aunque no tardé en darme cuenta de que estaba equivocado.

Oswio inspiró con disgusto.

– Yo os podría haber dicho que os equivocabais -observó tajante-: Athelnoth era un hombre de fiar.

– ¿Cómo estáis tan seguro? -inquirió Fidelma en el mismo tono.

– Porque él era mi confidente. Ya os he dicho que vivimos tiempos nada seguros, y que hay ciertas facciones que anhelan destronarme y pretenden usar este sínodo para provocar una guerra civil en el reino.

El soberano hizo una pausa, como si esperase una confirmación; sin embargo, Fidelma lo invitó a continuar con un gesto.

– La situación me ha obligado a andarme con cien ojos. Athelnoth era una de mis mejores fuentes de información y de consejo. Ayer lo envié a visitar a mi ejército, que se halla acampado en Ecga's Tun.

Los ojos de Eadulf se iluminaron.

– Así que fue allí donde pasó Athelnoth todo el día de ayer, y ésa es la razón por la que no regresó hasta bien entrada la noche.

Oswio apretó los labios al tiempo que fruncía el ceño ante el inciso del fraile.

– Trajo noticias importantes para mí: nuevas sobre una conspiración que se está preparando con el fin de asesinarme y arrebatarme el poder. Me he visto obligado a enviar a mi ejército para contrarrestar un ataque de las huestes enemigas.

A Fidelma se le encendió la mirada.

– Ahora empiezo a ver claras algunas cosas.

– La situación es más clara aún de lo que pensáis. -El soberano se hallaba descorazonado-. Esta mañana mis guardas han dado muerte a Wulfric, el jefe de clan, junto con veinte de sus guerreros. Intentaban entrar subrepticiamente en la abadía a través del túnel que da a la parte más alta del acantilado. Como sabéis, a medianoche se cierran todas las entradas hasta el ángelus de la mañana, que es anunciado a las seis en punto. Durante ese tiempo se prohíbe el acceso a la abadía de cualquier guerrero armado. Athelnoth estaba convencido de que Wulfric contaba con un cómplice entre los hermanos, que esperaba el momento de poder ayudarlos, a él y a sus asesinos, y conducirlos hasta mis aposentos.

– Es cierto: todo está mucho más claro -observó Fidelma.

Eadulf frunció el ceño intentando imaginar en qué pensaba la hermana.

– No logro entenderlo.

– Es muy sencillo -repuso ella-. Creo, Oswio de Northumbria, que la persona dispuesta a dejar entrar esta mañana a vuestros asesinos es el hermano Taran, un monje picto.

– ¿Qué os hace pensar eso? -preguntó Oswio-. ¿Qué puede impulsar a un picto a involucrarse en las maquinaciones de los rebeldes northumbrios para destronar a su rey?

– En primer lugar, conozco la amistad que lo une con Wulfric, y sé que mintió acerca de dicha relación. Incluso durante el viaje, cuando yo me topé por primera vez con el jefe de clan, después de que hubiese asesinado al hermano Aelfric, tuve la impresión de que Wulfric conocía a Taran, lo que me hace suponer que la conspiración llevaba tiempo fraguándose. Y más tarde pude ser testigo de un cordial encuentro entre ambos, que Taran no dudó en negar. Estoy convencida de que Taran desea contemplar la destrucción de Northumbria, o al menos ver el reino dividido por guerras intestinas.

– Pero ¿por qué? -preguntó el rey con curiosidad.

– Porque los pictos, como llamáis vosotros a los cruthin, albergan un gran rencor, y su odio es tan viejo como fiero. En cierta ocasión, Taran me refirió que su padre, un jefe de la tribu gododdin, y su madre fueron asesinados por vuestro hermano Oswaldo. El fraile cree en la ley del ojo por ojo, diente por diente; por eso se dispuso a ayudar a los que pensaban asesinaros.

– ¿Dónde está ahora ese hermano Taran?

– La última vez que lo vimos se dirigía hacia el fondeadero, y parecía tener prisa -terció Eadulf-. ¿Creéis que iba en busca de una embarcación, Fidelma? No ha asistido a la última sesión del sínodo.

– ¿Ordeno a mis guerreros que lo persigan? -preguntó Oswio-. ¿Estarán a tiempo de alcanzarlo?

– Ahora es inofensivo -le aseguró la hermana-. Ya debe de hallarse en alta mar; sin duda ha huido a su patria, la tierra de los cruthin. No creo que vuelva a causar más problemas a vuestro reino en el futuro. No obtendréis otra cosa que la venganza con perseguirlo y castigarlo.

– Entonces -meditó Eadulf con aire pausado-, ¿estáis diciendo que todo ha sido parte de una conjura para derrocar a Oswio? ¿Incluso la muerte de Étain? Pero ¿por qué? No logro entenderlo.

– Permitidme una pregunta, Oswio. -Fidelma pareció ignorar al fraile-. Vuestra hermana, la madre Abbe, no ha esperado siquiera a que expreséis vuestra decisión. ¿Sabéis a qué se debe tal comportamiento?

Oswio se encogió de hombros.

– Sabía que no me iba a pronunciar de momento. Ya se lo había dicho.

– Pero vuestros hijos, como por ejemplo Alhfrith, y vuestra esposa no lo sabían.

– No. No tuve tiempo de explicárselo.

– Pero ¿qué hay de la conspiración? -volvió a preguntar Eadulf-. Sigo sin ver qué relación tiene con todo esto la muerte de Étain.

– La explicación… -Fidelma se vio interrumpida a mitad de la frase porque la puerta se abrió de golpe y entró Alhfrith, que llegó seguido de una Hilda de rostro acongojado y un Colmán de aspecto lúgubre. El aire hostil del hijo de Oswio hacía evidente que se hallaba resentido.