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No hubo necesidad de preguntar por el lugar donde se había hallado el cuerpo del fraile sajón. A pesar de que era muy temprano, ya había un grupo de gente congregada con aire curioso en la playa, alrededor de lo que se parecía más a un saco empapado que a un cadáver. Se separaron para dar paso a los dos religiosos, y las miradas impertinentes se centraron sobre todo en sor Fidelma.

El cuerpo de Seaxwulf se hallaba boca arriba, y sus ojos vidriosos parecían buscar el cielo. Fidelma se estremeció: el cadáver del hermano había sido brutalmente golpeado por las rocas y las olas, y mostraba un aspecto bien diferente al de la última vez que lo había visto, flotando en el barril de vino. Su hábito estaba destrozado y lleno de algas.

El hermano Eadulf tuvo un rápido intercambio de opiniones con varios de los espectadores que tenían aspecto de marineros.

– Uno de ellos vio el cuerpo flotando un poco alejado de la costa cuando regresaba de pescar con su barca. Lo arrastró hasta aquí y lo llevó a la orilla.

Fidelma asintió despacio satisfecha.

– Bueno, el pescador al que interrogasteis anoche afirmó que tardaría de seis a doce horas en aparecer, y tenía toda la razón. Como podéis observar, el hermano no murió ahogado en el mar, sino en el tonel de vino de la abadía: mirad su boca.

Se inclinó sobre el cadáver y le abrió la boca. Eadulf exhaló un suspiro semejante a un silbido.

– Está manchada de rojo; sólo ligeramente, pero puede distinguirse el enrojecimiento en los labios y el interior de la boca. Con todo, yo nunca dudé de vuestra palabra.

– Vino tinto -afirmó Fidelma, ignorando el cumplido-. Se ahogó en vino tinto tal y como yo decía.

Entonces empezó a retirar la ropa que cubría el cuello de Seaxwulf, tras lo cual se detuvo unos instantes.

– Mirad esto. ¿Qué sacáis en claro? -preguntó.

El fraile entornó los ojos al tiempo que se inclinaba hacia delante.

– Escoriaciones, ligeras magulladuras que no tardan en oscurecerse, quizá debido a la inmersión en el agua. Son las marcas de unos dedos poderosos; un hombre fuerte lo sostuvo por aquí, casi a la altura de los hombros.

– Sin duda hubieron de ser unas manos fuertes. Alguien lo tuvo que sujetar mientras se ahogaba en el vino. Yo debí de aparecer justo en ese momento, y el asesino no movió el cuerpo de allí hasta que yo perdí la conciencia al caer del taburete, o quizás esperó a que vos me llevaseis a mi celda. En ese momento lo sacó del barril para arrastrarlo por el túnel y arrojarlo al mar. Pobre diablo.

– Si pudiésemos saber qué era lo que quería deciros… -murmuró Eadulf.

– Creo adivinar de qué se trataba -dijo la hermana en tono suave-. Mirad si llevaba consigo alguna bolsa.

Eadulf hurgó entre las ropas del monje, convertidas en poco más que un revoltijo informe de lana empapada de agua de mar. No logró dar con la pera o la crumena que solían llevar los frailes, pero, con un gruñido de asombro, encontró un sacculus de lino cosido al interior de sus prendas. Antiguamente, los religiosos de ambos sexos llevaban sólo una crumena, un bolso de reducidas dimensiones que colgaban de su hombro y en el que guardaban las monedas o los efectos personales. Algunos, como el hermano Athelnoth, usaban una pera; pero empezaba a extenderse la costumbre de coserse sacculi de lino en los pliegues de las vestiduras con el fin de proteger de forma más segura las pertenencias personales. La moda se había originado en el reino franco, donde lo llamaban bolsito o bolsillo.

– ¿Qué pensáis de esto, Fidelma? -preguntó perplejo.

En uno de los pliegues de la tela había un trozo de vitela rasgado, sujeto con una pequeña fíbula de bronce adornada con esmalte rojo y curiosos dibujos. La hermana la observó durante unos instantes antes de emitir una exclamación de regocijo.

– Es precisamente lo que estaba buscando.

Eadulf se encogió de hombros.

– No acabo de entender cómo nos puede ayudar esto. Seaxwulf era sajón, y os puedo asegurar que esta pieza tiene el mismo origen. El motivo es antiguo, de época precristiana; se trata del símbolo de la diosa Frig…

– Si no me equivoco, nos serán de gran ayuda tanto el trozo de vitela como el broche -interrumpió Fidelma.

Eadulf lo miró con desagrado.

– Otro texto en griego.

Fidelma asintió satisfecha.

– Éste dice:

Quién me agita de nuevo si no es Amor, incansable, agridulce alborotador.

Eadulf mostró su enojo apretando los labios.

– ¿También lo escribió Athelnoth? -De pronto el fraile hizo chasquear los dedos-. Habéis insinuado que la muerte de Étain no tenía ninguna relación con la conspiración para derrocar a Oswio, y que Taran y Wulfric no tuvieron nada que ver con su asesinato. ¡Ya lo tengo! Fue Athelnoth quien la mató después de todo. Pero Wulfric y Alhfrith lo descubrieron revelando al rey los planes del magnicidio que pensaban cometer, y uno de los dos le dio muerte. Su asesinato no fue más que una coincidencia.

Fidelma mostró una leve sonrisa al tiempo que sacudía la cabeza.

– No es una mala explicación, Eadulf, pero tampoco es la correcta.

– ¿Quién más tuvo la oportunidad y una razón para hacerlo?

– Parece que olvidáis a Abbe, por ejemplo.

Eadulf dejó escapar un gruñido y se golpeó la frente con la palma de la mano.

– Es verdad: la había olvidado. -Su rostro se iluminó-. Pero ¿creéis que pudo tener la fuerza necesaria para matar a alguna de las víctimas?

– No estoy diciendo que fuese ella. Sin embargo, la persona que buscamos posee una gran astucia, y su forma de pensar semeja el recorrido de un laberinto, un dédalo que supone un peligro para todo aquel que trata de seguirlo.

Fidelma guardó silencio durante un momento antes de arrodillarse ante el cadáver de Seaxwulf. Al volver a levantarse, dio a Eadulf las siguientes instrucciones:

– Pedid a estos hombres que trasladen el cuerpo a la abadía, que se lo lleven al hermano Edgar.

Dicho esto, dio media vuelta y comenzó a caminar lentamente en dirección al monasterio, con las manos unidas frente a ella, abrazando el broche y la vitela, y con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante.

Eadulf no tardó en transmitir sus órdenes y echar a andar tras ella. Esperó pacientemente, mientras la observaba caminar inmersa en sus pensamientos. De pronto la hermana se volvió hacia él, y el fraile pudo ver una insólita sonrisa de triunfo en su rostro.

– Tengo la impresión de que por fin todo casa perfectamente. Pero antes debo visitar la biblioteca y encontrar el ejemplar del libro de lírica helenística que estaba leyendo Seaxwulf el otro día.

Eadulf sopló impotente.

– Cada vez estoy más perdido. ¿Qué tiene que ver la biblioteca con todo esto? ¿Qué queréis decir?

La hermana soltó una carcajada triunfal.

– Lo que quiero decir es que ya sé quién es el asesino.

Capítulo XIX

Sor Fidelma se detuvo ante la puerta del aposento de la abadesa Hilda, miró a fray Eadulf e hizo un mohín.

– ¿Estáis nerviosa, hermana? -preguntó preocupado el fraile.

– ¿Quién puede no estarlo en estas circunstancias? -repuso en voz baja-. Nos enfrentamos a alguien muy astuto y poderoso, y las pruebas de que dispongo son sólo circunstanciales. Como ya os he dicho, el asesino sólo tiene un punto débil que debo aprovechar para que acabe por delatarse. Si eso falla… -se encogió de hombros-, el asesino puede escaparse de nuestras manos con toda facilidad.

– Yo estoy aquí para ayudaros.

Las palabras de Eadulf no se correspondían con ningún deseo de alardear; más bien constituían una afirmación sencilla y reconfortante. La hermana lo miró por unos instantes con una franca sonrisa de afecto y alargó una mano para tocar la suya. Eadulf puso la que le quedaba libre sobre la de la hermana mientras le sostenía la mirada. Entonces Fidelma bajó la vista antes de llamar con decisión a la puerta.