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Todos se hallaban allí, tal como había solicitado: la abadesa Hilda, el obispo Colmán, el rey Oswio, la madre Abbe, sor Athelswith, el sacerdote Agatho, la hermana Gwid y Wighard, el secretario del fallecido arzobispo de Canterbury. El soberano, malhumorado, se arrellanaba en el asiento situado ante la chimenea que solía ocupar Colmán. El obispo, a su vez, se hallaba en la silla de la abadesa, tras el escritorio. Los demás asistentes se encontraban de pie, distribuidos por toda la sala.

Todos dirigieron sus miradas inquisitivas a Fidelma y Eadulf cuando éstos entraron en la estancia. La hermana saludó al rey con una inclinación de cabeza y se volvió hacia Hilda.

– Con vuestro permiso, madre abadesa.

– Empezad cuanto antes, hermana. Estamos deseando escucharos, y no me cabe ninguna duda de que sentiremos un gran alivio cuando todo esto haya acabado.

– Muy bien. -Fidelma tosió con aire nervioso, buscó una mirada de ánimo en Eadulf y comenzó a hablar.

– Lo que ha guiado desde el principio nuestra investigación acerca de la muerte de Étain ha sido el convencimiento, compartido por muchos, de que su asesinato responde a motivos políticos.

Colmán hizo una mueca irritada.

– Esa es una conclusión lógica.

Fidelma siguió hablando sin inmutarse.

– Todos habéis asumido que Étain, en cuanto principal abogada de la Iglesia de Columba, fue asesinada por alguien que quería callar su voz. Dabais por hecho que la facción romana la tenía como su enemigo más implacable, ¿no es así?

Entre los que seguían las normas de Iona se dejó oír un murmullo de asentimiento, pero Wighard se limitó a menear la cabeza.

– Es una insinuación injuriosa.

Fidelma clavó una mirada glacial en el cenobita de Kent.

– Pero sin duda se trataba de un error fácil de cometer dadas las circunstancias -se defendió.

– ¿Admitís, por tanto, que se trataba de un error? -repuso Wighard con entusiasmo recurriendo a las palabras de la hermana.

– Sí. La abadesa fue asesinada por un motivo que nada tenía que ver con sus creencias religiosas.

Colmán entornó los ojos.

– ¿Estáis diciendo que el asesino fue Athelnoth, después de todo? En ese caso, ¿es cierto que le hizo proposiciones indecentes, que ella no aceptó, y que por eso le quitó la vida, y que al saber que lo habían descubierto se suicidó arrepentido?

Fidelma esbozó una leve sonrisa.

– Su ilustrísima va demasiado rápido.

– Ése era el rumor que rondaba la abadía, y que, sospecho, tuvo su origen en la facción romana. -La voz del obispo denotaba su ira.

Agatho, el sacerdote de ojos oscuros, que hasta entonces había estado callado, rompió su silencio repentinamente, y empezó a cantar con voz estridente:

Los rumores se extienden enseguida; no existe mal que corra tan aprisa.

Entonces dejó caer la cabeza y calló tan bruscamente como había empezado.

Todas las miradas se posaron en él atónitas. Fidelma parpadeó en dirección a Eadulf, a modo de advertencia. Faltaba poco. Se acercaba el momento en que tendría que echar toda la carne en el asador. Se irguió y, sin hacer caso de la interrupción de Agatho, retomó el hilo de su razonamiento.

– Su ilustrísima, el obispo de Lindisfarne, acierta en cuanto al motivo, pero yerra en lo que respecta a la persona.

Colmán resopló indignado.

– ¿Un crimen pasional? ¡Bah! Yo siempre he mantenido que hombres y mujeres deberían vivir separados. Está escrito en el Libro de Job: «Con mis ojos hice el pacto de no fijarme en doncella». Habríamos de prohibir estas casas dobles, como hizo el piadoso Finnian de Glonard, quien se negó a fijarse en mujer alguna.

La madre Abbe estaba roja de indignación.

– Si por vos fuera, Colmán de Lindisfarne, pasaríamos la vida sufriendo. ¡Sin duda aplaudís la actitud de Enda, que una vez hechos sus votos, rehusaba hablar incluso con su propia hermana, Faenche, si no los separaba una cortina!

– Es preferible una vida de sufrimiento que una de depravación y hedonismo -repuso acalorado el obispo.

El rostro de Abbe se encendió aún más, y la abadesa se exaltó tanto que parecía estar a punto de ahogarse. Abría la boca para hablar, pero le faltaban las palabras. Fidelma interrumpió la discusión con tono severo.

– Hermanos, parece que estamos olvidando el propósito de nuestra reunión hoy aquí.

Oswio, que había exhibido una sonrisa amarga durante la riña de los dos religiosos, se mostró de acuerdo.

– Sí, Fidelma de Kildare -terció-. Esto empieza a parecerse a la asamblea del sacrarium. Decidnos, si sabéis, por qué hemos tenido que asistir a la muerte de vuestra abadesa, a la muerte del arzobispo de Canterbury, a la de Athelnoth, a la de Seaxwulf e incluso a la de mi propio primogénito, Alhfrith. La muerte recorre Streoneshalh como si fuera una plaga. ¿Es que ha caído alguna maldición sobre esta abadía?

– En este asunto nada tienen que ver las maldiciones. Y vos mismo conocéis la razón de la muerte de Alhfrith, Oswio. Soy consciente de que mientras una parte de vos llora la pérdida de un hijo, la otra se alegra de haber escapado a las garras de una conspiración de traidores -respondió ella-. Y sólo Dios puede responder de la muerte de Deusdedit, arzobispo de Canterbury. Pero las muertes de Étain, Athelnoth y Seaxwulf son obra de una sola mano que nada tuvo que ver en las otras.

El silencio se apoderó de la estancia mientras los asistentes aguardaban expectantes. Fidelma los miró uno a uno, y todos le devolvieron la mirada con aire desafiante.

– Hablad pues; decidnos a quién pertenece esa mano.

Fidelma se volvió hacia Oswio, que había hablado con voz severa.

– Lo diré, a su tiempo, y sólo si no hay más interrupciones.

Agatho levantó la cabeza y sonrió, al tiempo que elevaba la mano para trazar en el aire la señal de la cruz.

– Amén. ¡La verdad saldrá a la luz, Deo volente!

La abadesa Hilda se mordió el labio.

– ¿Tenéis algún inconveniente en que sor Athelswith acompañe al hermano Agatho a su cubiculum, sor Fidelma? Al parecer, no se encuentra bien tras la presión de estas últimas semanas.

– ¿Que no me encuentro bien? ¡Cuando un hombre no se encuentra bien, su propia bondad está enferma! -gritó el aludido con una sonrisa repentina-. Aunque el sueño del enfermo tiene ojos penetrantes.

Fidelma vaciló un instante para después sacudir la cabeza.

– Es mejor que Agatho escuche lo que tengo que decir.

Hilda respiró hondo para mostrar su desaprobación. Tras un momento, Fidelma continuó.

– Étain me comunicó que tenía intención de abandonar el cargo de abadesa de Kildare tan pronto como volviese a Irlanda una vez concluido este sínodo. Era una mujer de excelentes dotes, como todos sabéis, puesto que la invitasteis a que asistiera al debate como principal portavoz de la Iglesia de Colmcille, al que aquí llamáis Columba. Aunque no hubiese pertenecido a la familia de Brígida, habría logrado una posición elevada por méritos propios. Contrajo matrimonio siendo muy joven, pero quedó viuda y, siguiendo la tradición familiar, se hizo religiosa.

«Gracias a su asombrosa erudición, acabó siendo elegida para el puesto de abadesa de Kildare, la abadía fundada por Brígida, su ilustre familiar, hija de Dubhtach.

– Todos conocemos la reputación y autoridad de que gozaba Étain -interrumpió Hilda con aire impaciente.

Fidelma la fulminó con la mirada, tras lo cual se volvió a hacer el silencio.

– Yo acababa de llegar a Streoneshalh -siguió diciendo tras unos instantes- cuando tuve la oportunidad de verla y hablar con ella. Me confió que había conocido a un hombre al que amaba y con quien quería compartir su vida, por lo que tenía decidido renunciar a su abadiato, para así poder ir a vivir con él a una de esas casas dobles en las que hombres y mujeres se dedican, junto con su descendencia, a la obra de Dios.