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»En un primer momento cometí la estupidez y la equivocación de dar por hecho que el hombre al que amaba la abadesa se hallaba en Irlanda.

– Lo cual no es más que una suposición muy natural -terció Eadulf, hablando por vez primera-, pues, como ya sabréis, Étain nunca había salido de los límites de Irlanda.

Fidelma dedicó al fraile una mirada de agradecimiento.

– Fray Eadulf me conforta intentando justificar mis errores -observó casi en un murmullo-, pero lo cierto es que no deberíamos dar nada por sentado. De hecho, la abadesa se había enamorado de un sajón, y su amor era correspondido por él.

En ese momento logró captar la atención de todos los presentes.

– Étain había conocido al hermano Athelnoth en la abadía de Emly, donde fue profesora de filosofía hasta el año pasado.

– Athelnoth pasó seis meses en dicha abadía, en el reino irlandés de Munster -aclaró Eadulf.

Colmán asintió con la cabeza.

– Cierto. Ésa fue precisamente la razón por la que lo elegí para que fuese a Catraeth en su busca y la escoltase hasta Streoneshalh: porque conocía a Étain.

– En efecto, la conocía -convino Fidelma-, aunque lo negó tras el asesinato de la abadesa. ¿Por qué razón? ¿Sólo porque era un acérrimo defensor de la doctrina romana y temía salir perjudicado si se le asociaba con Étain? Lo dudo.

– Por supuesto, muchos de los seguidores de Roma recibieron su educación en Irlanda -señaló Oswio-. Aquí tenemos incluso hermanos irlandeses, como Tuda, que pertenecen a la facción romana. Desde luego, ésa no es ninguna razón para negar tener amigos entre los adeptos de Columba.

– Athelnoth negó conocerla porque era él el hombre con el que Étain iba a contraer matrimonio -afirmó la hermana pausadamente.

Abbe dio un bufido para hacer notar su indignación, y añadió:

– ¿Cómo pudo Étain pensar siquiera en mantener una relación con un hombre así?

Fidelma le respondió con una sonrisa:

– Vos, que predicáis que el amor es el don más grande que dio Dios a la humanidad, deberíais ser capaz de contestar vuestra propia pregunta, abadesa de Coldingham.

La aludida levantó la barbilla. A sus mejillas asomó un ligero rubor.

– Ahora me doy cuenta -continuó diciendo Fidelma-, cuando rememoro la conversación que mantuve con Étain, de que me dio todas las claves para resolver un asesinato, el suyo, que aún no había sucedido. Me dijo que se había enamorado de un extraño, y di por sentado que se trataba de un extraño en el sentido amplio de alguien a quien no hacía mucho que había conocido, en lugar de imaginar que se refería a un extranjero. Me dijo que ya habían intercambiado los obsequios matrimoniales, y debí haber recordado antes que en el clan Eoghanacht es costumbre que dichos regalos sean broches. Más tarde, Eadulf halló la fíbula de Étain en un sacculus que Athelnoth llevaba pegado al cuerpo.

El fraile asintió con entusiasmo.

– Y luego encontramos la de Athelnoth en el cadáver de Seaxwulf -añadió-. En ambos cadáveres hallamos sendos trozos de vitela que recogían poemas de amor extraídos de un libro de poesía griega.

Oswio se mostró desconcertado.

– ¿Estáis diciendo que el culpable fue Seaxwulf?

Fidelma sacudió la cabeza.

– No. El broche que tenía Athelnoth era una pieza de artesanía irlandesa. No cabe duda de que se trataba de la ofrenda matrimonial de la abadesa Étain. Por su parte, el que encontramos con el cadáver de Seaxwulf era de factura sajona: era la fíbula con la que Athelnoth había correspondido a su prometida. El asesino la cogió del cuerpo de la abadesa junto con el poema que más tarde encontraríamos en el sacculus de Seaxwulf.

»Este último lo halló después de que hubiese sido robado, y pretendía enseñármelo cuando lo asesinaron. Todo indica que pensaba revelarme el nombre del asesino, pero el asesino descubrió que se había hecho con la prueba que lo incriminaría y lo mató antes de que pudiera hablar. Yo llegué a la cita con Seaxwulf cuando el asesino aún no había tenido tiempo para recuperar la fíbula y el trozo de vitela con el poema acusador.

– ¿Acusador? -preguntó Hilda-. Pero ¿a quién acusaba?

Eadulf empezaba a ponerse nervioso. Hasta ese momento, la persona que Fidelma le había señalado como sospechosa parecía tener nervios de acero. En su expresión, tranquila pero vigilante, no había ningún signo de temor.

– Aclaremos este asunto -intervino Wighard con expresión severa-. ¿Estáis diciendo que Étain fue asesinada por alguien que la amaba y sentía celos? Sin embargo, según vos, éste no fue Athelnoth, su prometido. ¿Él fue asesinado por la misma persona que mató a la abadesa y que posteriormente hizo lo mismo con Seaxwulf? ¿Por qué?

Eadulf pensó que debía colaborar.

– Athelnoth fue asesinado no sólo por ser el hombre al que amaba Étain, sino también porque podía extender un dedo acusador en la dirección acertada. Seaxwulf descubrió la identidad del criminal cuando encontró la fíbula y el poema en su sacculus. Los sustrajo sin saber qué implicaban, y cuando lo supo buscó a Fidelma para contárselo. Por eso también lo mataron.

Oswio suspiró exasperado.

– Esto ya se ha complicado demasiado. Es hora de que nos digáis quién es el amante celoso de Étain. ¿Quién es ese hombre?

Sor Fidelma esbozó una sonrisa melancólica.

– ¿Quién ha dicho que se trate de un hombre?

Se volvió lentamente hacia el lugar en el que se encontraba Gwid, en silencio, con el rostro macilento, la expresión glacial y los dientes apretados. Sus ojos negros devolvieron a Fidelma una mirada cargada de odio.

– Hermana Gwid, ¿os importaría explicar cómo os habéis hecho en el hábito ese desgarrón que habéis intentado zurcir? ¿Es quizá de cuando os escondisteis bajo el lecho de Athelnoth para evitar que os viese sor Athelswith?

Antes de que nadie pudiese darse cuenta de lo que hacía, Gwid sacó un cuchillo de entre sus ropajes y se lo lanzó con todas sus fuerzas. Todo pareció suceder de forma ralentizada. La reacción inesperada de la picta sorprendió tanto a Fidelma que quedó petrificada. Pudo oír un ronco grito de alarma e inmediatamente después quedó sin aliento a causa del peso de un cuerpo que la golpeó y dio con ella en el suelo.

Entonces se oyó un chillido estridente. La fuerza de la caída hizo que se estremeciera de dolor al caer al pavimento de piedra, donde se encontró abrazada por un jadeante Eadulf, que se había lanzado hacia ella para apartarla de la trayectoria del letal cuchillo. La hermana levantó la cabeza en un intento de localizar el origen del chillido.

Era Agatho, que se hallaba de pie detrás de ella. El arma de Gwid se había ido a clavar en su hombro, y la túnica del religioso empezaba a teñirse de sangre. Incrédulo, permaneció unos instantes mirando la empuñadura, y entonces rompió a sollozar y a dar gemidos.

Gwid corrió hacia la puerta, pero el ciclópeo rey Oswio llegó antes que ella e intentó reducirla. La hermana era fuerte, hasta tal punto que logró apartar al soberano. Estaba hecha una furia, así que Oswio se vio forzado a sacar la espada para mantenerla a raya, al mismo tiempo que llamaba a sus guardias. Hicieron falta dos de ellos para arrastrarla fuera de la cámara. La hermana no dejaba de gritar mientras se la llevaban, siguiendo las órdenes del rey, para encerrarla en una celda bajo estrecha vigilancia.

El rey examinó con aire compungido los rasguños que había dejado en sus antebrazos el forcejeo con Gwid. Luego dirigió la mirada hacia el lugar donde Eadulf ayudaba a Fidelma a ponerse en pie.