– Esto bien merece una explicación, hermana -declaró, para añadir inmediatamente, en tono más amable-: ¿Estáis herida?
Eadulf, solícito y algo mimoso, le había procurado una copa de vino, que ella rechazó.
– Es Agatho el que está herido.
Se volvieron hacia donde se hallaba el hermano. Junto a él, sor Athelswith hacía lo posible por restañarle la herida. Agatho se reía, a pesar del puñal que aún tenía clavado en el hombro y de la sangre que empapaba sus vestiduras, y canturreaba con su voz estridente:
– ¿Quién, si no los dioses, puede vivir para siempre indolente?
– Lo llevaré a fray Edgar, nuestro médico -se ofreció la domina.
– Sí. -Fidelma subrayó su conformidad con una sonrisa-. El hermano Edgar no tendrá dificultades para tratar la herida provocada por el cuchillo, pero me temo que no podrá hacer gran cosa por la mente de este desdichado -Dicho esto, se volvió hacia los otros mientras la anciana acompañaba a Agatho, y observó con un mohín:
– Había olvidado lo veloz y fuerte que puede llegar a ser la hermana Gwid. -Su voz tenía algo de disculpa-. No esperaba ni por asomo que reaccionase con tanta violencia.
La madre Abbe la miró malhumorada.
– ¿De verdad estáis diciendo que la hermana ha cometido por sí sola todos estos horribles crímenes?
– En efecto, y ella misma acaba de ofrecernos la prueba definitiva de su culpabilidad.
– De eso no cabe duda -convino la abadesa Hilda, cuyo rostro reflejaba aún el estado de conmoción en que la había sumido aquel desenlace-. Sin embargo, ¡una mujer… con tanta fuerza…!
Fidelma sonrió a Eadulf diciendo:
– Ahora sí que beberé vuestro vino.
El fraile, aún preocupado, le tendió la copa, que ella le devolvió tras apurarla.
– Sabía que Gwid adoraba a Étain, y que incluso se acicalaba cuando estaba con ella, pero cometí un grave error al suponer que buscaba su amistad sólo porque sentía hacia ella un gran respeto y admiración. Nos volvemos muy sabios cuando ya todo ha sucedido. La hermana asistió en Emly a las clases de Étain, y con el tiempo la profesora se convirtió en el objeto de la admiración de la alumna, una muchacha desdichada y solitaria que, dicho sea de paso, había vivido cinco años en este reino en calidad de esclava, pues, siendo aún una niña, la habían hecho prisionera y arrebatado de la tierra de sus padres.
»A1 parecer, Gwid sintió un gran pesar cuando Étain dejó Emly para aceptar el abadiato de Kildare. No pudo acompañarla, porque aún había de permanecer un mes más en la abadía. Cuando por fin tuvo la oportunidad de seguirla, se enteró de que Étain tenía pensado dirigirse a Northumbria a fin de participar en el debate, y decidió emprender el viaje de Irlanda a Iona. Allí, en Iona, fue donde yo conocí a Gwid, que afirmó ser la secretaria de Étain para así poder viajar con nosotros hasta Streoneshalh.
«Durante todo este tiempo he tenido ante mis ojos indicios de lo que estaba sucediendo. Cuando me encontré aquí con Étain se mostró vacilante a la hora de reconocer que Gwid era su secretaria. De hecho, como aseguró mas tarde Athelnoth, Gwid no la había seguido a instancias de la abadesa, sino por iniciativa propia. El sacerdote estaba convencido de que Étain ofreció a Gwid dicho cargo después de haber llegado a Streoneshalh, y sólo por compasión. Por supuesto, no nos dijo por qué estaba tan seguro, ya que se habría visto obligado a revelar su relación con Étain.
»Sin embargo, Seaxwulf, el secretario de Wilfrid, nos proporcionó la confirmación de este hecho cuando aseguró que Gwid no gozaba en realidad de la confianza de Étain. Ni siquiera estaba al corriente de las negociaciones que la abadesa mantenía en secreto con Wilfrid. Al conocer la existencia de dichas reuniones quedamos tan horrorizados que pasamos por alto ese punto, fundamental en la investigación.
Fidelma hizo una pausa, se sirvió otra copa de vino y bebió con gesto meditabundo.
– Gwid profesaba a Étain una adulación fuera de lo normal, una pasión que la abadesa nunca podría corresponder. Y ésta me lo comunicó, pero yo no fui capaz de verlo. Me dijo que Gwid, toda una erudita de la lengua griega, pasaba más tiempo rindiendo culto a la poesía de Safo que interpretando los Evangelios. Debí, puesto que conozco dicha lengua, haber supuesto cuál era el sentido último de este comentario.
Oswio interrumpió.
– Yo no sé griego. ¿Quién es Safo?
– Una poetisa de la antigua Grecia -intervino Eadulf.
– Una poetisa lírica nacida en Eresos, en la isla de Lesbos. Reunió a su alrededor a un grupo de mujeres y muchachas, y sus poemas reflejan la intensidad apasionada de su amor hacia ellas, así como del que ellas le profesaban. El poeta Anacreonte sostiene que se trataba de amor sexual, pues se debe a Safo que el nombre de la isla, Lesbos, haya dado origen al término que denota la homosexualidad femenina.
La abadesa Hilda se mostró incómoda.
– ¿Estáis diciendo que la hermana Gwid profesaba a Étain una… un… un amor anormal?
– Sí, y se trataba de una pasión desesperada. En prueba de su amor, envió a la abadesa copias de dos poemas de Safo. Étain dio uno de ellos a su propio amado, Athelnoth. Imagino que lo hizo con la intención de ponerlo al corriente de lo que sucedía, pues él nos habló de hasta qué punto la admiraba Gwid. El otro lo guardó ella misma.
»Poco antes de que se inaugurara el sínodo, Étain le comunicó a Gwid que no podía corresponder a su amor, que estaba enamorada de Athelnoth y que, cuando el debate acabase, pensaba ir a vivir con él en una casa doble.
– Entonces Gwid montó en cólera -terció Eadulf-. Todos habéis podido ver con qué facilidad ha perdido los estribos. Sin duda es una mujer de gran fuerza, más fuerte, de hecho, que muchos de nosotros, os lo garantizo. Atacó a Étain, que era una mujer de complexión más bien ligera, y la degolló. Luego se hizo con la fíbula que Athelnoth le había regalado como ofrenda matrimonial e intentó recuperar los dos poemas que le había dado ella a la abadesa. Sin embargo, sólo logró encontrar uno, pues el otro ya se hallaba en poder del sacerdote.
– Recuerdo que el primer día del debate llegó tarde al sacrarium -añadió Fidelma-. Había estado corriendo, y apareció colorada y sin aliento. Venía de matar a Étain.
– Mientras la abadesa fue célibe, Gwid se conformó con ser su esclava complaciente. Era feliz sólo con estar a su lado. Sin embargo, cuando le dijo que estaba enamorada de Athelnoth… -Eadulf se encogió de hombros.
– No hay rabia tan poderosa como la que provoca un amor desdeñado -comentó Fidelma-. Gwid es una joven de gran fuerza, y a la vez posee una gran inteligencia y astucia. Por eso decidió hacer que todas las sospechas recayeran en Athelnoth. Entonces cayó en la cuenta de que Étain debía de haberle dado a él el otro poema, y la cólera volvió a apoderarse de ella al pensar en que la abadesa había traicionado su amor y la había puesto en ridículo delante de un simple hombre. De hecho, llegó a decirme que estaba convencida de que Étain había encontrado en su asesino la absolución de lo que Gwid consideraba un pecado. No lo dijo de forma tan directa, pero de cualquier manera, debería haberlo interpretado correctamente en su momento.
Oswio estaba atónito.
– Así que también se sintió obligada a matar a Athelnoth.
Fidelma asintió.
– Tenía fuerza suficiente para, después de dejarlo inconsciente con un golpe, colgarlo de la percha de su cubiculum y estrangularlo para hacer que pareciera un suicidio.
– Sin embargo -volvió a interrumpir el fraile-, sor Athelswith oyó ruidos en la celda y llamó a la puerta. Gwid tuvo el tiempo justo para esconderse bajo el lecho antes de que la abriera. La domina vio a Athelnoth y corrió a avisar de su muerte. Gwid se halló ante un dilema, pues apenas tenía tiempo para buscar el broche y la vitela que contenía el segundo poema.