– Pero ¿cómo llegaron a manos de Seaxwulf la fíbula y el poema? Me refiero a la otra fíbula y el otro poema. -Era la voz de Wighard-. Habéis dicho que Gwid los cogió del cadáver de Étain.
Sor Athelswith regresó a la cámara y, con un gesto, invitó a Fidelma a continuar.
– Fray Seaxwulf padecía un grave problema: tenía la mente de una urraca. Se sentía atraído por los objetos preciosos, y ya había recibido una reprimenda, con su correspondiente castigo, por intentar robar en el dormitorium de los hermanos. Wilfrid ordenó que lo azotasen con una vara de abedul. A pesar de ello, Seaxwulf debió de registrar poco después las posesiones de las cenobitas. Sabía distinguir las joyas de gran valor, y descubrió la fíbula de Étain entre los efectos personales de Gwid. Estaba envuelta en una vitela que contenía un poema amoroso en griego. Se llevó ambos objetos, pues el poema lo había intrigado. Lo buscó en la biblioteca y descubrió que era obra de Safo. Incluso me preguntó a mí acerca de la costumbre irlandesa de que los amantes se intercambiaran obsequios. No descubrí adónde quería llegar hasta que fue demasiado tarde. Es evidente que había empezado a sospechar de Gwid, y tras enterarse del asesinato de Athelnoth vino en mi busca. Me encontró en el refectorio, rodeada de hermanas. Para que sólo yo pudiera entenderlo, se dirigió a mí en griego, pero olvidó que Gwid, que estaba sentada a una distancia desde la que podía oírlo perfectamente, conocía esa lengua mejor que él. Cometió un error fatal, pues la hermana supo que debía evitar que hablase conmigo.
»Gwid lo siguió, le golpeó la cabeza y luego lo ahogó en el barril de vino. Yo llegué antes de que pudiese deshacerse del cadáver, pero cuando lo descubrí, la impresión me hizo resbalar del escabel que había usado para inspeccionar el interior del barril, y la caída me hizo perder el conocimiento. Mi grito alertó a fray Eadulf y a sor Athelswith, que acudieron enseguida a la apotheca, y entre los dos me llevaron a mi celda. Eso le dio a Gwid el tiempo que necesitaba para retirar el cadáver y arrastrarlo a través del pasadizo del defectorum situado al borde de los acantilados. Allí se deshizo de él, no sin antes haberlo registrado, por supuesto.
– En tal caso, ¿cómo es que no encontró el broche y el poema? -quiso saber la abadesa Hilda-. Tuvo tiempo suficiente de hacerlo mientras lo arrastraba desde el tonel hasta el acantilado.
Fidelma sonrió con ironía.
– Seaxwulf seguía la moda más reciente. Llevaba un sacculus cosido al hábito, y allí guardaba tanto el poema como la fíbula. La desdichada no debía de conocer la existencia de dicho adminículo. Pero tampoco le preocupaba, pues había hecho desaparecer el cuerpo del fraile y cualquier objeto que éste llevase encima, o al menos eso creía ella. Ni siquiera cayó en la cuenta de que la marea lo devolvería a tierra firme en unas seis o doce horas.
– Decís que la hermana Gwid se las arregló para arrastrar el cuerpo de Seaxwulf a lo largo de todo el pasillo y lanzarlo al mar. ¿Realmente tiene tanta fuerza? -preguntó Hilda-. Y además, ¿cómo podía conocer la existencia del defectorum sin pertenecer a esta abadía? Está reservado a los miembros masculinos del monasterio, y por lo general sólo se informa de su localización a los invitados de dicho sexo.
– Sor Athelswith me dijo que para salvaguardar el recato de los frailes, se les da esta información también a las hermanas que trabajan en la cocina, de manera que no puedan entrar allí por error. Tras la muerte de Étain, Gwid empezó a trabajar en la cocina con el fin de ocupar su tiempo.
La anciana domina se ruborizó.
– Es cierto -confesó-. La hermana me preguntó si podía dedicarse a dicha labor el tiempo que durase su estancia aquí. Yo accedí, pues sentía lástima por la muchacha. La domina de las cocinas debió de informarle, como es natural, de la situación del defectorum masculino.
– Al principio nos dejamos confundir por las intrigas políticas de vuestro hijo Alhfrith -reconoció Eadulf-, y dimos por hecho que él, o tal vez Taran o Wulfric, debían de tener alguna relación con los crímenes.
Sor Fidelma extendió las manos en un gesto concluyente.
– Pero ya todo está resuelto.
Eadulf sonrió con aire lúgubre.
– Una mujer despechada es como un río en cuya corriente se interpone un tronco de manera que lo vuelve agitado y sucio, violento y lleno de turbulencias. Así era Gwid.
Colmán suspiró.
– Publicio Siro decía que la mujer sabe odiar y amar, pero no conoce término medio.
Abbe profirió una carcajada desdeñosa.
– Siro, como la mayoría de los hombres, no era más que un estúpido.
Oswio se puso en pie.
– Bueno, ha sido precisamente una mujer la que ha dado con la pista de esta desalmada -declaró. Después añadió con una mueca-: Aun así, si la hermana no hubiese mostrado tener un temperamento tan inestable, no habríais tenido otra cosa que pruebas circunstanciales. Es verdad que todo encajaba a la perfección, pero ¿habríais sido capaz de demostrar su culpabilidad si Gwid lo hubiese negado todo?
Fidelma le sonrió.
– Eso ya nunca lo sabremos, Oswio de Northumbria, pero yo diría que sí. ¿Sabéis algo acerca del arte de la caligrafía?
Oswio negó con la cabeza.
– Yo he tenido la oportunidad de estudiar dicha arte con Sinlán de Kildare -prosiguió la religiosa-. Es fácil, para alguien experto, distinguir los rasgos propios de un copista en su escritura, en la forma de hacer cada una de las letras, en los refinados trazos de las iniciales o en la cursiva. En mi opinión, es evidente que fue Gwid quien copió ambos poemas.
– En tal caso, Fidelma de Kildare, debemos estaros agradecidos -dijo Colmán con aire solemne-. Nuestra deuda con vos es inmensa.
– Fray Eadulf y yo hemos llevado a cabo esta investigación como si fuésemos una sola persona -repuso la hermana con cierta torpeza-. Ha sido un trabajo en equipo.
Regaló al fraile una sonrisa, que éste devolvió antes de encogerse de hombros y manifestar:
– Sor Fidelma peca de modesta. Yo no he hecho gran cosa.
– Lo suficiente para que todo pueda ser comunicado a la asamblea antes de que me pronuncie esta misma mañana -repuso el rey con gran decisión-. Lo suficiente para suavizar mis palabras, con las que trataré de disipar la desconfianza que anida en las mentes de nuestros hermanos.
Hizo una pausa, tras la cual dejó escapar una risotada triste.
– Siento que se me ha quitado un gran peso de encima, pues el asesinato de la abadesa Étain de Kildare no se cometió en nombre de Roma ni de Columba, sino en el de la lujuria, que es el más mezquino de los móviles.
Capítulo XX
Un silencio de excepción reinaba en el sacrarium cuando Oswio se puso en pie y recorrió con la mirada las filas de rostros expectantes. Sor Fidelma y fray Eadulf compartían la extraña sensación, una vez concluida su tarea, de no tener nada que ver con el sínodo, de manera que, en lugar de volver a ocupar sus asientos entre los bancos de sus respectivas facciones, se hallaban juntos de pie, en silencio, al lado de una de las salidas laterales, y observaban el acontecimiento como si ya no formasen parte de él.
– He tomado una decisión -afirmó el soberano-. En realidad, no tenía otra opción. Cuando se habían debatido todos los argumentos, todo se redujo ayer a la siguiente pregunta: ¿qué Iglesia goza de mayor autoridad, la de Roma o la que sigue los dictados de Columba?
Un murmullo impaciente recorrió la sala, y Oswio levantó una mano con el fin de acallarlo.
– Colmán reivindicó la autoridad de san Juan Apóstol, el Divino; Wilfrid, por su parte, defendió la de san Pedro. Este último es, según la palabra del mismísimo Jesucristo, quien guarda las puertas del Cielo, y no es mi deseo declararme en su contra. Pretendo obedecer sus órdenes en todo momento, pues algún día me llegará la hora de presentarme ante las puertas del reino de los Cielos, del que él posee las llaves (así está escrito en los Evangelios), y no quiero que cuando me halle en su presencia me rechace y no haya nadie dispuesto a abrírmelas.