Oswio hizo una pausa y volvió a dejar que su mirada vagase entre la concurrencia, que mantenía un silencio insólito.
– En lo sucesivo, la Iglesia del reino de Northumbria, del que soy el soberano, se regirá por la doctrina de Roma.
El silencio se tornó siniestro. Colmán se levantó, y con voz potente manifestó:
– Majestad, he hecho lo posible por ser un buen siervo durante estos últimos tres años, en calidad tanto de abad de Lindisfarne como de obispo de vuestro reino. Y con el corazón afligido, me veo ahora en la obligación de renunciar a ambos cargos y volver a la tierra que me vio nacer, donde podré seguir rindiendo culto al Cristo vivo de acuerdo con mi conciencia y la doctrina de mi Iglesia. Todos los que deseen mantener los dictados de Columba serán bienvenidos si deciden abandonar estas tierras conmigo.
El rostro de Oswio mantenía una expresión severa, pero el rey fue incapaz de disimular la congoja que asomaba a sus ojos.
– Así sea.
Entonces se elevó un murmullo, que inundó la sala a medida que Colmán daba media vuelta para dirigirse a la salida del sacrarium. De diversos lugares de la sala se fueron levantando miembros de la Iglesia de Columba dispuestos a seguir su solemne figura.
La abadesa Hilda también se puso en pie con el rostro compungido.
– El sínodo ha terminado. Ite in pace. La paz y la misericordia de nuestro señor Jesucristo sean con vosotros.
Sor Fidelma observó las filas de bancos, que se iban vaciando casi sin ruido. Se había tomado una decisión y era Roma la que había vencido. Eadulf se mordió el labio. Aunque pertenecía a la facción romana, el veredicto final lo había llenado de tristeza. Miró a Fidelma visiblemente angustiado.
– La decisión ha sido sobre todo política -observó-. No responde a motivos teológicos, por desgracia. A Oswio lo aterroriza la idea de sufrir un aislamiento político por parte de los reinos sajones meridionales, sobre los que desea extender su dominio en el futuro. Si se hubiese adherido a la doctrina de Columba mientras que sus aliados sajones continúan fieles a Roma, lo habrían acusado de introducir en sus tierras una cultura extranjera. Roma tiene en estos momentos sobre el reino de Kent un poder político tan fuerte o más que el espiritual. Nuestras fronteras están amenazadas al oeste por los britanos, y al norte, por los pictos y los habitantes de Dalriada. No importa si somos de Kent, Northumbria, Mercia, Wessex o Anglia Oriental; todos compartimos una lengua y formamos parte de un mismo pueblo, y debemos luchar por la supremacía de esta isla contra los britanos y pictos, que pretenden barrernos hasta el mar.
Fidelma lo miró sorprendida.
– No os creía tan versado en los secretos de la motivación política, Eadulf.
El monje hizo una mueca irónica.
– Oswio ha justificado su decisión con un discurso teológico, pero creedme, Fidelma: su veredicto sólo responde a una realidad política muy conflictiva. Si hubiese apoyado la causa de Iona, se habría granjeado la enemistad de todos los obispos de Roma. Por el contrario, al respaldar a Roma sabe que será respetado por los demás reinos anglos y sajones. De esta manera, podrán unir sus fuerzas para imponer su supremacía sobre esta isla de Britania y, quizás algún día, sobre las tierras de allende el mar. Ése es, a mi parecer, el sueño de Oswio: un sueño de poder e imperio.
Sor Fidelma se mordió el labio y tomó aire. Así que se trataba de eso: simple y llanamente poder político. Nada más; nada de grandes disquisiciones intelectuales o teológicas para abrir la mente. Oswio no buscaba otra cosa que poder, como todos los reyes, a fin de cuentas. El gran Sínodo de Streoneshalh no había sido más que una farsa, sin la cual tal vez no habría muerto su amiga Étain. De pronto dio la espalda a Eadulf y, con lágrimas en los ojos, se alejó a grandes zancadas para estar sola por unos instantes. Salió de la siniestra abadía y se dispuso a dar un paseo por encima de los acantilados. Había llegado el momento de dejar salir el dolor que sentía por la muerte de su amiga, Étain de Kildare.
El tañido de la campana anunciaba la cena, la última comida del día, cuando Fidelma cruzó el claustro en dirección al refectorio. Allí encontró a fray Eadulf, que la esperaba nervioso.
– Los obispos y abades de Roma se han reunido en asamblea -le anunció, con lengua torpe, intentando hacer caso omiso del color rojo que rodeaba los brillantes ojos de la hermana-. Han elegido a Wighard para sustituir a Deusdedit.
Fidelma no mostró ninguna sorpresa y comenzó a caminar en dirección al gran comedor.
– ¿A Wighard? ¿Será entonces él el nuevo obispo de Canterbury?
– Sí. Parece que todos opinan que es la mejor elección, pues ha sido durante muchos años el secretario de Deusdedit y está al corriente de todo cuanto ocurre en Canterbury. En cuanto se dispersen los asistentes al sínodo, debe dirigirse a Roma para presentar sus credenciales al santo padre y pedirle que bendiga su nombramiento.
Los ojos de Fidelma emitieron un ligero destello.
– Roma. Me encantaría conocer Roma.
Eadulf sonrió con aire tímido.
– Wighard me ha pedido que lo acompañe en calidad de secretario y traductor, puesto que, como ya sabéis, he pasado dos años en la ciudad papal. ¿Por qué no nos acompañáis vos también, sor Fidelma? Así podríais visitarla.
Los ojos de la hermana volvieron a brillar, y se sorprendió a sí misma considerando seriamente la propuesta. Un repentino rubor encendió sus mejillas.
– Llevo mucho tiempo lejos de Irlanda -dijo adoptando una actitud distante-. Debo comunicar la muerte de Étain a mis hermanos de Kildare.
El rostro de Eadulf reflejó su decepción.
– Me habría gustado tanto poder enseñaros los lugares sagrados de aquella imponente ciudad…
Quizá fue el tono melancólico de su voz lo que la hizo sentirse molesta. El fraile estaba pidiendo demasiado. Entonces su irritación disminuyó, y poco a poco se vio obligada a reconocer que se había acostumbrado a su compañía. Le resultaría extraño no tenerlo al lado una vez finalizados la investigación y el sínodo.
Acababan de sentarse a la mesa cuando apareció sor Athelswith para informarles de que la abadesa Hilda deseaba verlos acabado el condumio.
Cuando sor Fidelma y fray Eadulf entraron en la cámara de la abadesa, ésta se levantó de su silla y fue hacia ellos con los brazos extendidos. Su sonrisa era sincera, aunque sus ojos mostraban profundos surcos, fruto de la tensión de los días pasados y la sesión última del sínodo.
– Tanto Colmán como el rey Oswio me han pedido que os traslade su agradecimiento.
Sor Fidelma tomó entre las suyas la mano de Hilda e inclinó la cabeza, al tiempo que Eadulf besaba el anillo abacial según la costumbre romana.
La abadesa calló unos instantes y luego les indicó con un gesto que se pusieran cómodos. Ella se sentó frente al fuego.
– No hace falta que os diga cuánto os debe a ambos esta abadía o, más bien, este reino.
Fidelma observó la tristeza que se ocultaba bajo su rostro.
– En realidad no hemos hecho gran cosa -repuso con suavidad-. Ojalá hubiésemos podido resolver el caso antes. -Tras arrugar el entrecejo, añadió-: ¿Os iréis también vos de Northumbria, como ha hecho Colmán?
La abadesa parpadeó ante lo inesperado de la pregunta.
– ¿Yo, hija? -respondió-. Yo he pasado aquí cincuenta años, y considero que éste es mi país. No, Fidelma, no me iré.