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– Pero vos seguís la doctrina de Columba -señaló la hermana-. Ahora que Northumbria se ha convertido en súbdita de Roma, ¿seguirá habiendo un lugar para vos en este reino?

Hilda meneó dulcemente la cabeza.

– No me convertiré en romana de un día para otro, si es lo que queréis decir; pero aceptaré la decisión del sínodo por lo que respecta a seguir las costumbres eclesiásticas de Roma, aunque mi corazón siga apoyando las de Irlanda. Sin embargo, debo permanecer en Streoneshalh, en Witebia, la ciudad de los puros…, que espero siempre mantenga su pureza.

El hermano Eadulf se removió incómodo, preguntándose por qué no lograba zafarse de la pena que lo inundaba. Después de todo, su facción había sido la vencedora del gran debate: había triunfado la unitas Catholica. La ley de Roma imperaba por fin en todos los reinos sajones. Entonces, ¿por qué tenía la sensación de que se había perdido algo?

– ¿Quién sustituirá a Colmán en el obispado? -preguntó en un intento de sustraerse a su melancolía.

– Tuda -respondió Hilda con una sonrisa triste-. Aunque recibió su educación en Irlanda, profesa la ortodoxia romana. Él será el nuevo obispo de Northumbria. No obstante, Oswio ha prometido que será Eata de Melrose quien ocupe el cargo de abad de Lindisfarne.

Eadulf quedó perplejo.

– Pero Eata también respaldaba la doctrina de Columba.

Hilda asintió.

– Ahora ha aceptado la romana, de acuerdo con la decisión del sínodo.

– ¿Y qué pasará con el resto? ¿Qué será de Chad, Cedd, Cutberto y los demás? -quiso saber Fidelma.

– Todos consideran que es su deber permanecer en Northumbria, y acatarán el dictado del sínodo. Cedd se ha ido a Lastingham con su hermano, el abad Chad; en cuanto a Cutberto, acompañará a Eata a Lindisfarne para ejercer de prior.

– Al parecer, el cambio ha sido pacífico -meditó Fidelma-. ¿Está Northumbria libre de toda amenaza de guerra de religión?

La abadesa se encogió de hombros.

– Aún es temprano para determinarlo. La mayoría de los abades y obispos ha aceptado la decisión del sínodo, y ésa es una buena señal, aunque también hay muchos que han preferido acompañar a Colmán en su regreso a Iona, y quizá continúen hasta Irlanda para fundar nuevas colonias religiosas. No creo que la paz del reino corra peligro, al menos en lo referente al aspecto religioso. El ejército de Oswio acabó a tiempo con los rebeldes de Alhfrith. El soberano llora la muerte de su primogénito, pero se sabe más seguro en el trono que nunca.

Eadulf levantó una ceja y observó lacónico:

– Pero aún existe una amenaza.

– Ecgfrith es joven y ambicioso. Ahora que ha muerto Alhfrith, el primogénito, ha exigido a su padre que lo nombre reyezuelo de Deira; sin embargo, sigue teniendo los ojos puestos en el trono de Oswio. Además, estamos rodeados de naciones hostiles: Rheged, Powys, el reino de los pictos…; todos están deseando encontrar una situación propicia para atacarnos. Y Mercia aún tiene sed de venganza. El rey Wulfhere no ha olvidado que Oswio mató a Penda, su padre. En estos momentos está extendiendo su poder al sur del Humber. Como veis, la amenaza puede venir de cualquier parte y en cualquier momento.

Fidelma la miró consternada.

– ¿Es ésa la razón por la que Oswio ha dejado la abadía tan pronto para unirse a su ejército?

La abadesa, de repente, mostró una sonrisa irónica impropia de ella.

– Ha ido en busca de su ejército por si a Ecgfrith se le ha pasado por la cabeza que su padre pueda ser tan débil como afirmaba Alhfrith.

Tras un incómodo silencio, la abadesa Hilda miró a Eadulf pensativa.

– Los obispos han elegido a Wighard como nuevo arzobispo de Canterbury, por lo que en breve viajará a Roma. ¿Vais a acompañarlo?

– Necesita un secretario que le haga también de intérprete. Yo he vivido en Roma, y me alegra la idea de volver a ver la ciudad. Por supuesto que iré con él.

Hilda dirigió entonces a Fidelma una mirada inquisitiva.

– Y vos, sor Fidelma, ¿adónde pensáis ir ahora?

La hermana se encogió de hombros después de vacilar unos instantes.

– Regreso a Irlanda. Debo llevar a Kildare las noticias de la muerte de Étain y de la decisión del sínodo.

– Es una lástima que separéis dos talentos como los vuestros -observó la abadesa con aire travieso, mirando a una y a otro-. Juntos hacéis una pareja formidable.

El fraile se ruborizó y emitió una tos nerviosa.

– En realidad es la hermana Fidelma la que posee el talento -dijo atropelladamente-. Yo no hice más que prestar ayuda física cuando fue necesario.

– ¿Qué pasará con Gwid? -terció Fidelma para cambiar de tema.

La expresión de Hilda se hizo más severa.

– Será tratada según es costumbre entre los sajones.

– ¿Qué significa eso?

– Tan pronto como Oswio haga público su veredicto, saldrá de su celda para ser ejecutada mediante lapidación por las hermanas de la abadía.

Dicho esto, la abadesa se levantó antes de que Fidelma pudiese expresar su repugnancia ante semejante proceder.

– Nos volveremos a ver antes de que partáis hacia vuestros respectivos destinos. Id con Dios. Benedictos sit Deus in donis Suis.

– Et sanctus in omnis operibus Suis -respondieron al unísono con una inclinación de cabeza.

Una vez fuera, la hermana se volvió hacia Eadulf para dejar escapar la rabia contenida. El fraile sajón alargó una mano para tomarla por el brazo.

– Fidelma, recordad que no estáis en vuestro reino de Irlanda -se apresuró a decir con el fin de reprimir la furia que parecía estar a punto de estallar-. Aquí las cosas se hacen de otra manera. El castigo para un asesino es la lapidación, en especial si ha cometido sus crímenes guiado por un sentimiento tan vergonzoso como la lujuria. Así es como debe ser.

Fidelma se mordió el labio y se alejó. Estaba demasiado indignada para expresar la sensación de desagrado que la había invadido.

No volvió a ver a fray Eadulf hasta el día siguiente. Ocurrió en el refectorio, cuando la campana terminaba de repicar anunciando la hora del ientaculum, el fin del ayuno. Antes incluso de que tuviera tiempo de sentarse, la anciana sor Athelswith se acercó a ella corriendo.

– Acaba de llegar un fraile procedente de Irlanda y os está buscando, hermana. Se encuentra en la cocina, pues ha hecho un largo viaje y está polvoriento y desfallecido.

Fidelma la miró con interés.

– ¿Que ha venido de Irlanda en mi busca?

– Del mismo Armagh, para ser más exactos.

Llena de asombro, la hermana se levantó y fue al encuentro del viajero. Lo encontró sentado en una esquina de la cocina de la abadía, agotado y lleno del polvo del viaje, partiendo el pan a pellizcos y sorbiendo leche como si llevase días sin comer.

– Yo soy Fidelma de Kildare, hermano -dijo.

El mensajero elevó la vista hacia ella, con la boca llena.

– En ese caso, tengo algo para vos.

Fidelma pasó por alto los modales del fraile, que dejaba escapar parte de la comida de su boca mientras hablaba.

– Se trata de un mensaje de Ultan de Armagh -dijo, haciéndole entrega de un paquete.

La hermana lo tomó, e hizo girar entre sus manos el bulto envuelto en vitela, atada a su vez con una tira de cuero. Se preguntó qué podría querer de ella el arzobispo de Armagh, cabeza visible de la Iglesia de Irlanda.

– ¿Qué es? -Estaba expresando sus pensamientos en voz alta más que solicitando una respuesta, ya que para obtenerla sólo tenía que abrir el paquete.

El mensajero se encogió de hombros sin dejar de masticar.

– Son instrucciones de Ultan. Desea que viajéis a Roma y presentéis la consueta de las Hermanas de Brígida al santo padre para que le conceda su bendición. Os ruega que aceptéis la embajada, pues vos sois la mejor cualificada y la más capaz de las Hermanas de Brígida de Kildare, aparte de la abadesa Étain.