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Colman entrelazó los dedos de ambas manos con aire satisfecho.

– Como sabéis, he convocado aquí a un buen número de personas de gran saber y talento para discutir la situación de nuestra Iglesia -dijo-. Entre ellos destaca con mucho la abadesa Étain de Kildare. En momentos como éste siento que no soy más que un hombre llano sin mucha astucia ni erudición, y en este tipo de debates el abogado llano se encuentra en clara desventaja respecto a los que emplean el ingenio y el humor para convencer a su audiencia. La abadesa Étain es una mujer de vasta sabiduría y abrirá el proceso por nuestra parte.

La abadesa Hilda hizo un gesto de aprobación.

– He tenido la oportunidad de conversar con Étain de Kildare. El suyo es un ingenio rápido y muy agudo. Se podría decir que es casi tan ingeniosa como atractiva.

Colmán tomó aire por la nariz en un ademán de desaprobación. La abadesa levantó su delicada mano para ocultar su sonrisa, pues sabía que Colmán no se sentía especialmente atraído por las mujeres. Era uno de esos ascetas que defendían que el matrimonio no era compatible con la vida espiritual. Entre la mayoría del clero católico de Irlanda, así como entre los britanos, el matrimonio y la procreación no eran considerados pecaminosos. De hecho, muchas de las residencias religiosas eran comunidades de hermanos y hermanas en Cristo que vivían y trabajaban juntos en la expansión de la fe. La misma fundación de Streoneshalh era una de estas «casas dobles» en las que convivían hombres y mujeres que dedicaban sus vidas y su descendencia a la labor de Dios. Sin embargo, a pesar de que Roma reconocía que incluso Pedro, su más importante apóstol, se había casado, y que el apóstol Felipe no sólo había tomado esposa, sino que había llegado a engendrar cuatro hijas, era de sobra sabido que los obispos de Roma eran partidarios, como Pablo, de imponer el celibato a sus religiosos. Éste, en efecto, había escrito a los corintios que, si bien el matrimonio y la procreación no constituían ningún pecado, entre los miembros del clero no eran tan beneficiosos como el celibato. No obstante, la mayor parte de los religiosos de Roma, incluidos obispos, presbíteros, abades y diáconos, seguían desposándose a la manera tradicional. Sólo los ascetas se negaban a cualquiera de las tentaciones de la carne, y Colmán era uno de ellos.

– Imagino que, incluso estando presente Deusdedit de Canterbury, será Wilfrid de Ripon quien pronuncie el primer discurso por parte de la Iglesia romana. Según tengo entendido, Deusdedit no es un gran orador -afirmó el obispo intentando cambiar de tema.

La abadesa Hilda dudó unos instantes y a continuación sacudió la cabeza.

– He oído decir que la comisión romana la dirigirá Agilbert, el obispo franco de Wessex.

Colmán levantó las cejas sorprendido.

– Estaba convencido de que Agilbert se había enemistado con el rey de Wessex y se había marchado al reino franco.

– No. Ha permanecido durante meses con Wilfrid en Ripon. En definitiva, fue Agilbert quien lo convirtió a la fe. Los une una gran amistad.

– Conozco a Agilbert. Es un aristócrata franco. Su primo Audo es el príncipe franco que fundó una residencia religiosa en Jouarre de la que es abadesa su hermana Telchilde. Agilbert es poderoso y tiene buenos contactos; un hombre con el que conviene andarse con ojo.

Colmán estaba a punto de extenderse en su advertencia cuando llamaron a la puerta, y ésta se abrió sin apenas dar tiempo a la abadesa Hilda de preguntar. Delante de ella apareció una joven religiosa con las manos entrelazadas en actitud recatada. Era alta y poseía una figura bien proporcionada que, a los ojos penetrantes de la abadesa, vibraba de exuberancia juvenil. Por debajo de su tocado asomaban rebeldes mechones pelirrojos. Tenía una cara atractiva. «No tanto bonita -pensó Hilda- como atractiva.» La abadesa se dio cuenta de pronto de que su escrutinio estaba siendo respondido por dos ojos observadores y llenos de brillo, aunque no logró determinar si eran azules o verdes debido a la luz cambiante que parecía emanar de ellos.

– ¿Qué sucede, chiquilla? -inquirió la abadesa.

La barbilla de la joven se elevó ligeramente en actitud un tanto agresiva al tiempo que ésta se presentaba en irlandés.

– Acabo de llegar al monasterio, madre abadesa, y me han dicho que os informe de mi presencia, a vos y al obispo Colmán. Mi nombre es Fidelma de Kildare.

La abadesa estuvo a punto de preguntarle qué le hacía suponer que una joven religiosa irlandesa como ella debía anunciarles su presencia. Pero antes incluso de que pudiese reaccionar, el obispo se había levantado de su silla para, de una zancada, plantarse ante la muchacha y tenderle la mano en señal de bienvenida. Hilda lo miró boquiabierta: no era muy propio de la misoginia altanera de Colmán levantarse para saludar a una hermana joven de la orden.

– ¡Sor Fidelma! -exclamó con voz animada-. Vuestra reputación os precede. Yo soy Colmán.

La joven tomó su mano e inclinó ligeramente la cabeza en deferencia a su rango. Estaba demasiado acostumbrada a la falta de muestras de servilismo que los irlandeses profesaban a sus superiores, y que contrastaba con las profundas reverencias propias de los sajones.

– Las palabras de su ilustrísima son sin duda halagadoras. Ni siquiera tenía noticias de poseer reputación alguna.

La mirada penetrante de la abadesa Hilda pudo reconocer una sonrisa divertida que asomaba a los labios de la joven. No era fácil discernir si se trataba de una demostración de modestia o si simplemente se estaba burlando. Sus brillantes ojos se volvieron inquisitivos hacia Hilda, y ésta se convenció de que eran de color verde.

– Ella es la abadesa Hilda de Streoneshalh.

La hermana Fidelma dio un paso al frente e inclinó la cabeza ante el anillo de la superiora.

– Sed bienvenida a nuestro monasterio, Fidelma de Kildare -repuso Hilda-. He de confesar que su ilustrísima, el obispo de Lindisfarne, me ha dejado en clara desventaja, pues desconozco por completo vuestra reputación. -Dirigió una mirada al rostro de halcón de Colmán en busca de algún comentario de su parte.

– Sor Fidelma es dálaigh de los tribunales brehon de Irlanda -apostilló el obispo.

La abadesa frunció el ceño.

– No estoy familiarizada con esa expresión… ¿douli? -Lo pronunció adaptándolo lo más que pudo a su propia fonética, tras lo cual miró a la joven solicitando una aclaración.

Un suave rubor asomó a las mejillas de la hermana mientras, con un hilo de voz, buscaba palabras para explicarse.

– Se trata de un abogado cualificado para ejercer ante los tribunales de justicia de mi país, y defender o acusar a los que comparecen ante nuestros jueces, los brehons.

Con un gesto de asentimiento, Colmán añadió:

– Sor Fidelma ha alcanzado el grado de anruth, por lo que sólo la separa un grado del título mas elevado de nuestro país. Incluso los hermanos de Lindisfarne estamos al corriente de los relatos que se cuentan sobre cómo resolvió un misterio que angustiaba al rey supremo de Tara.

La aludida encogió los hombros en un intento de restar importancia al comentario.

– Su ilustrísima me atribuye un mérito que no merezco -objetó-. Cualquiera podría haber resuelto el misterio en un momento dado. -Por su voz se hacía evidente que no la movía la falsa modestia; sólo estaba dando su sincera opinión.

– ¿Cómo? -se admiró la abadesa, dedicándole una mirada curiosa-. ¿Una abogada capacitada, tan joven… y mujer? Por desgracia, en nuestra cultura las mujeres no pueden aspirar a tan alto puesto, reservado sólo para los hombres.

Fidelma asintió con un movimiento lento de cabeza.

– He oído, madre abadesa, que entre los anglos y sajones las mujeres tienen un gran número de desventajas en comparación con sus hermanas irlandesas.