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La hermana Gwid reveló a Fidelma que se hallaba de camino de vuelta a Iona cuando recibió a su vez la invitación de la abadesa Étain para reunirse con ella en Northumbria, donde debía hacerle de secretaria durante el debate. Por tanto, nadie tuvo nada que objetar al hecho de que Gwid y Fidelma se uniesen al grupo dirigido por Taran con el fin de llevar a cabo la peligrosa expedición hacia el sur desde Iona al reino de Oswio.

El viaje no hizo otra cosa que corroborar la aversión que Fidelma sentía por el religioso picto. Era un hombre vanidoso, no exento de cierto atractivo, aunque su belleza la hacía pensar en un gallito pomposo, siempre pavoneándose y acicalándose las plumas con el pico. No obstante, puesto que conocía las costumbres de anglos y sajones, la hermana no tenía más remedio que reconocer sus dotes a la hora de hacer más llevadero el camino a través de aquella tierra hostil. Pero para ser un hombre lo consideraba débil e indeciso, siempre dispuesto a impresionar, pero que se mostraba completamente incapaz en los momentos críticos, como había sucedido en su encuentro con Wulfric.

Fidelma sacudió la cabeza mentalmente. No tenía ningún sentido pensar en Taran cuando había tantas cosas que reclamaban su atención: paisajes, sonidos y gentes por completo desconocidos.

Dejó escapar una exclamación asustada al volver una esquina y chocar con un fornido monje. De no haber sido porque éste la sostuvo entre sus fuertes manos, la hermana habría acabado en el suelo a causa del golpe. Durante unos instantes, las miradas de los dos jóvenes se cruzaron. Fue un instante casi mágico, en el que los ojos castaños del fraile parecieron hermanarse con los verdes de Fidelma. Entonces la hermana vio la tonsura que orlaba la coronilla del joven y supo que pertenecía a la delegación de Roma, y que probablemente era de origen sajón.

– Lo siento -dijo fríamente, dirigiéndose al monje en latín. Luego, cuando se dio cuenta de que él aún la tenía cogida por los brazos, se liberó con un movimiento suave.

El joven la soltó de inmediato y retrocedió un paso, al tiempo que hacía lo posible para que sus facciones no reflejasen su confusión.

– Mea culpa -respondió con aire grave, golpeándose el corazón con el puño derecho, pero sin ocultar la sonrisa que asomaba a sus ojos.

Fidelma vaciló un momento, tras el cual inclinó la cabeza en señal de reconocimiento antes de seguir su camino, preguntándose por qué la intrigaba el rostro del joven monje. Quizás era debido al aire divertido que creyó advertir tras su mirada. No conocía bien a los sajones, pero aun así, nunca se le habría ocurrido considerarlos gente con mucho sentido del humor. La fascinaba el haber encontrado a uno que no pareciera ser adusto y siniestro ni ofenderse por una nimiedad, características, según su experiencia, comunes a todos ellos. En general, opinaba que eran malhumorados e irascibles, gente que vivía de la espada y que, salvo contadas excepciones, prefería sus dioses guerreros al Dios de la paz.

De pronto se sintió irritada con sus propios pensamientos, maravillándose de que un encuentro tan breve pudiese haber suscitado ideas tan estúpidas. Entró en la parte de la abadía que había sido acondicionada para albergar a los visitantes que asistirían al debate, la domus hospitalis. La mayoría de los religiosos se alojaba en varios dormitoria espaciosos, pero también se había dispuesto al lado de éstos una serie de cubícula individuales reservados a los muchos abades, abadesas, obispos y demás dignatarios. La hermana Fidelma había tenido la suerte de que le fuese asignado uno de estos cubícula, que en realidad no era sino una celda diminuta de dos metros por dos y medio, sin más mobiliario que un sencillo catre de madera, una mesa y una silla. Fidelma dio por hecho que debía agradecer tanta hospitalidad al padre Colman. Abrió la puerta de su cubículum, pero se detuvo sorprendida en el umbral, al tiempo que una hermosa mujer de constitución menuda se levantaba de la silla con los brazos abiertos.

– ¡Étain! -exclamó la hermana al reconocer a la abadesa de Kildare.

Se trataba de una mujer atractiva de unos treinta años. Era hija de un rey del clan Eoghanacht de Cashel, y había renunciado a un mundo de indolencia y placeres tras la muerte en combate de su marido. La fortuna no tardó en sonreírle, y pronto se le reconoció tal habilidad en el campo de la oratoria que llegó a discutir de teología de igual a igual con el arzobispo de Armagh y todos los obispos y abades de Irlanda. Precisamente en honor al prestigio adquirido fue nombrada abadesa del gran monasterio fundado por santa Brígida en Kildare.

Fidelma dio un paso adelante e inclinó la cabeza, pero Étain tomó sus manos en un cálido abrazo. Habían sido amigas durante años, antes de que Étain se viese elevada al puesto de abadesa, y desde que esto había sucedido no habían tenido oportunidad de verse, pues Fidelma había estado viajando por Irlanda.

– Cuánto me alegro de veros, aunque sea en este país extravagante.

Su voz era suave, rica y sonora. Fidelma pensaba a veces que se asemejaba a un instrumento musical del que podían extraerse sonidos agudos de furia, vibrantes de indignación o dulces, como en ese momento.

– Y estoy feliz de ver que habéis llegado sana y salva, Fidelma.

La hermana dejó escapar una sonrisa traviesa.

– No podía ser de otra manera, pues hemos viajado en nombre del único Dios verdadero y amparados por su protección.

Étain le devolvió la sonrisa.

– Yo al menos gocé de la ayuda de los hermanos procedentes de Durrow con los que hice gran parte del camino. Luego, cuando desembarcamos en Rheged se nos unió un grupo de religiosos de ese reino britano. Por último, desde la frontera de Northumbria nos escoltaron de manera oficial Athelnoth y una comitiva de guerreros sajones. ¿Habéis llegado a conocer a Athelnoth?

Fidelma negó con la cabeza.

– No hace una hora que he llegado, madre abadesa -respondió.

Étain encogió los labios y esbozó una sonrisa de reproche.

– El rey Oswio y el obispo de Northumbria lo enviaron para que me diese la bienvenida y me acompañase. Se mostró muy franco a la hora de hablar en contra de la doctrina irlandesa y de nuestra influencia sobre Northumbria; tan franco que llegó a insultarnos. Es un simple sacerdote, pero defiende a Roma criticando nuestra doctrina con tal crudeza que en una ocasión me vi obligada incluso a contener a uno de nuestros hermanos para que no lo agrediese.

Fidelma encogió los hombros indiferente.

– Por lo que tengo entendido, madre abadesa, el debate sobre nuestras liturgias respectivas está causando gran tensión y no pocas disputas. Nunca hubiese imaginado que una discusión acerca de la fecha correcta de la ceremonia pascual pudiera llegar a crispar la situación de esa manera.

Étain hizo una mueca.

– Debéis acostumbraros a llamar a la Pascua Easter *

Fidelma arrugó el entrecejo.

– ¿Easter?

– Sí. Los sajones han aceptado la mayor parte de nuestras enseñanzas con respecto a la fe cristiana, pero insisten en adoptar para la Pascua ese nombre, proveniente de Eostre, su diosa pagana de la fertilidad, cuya celebración coincide con el equinoccio de primavera. Todavía quedan muchas reminiscencias paganas en esta tierra. Notaréis que muchos mantienen las costumbres de sus antiguos dioses y diosas, y que sus corazones aún rebosan odio y deseos de guerra. -La abadesa sufrió un estremecimiento repentino- El ambiente de este lugar, Fidelma, se me hace sofocante; sofocante y preñado de amenazas.

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* Éste es el nombre que reciben actualmente la Pascua de resurrección y la Semana Santa en lengua inglesa. (N. del T.)