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La vicepresidenta habló con serenidad. No le gustaba demasiado la nueva reforma penal, pero era un campo en el que se sentía cómoda debido a sus conocimientos jurídicos. Después, como siempre ocurría y como, a pesar de los años transcurridos, seguía pareciéndole penoso que ocurriera, no hubo ninguna pregunta de alguien que se hubiera leído la reforma o que siquiera hubiese atendido a las palabras de la ministra o a las suyas. Los periodistas se interesaron solo por el par de temas polémicos que habían ocupado la prensa durante la semana. Y así llegó la pregunta inevitable para ese día.

– ¿Qué le parece la valoración obtenida por el ministro de Sanidad en el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas?

La vicepresidenta había ensayado la respuesta minutos antes.

– Es admirable que alguien tan nuevo en el ejecutivo se haya ganado la confianza de los ciudadanos. Y un lujo para este gobierno contar con personas como él entre sus miembros.

Todos sabían que el ministro de Sanidad la había destronado como miembro mejor valorado del ejecutivo. Todos aguardaban su actuación y tal vez una grieta, una mueca inesperada o una ironía mal medida. Nada de eso ocurrió, tenía tablas suficientes y, además, acaso su pérdida del primer puesto la había inquietado menos de lo esperable.

– entonces, ¿no te ha sentado como una patada en el estómago? -imaginó que le preguntaba la flecha.

– Desde luego que sí. Ha herido mi vanidad. Me ha molestado.

– ¿qué es lo que te molesta?

– El ministro es tan maleable. Dicen que la inteligencia consiste en responder con flexibilidad a las situaciones. Ese mérito, sin embargo, en ciertas situaciones se convierte en demérito, aunque no lo parezca.

– el ministro también es más joven que tú.

– Diez años, sí. Pero no es su juventud lo que me ha vencido sino su rapidez para adaptarse. El ha…, cómo decir, automatizado la maquinaria y eso le permite ser rápido. Sin embargo, todo tiene un precio. «Lo contrario de hablar no es escuchar, es esperar», él hace eso. Lo preocupante es que acaba resultando un mérito, parece que no necesitas saber más.

– y pese a todo dices que la noticia te ha inquietado menos de lo esperado.

– Lo pienso por dentro, en público no lo afirmaré porque no me creerán.

– ¿por qué lo piensas?

– Hace tiempo que perdí esta carrera. Otra cosa es que algunos, incluso alguna versión de mí misma, lo advierta ahora. Por otro lado, dejar de ser el favorito es un descanso. Los rivales ya no se ocupan tanto de ti, luego puedes sorprender,

– ¿podrías ser más explícita?

– Ahora no.

La ministra de Justicia, que la había acompañado durante la rueda de prensa, le estaba diciendo algo. Un treinta por ciento de la atención de la vicepresidenta se mantuvo pendiente de sus palabras mientras el setenta por ciento restante se preguntaba qué pensaba la ministra cuando no hacía de ministra. A lo mejor no hay un solo minuto en que eso le pase. Los jóvenes afortunados siempre creen que van a cuadrar el círculo. Es más tarde cuando los fragmentos que no encajaron se te quedan mirando con ojos de perro callejero, y luego te muerden.

Al anochecer, ya en casa, leyó que la flecha le decía: -no me ha gustado tu intervención de hoy. Calla, ya he hablando contigo esta mañana, quiso contestar. Pero pensó: Ella se mueve aunque yo no la mueva, no es un invento mío.

– Era un acto convencional, intrascendente -escribió-. Nadie esperaba que dijese nada, -yo sí.

– Tú, ¿y quién eres tú? Ni siquiera te atreves a decírmelo. Te supongo uno de esos resentidos con el partido socialista, uno de los que piensa que pudimos haber convertido España en una república bananera no alineada, fuera de la Unión Europea. Os traicionamos, decís, ¿a quién traicionamos? ¿No recuerdas la frase de González?: la gente votaba no a la OTAN queriendo que saliera el sí. Es lo mismo con todo: se abstuvieron de votar a favor de la Constitución Europea pero querían que se aprobara, desean vivir en un país moderno, que funcione.

– ¿has hablado con esas personas?

– Yo con quienes tengo que discutir es con los diez millones que votan al PP. Y en eso no me ayudas, -puedo hacerlo, si quieres.

La vicepresidenta soltó el ratón y se levantó. La convicción, cada vez más fuerte, de que su carrera política estaba llegando a un callejón sin salida le pesaba. Más vale una renuncia a tiempo que estropear mi trayectoria justo al final. La vicepresidenta contempló con extrañeza unos años en que nada la urgiría a levantarse, reunirse con personalidades, sonreír y reír ante las cámaras. Renunciar al término de la legislatura, aceptar un trabajo en segundo plano. La política era la organización de la vida. Ella tenía algo que decir acerca de esa organización, quería que la siguieran teniendo en cuenta. Vio con tristeza la vida fantasma de los otros: ahí hay veinte cuerpos, y llega quien puede y dice: tú, tú y tú, solo le salen tres, los demás son fantasmas. Ella trabajaba para aumentar el número de los tenidos en cuenta, los no fantasmas. Y tenía dudas razonables de que quienes vinieran detrás quisiesen hacer lo mismo.

Giró la cabeza en la dirección de las agujas del reloj y después en sentido contrario. Debía de hacer ese ejercicio y otros más porque tenía las vértebras del cuello anquilosadas. Solamente los locos hacen su destino. Volvió al ordenador.

– Dime qué tienes -tecleó despacio la vicepresidenta.

– treinta casos de residencias de ancianos que utilizan los fondos de la ley de dependencia de forma fraudulenta.

– ¿En qué comunidades?

– en tres del PP y dos del PSOE.

– ¿Qué hacen exactamente?

– declaran ancianos, habitaciones y plazas que no existen. También despiden a trabajadoras y adjudican el servicio sin pliego de condiciones ni concurso a empresas que se embolsan más de la mitad del dinero correspondiente.

– Pero ¿qué pruebas tienes tú de que las plazas no existen? ¿Has ido allí, has hecho fotografías? ¿Yo ni siquiera tengo medios para lograr que otros inspeccionen esos centros y resulta que tú si los tienes? ¿Puedes demostrar el fraude de esas empresas?

– la gente es descuidada, tengo cartas, listas de nombres de muertos, solicitudes de plazas denegadas con fecha, también tengo los sueldos que cobran las mujeres contratadas y el dinero que reciben las empresas, no hace falta mandar a un inspector, solo hay que contar con los dedos.

– Está bien.

– ¿qué es lo que está bien?

– Ya veo, quieres que te lo pida.

– ¿Tendrías la amabilidad de hacerme llegar esos documentos?

– tus deseos son órdenes, hasta luego.

Todo seguía igual en la pantalla. El cursor latía sobre la página y, sin embargo, si la flecha había dicho la verdad, ahora la vicepresidenta estaba sola. Es un suicidio político. Detrás de esa flecha hay alguien que quiere acabar conmigo. Abandonó el ordenador y se dirigió al sofá fabricado en Dinamarca. Un capricho. Tenía algunos. Sabía que eran objeto de escarnio desde la derecha y también desde la izquierda. No la habían educado en la austeridad. Amaba el placer. El tejido del sofá, los colores, la forma, le gustaban y disfrutaba mirándolos o tendiendo su cuerpo ahí. Si tuviera que privarse de ello, lo haría. Pero disponía del dinero suficiente. Se había preocupado por asegurar su nivel de ingresos. Tampoco incurría en lujos desmesurados. Pasar la mano y sentir el tacto de un tejido que no es eléctrico ni pegajoso ni demasiado suave. Se tendió de costado, la mejilla sobre sus dos manos y estas sobre el sofá.

La vicepresidenta vio una fábrica mortecina con trabajadoras maduras, gordas de no moverse, rostros abotargados con ojos que ya no alcanzan a distinguir el hilo bajo la máquina de coser. Ellas han hecho esta tela. No, en Dinamarca las fábricas no son así. No puedo pensarlo todo. Entonces vio una fila de abetos en una ladera junto al mar. Y oyó algunas voces, cantaban: «Álzate, carácter mío, desde la grieta; sube, pecado mío, desde el regazo de la tierra, duendecito, desde debajo del álamo». Un día iba a llevar esa música a su despacho, Hedningarna. Carmen la entendería.