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Prefería no hablar en el trabajo de las cosas que le gustaban de verdad. Había construido una zona intermedia, un falso techo de melodías, novelas, paisajes que le agradaban pero sin trastornarla. Los otros libros, la otra música, los lugares donde se refugiaba, no se los dijo a nadie. Eran lo privado, el sitio para estar sola o acompañada por alguien diferente, y no habría querido coincidir allí con multitudes igual que no iba contando por ahí cómo eran los paseos con su padre a lo largo de la playa. Imaginó, sin embargo, un momento robado a la vorágine: a solas con Carmen en su despacho, sin teléfonos, poniendo al mundo en pausa le diría: «Escucha esto», y le traduciría la letra: «Cuando me ponga a cantar mi conjuro, transformaré los mares…». Carmen era tan fuerte como ella, o quizá más: los ojos duros; el valor para arriesgarse a perder la estima y la sonrisa de los otros; el arte de preparar una batería no solo de respuestas verbales sino de acciones y de aliados que las lleven a cabo, que cumplan lo pactado y luego exijan algo a cambio y ella se lo dé sin dejarse arrastrar nunca ni un palmo más allá. «Cuando me ponga a cantar mi conjuro…» No, no puedo llevar nunca esta música a Moncloa, Carmen, porque forma parte de mi debilidad y no puedo permitir que la conozcas, ni siquiera tú. «Cálmate, caballo de espumosa crin, tranquilízate y avanza al paso. Resiste y no te canses, sigue despierto y activo hasta que amanezca.»

Octubre del año anterior

Cuando el abogado vio que el chico le rehuía, que no tenía forma de quedar con él siquiera un rato, decidió usar la petición de Amaya. El chico no aceptaba recibir ayuda, pero quizá aceptase dársela. De sus años de comunismo organizado le había quedado una predisposición a la guerrilla, a no luchar en espacios abiertos y mantener campamentos ocultos, saberes no contados, así el hablante de una lengua extranjera que finge no conocerla, no entender. Por eso no quiso contar al chico ni a nadie que durante esos años ni una sola semana dejó de hackear. Ahora el haber callado sobre sus habilidades le era útil y pudo decir al chico que le necesitaba para ayudar a Amaya.

Primero estuvieron de caza. Con dos buenas antenas y los ordenadores detectaban una red inalámbrica con clave WEP desde el coche, lanzaban un ataque y en menos de una hora tenían la contraseña, además de las wifis abiertas que aparecían de vez en cuando. Llevaban dos portátiles con las Mac cambiadas. A las diez de la noche, tenían las claves suficientes y empezaron a trabajar. Se conectaban a una wifi ajena durante una hora y luego a otra. La ip desde donde se había creado el usuario de Facebook y colgado las fotos manipuladas pertenecía, según averiguaron, a un café con wifi cercano al domicilio del hombre del banco. Cuando obtuvieron la ip de su casa, el chico habló con una botnet para saber si la tenían comprometida.

– ¿Cuánto te van a cobrar por eso?

– A los amigos no se les paga. Se les piden las cosas por favor y ya está.

Esperaron unos minutos hasta que el chico recibió el mensaje:

– La tienen. Oye, estoy muy cansado. Te paso la ip y el kit, me voy a casa. Puedes hacerlo sin mí, veo que estás al día.

– Te llevo, otro día seguimos.

– No, no. Esto conviene hacerlo pronto. Quédate, yo estoy al lado. Tu amiga te lo agradecerá.

– Te llevo. Yo también estoy cansado.

El abogado condujo en silencio. Temía presionar al chico y alejarle o romperle. Se acordó de la chica del metro con el cachorro bajo su mano, tan débil, una presión excesiva lo habría matado sin que nadie reparase en ello. Tengo que pensar una solución. Tengo que ofrecerte una salida y solo mis ganas de ayudar.

Se fijó en que el chico miraba a los lados, y luego hacia su piso como temiendo encontrar una luz encendida.

– Te llamo mañana y te cuento -dijo el abogado.

– Vale.

El chico salió del Mini.

– ¡Oye! ¿No quieres…?

No le dejó terminar.

– No necesito nada, hazme caso, por favor.

Bastante flaco, no demasiado alto, con la camiseta roja asomándole bajo el jersey, habría podido tener diez años menos. De espaldas era, en realidad, idéntico a cuando lo conoció por primera vez, le pareció que incluso reconocía ese jersey con un número tatuado en la espalda. Esperó a que entrase. Luego volvió a la calle de las wifis, apenas había tráfico, algún taxi vacío, algún coche demasiado veloz, las luces rojas del freno huyendo.

Encontró pronto sitio para aparcar. La calle estaba iluminada con luz blanca, la preferida de los vigilantes de seguridad; la luz amarilla no permitía distinguir bien los contornos y producía impresión de abandono además de volver borrosas las grabaciones. Comprendió que él se habría sentido mejor bajo una luz así, lo que acaso le ponía del lado de los malhechores. Su viejo Mini verde botella era una habitación ahora, un lugar conectado entre millones. Tecleó la ip y lanzó la aplicación. Le maravilló la rapidez. Ya tenía acceso al sistema. El kit del chico incluía una herramienta que se autodestruiría en un par de horas para no dejar rastro. Entrar en ordenadores personales no era algo que soliera hacer, pero necesitaba comprobar la identidad del sujeto y decidió curiosear un poco. Listó los archivos y abrió uno de ellos, una imagen. Le sorprendió encontrarse con una fotografía de la vicepresidenta del gobierno. Además, no parecía una foto de ningún acto oficial. La vicepresidenta vestía un pantalón, quizá de pana, azul marino, un jersey grueso, de color crema, y zapatillas de deporte. Al fondo había dos cordilleras de montañas, levemente cubiertas de nieve. Una sombra y un ruido le sobresaltaron, cerró la imagen de golpe. Un adolescente se deslizó a su lado en un skate, eran las dos de la madrugada.

El código malicioso que había introducido mediante el exploit debía ejecutarse cuando detectase que el ordenador estaba conectado pero con poca o ninguna actividad. En esos momentos visitaría una página de un foro donde él habría dejado instrucciones. Una vez cumplidas, los datos obtenidos pasarían a otra página del foro. El abogado recibiría el aviso, se descargaría la información y depositaría nuevas instrucciones en el foro. Cerró el ordenador: notaba los efectos de la adrenalina, se sentía vivo poniéndose en peligro a pesar del miedo. Ahora ya tenía una puerta secreta abierta en el ordenador atacado.

Volvió a casa. El hallazgo había cambiado su humor. Aún seguía habiendo lugares a cubierto, madrigueras conectadas entre sí. Mientras tarareaba una canción, se propuso ver el cuadro: el techo de su Mini verde botella como una ficha solitaria que avanza por la calzada, las otras fichas quietas a los dos lados; dentro del viejo Mini el murmullo del motor y su voz que tararea y se desvanece o quizá no, quizá su propio móvil hackeado, intervenido, hace las veces de micrófono reenviando ese canto alegre y desafinado a algún circuito de teléfonos sombra como el que debe mantener el chico. Y alguien escucha la grabación en algún momento, y quizá entonces esa persona tararee también el estribillo, «fish swim, birds fly, lovers go, by and by…», en una sincronía no autorizada.

Enero

La vicepresidenta, pensativa, reclinaba la cabeza en el cristal tintado del coche oficial. Se dirigía a casa de quien fue uno de los personajes clave en la trayectoria del partido socialista. Luciano Gómez Rubio, quince años mayor que ella, había escrito parte de la resolución a la que se enfrentó Felipe a finales de los setenta, en el 28.° Congreso del partido. En oposición, precisamente, a esa resolución, empezó a gestarse el abandono del marxismo. Si bien la resolución obtuvo una victoria numérica, fue derrotada de facto por la retirada de Felipe. «El PSOE -se decía en ella-, reafirma su carácter de partido de clase, de masas, marxista, democrático y federal.» El que más del sesenta por ciento de los delegados votara a favor de esas ideas provocó la decisión de Felipe González de no presentarse a la reelección en una nueva ejecutiva: «Hay que ser socialista antes que marxista», afirmó de entrada. El resultado ya era historia, un congreso extraordinario donde las tesis de González obtuvieron una victoria aplastante. Luciano dimitió de sus cargos y eligió el silencio. Aunque pocos se acordaban, el actual presidente había estado entonces del lado de aquel hombre y, tal vez por justicia poética, ahora le había encomendado tareas de asesoría, si bien mínimas, en materias relacionadas con el ministerio de Trabajo. De este modo la vicepresidenta entró en contacto con él y nació entre ellos una amistad política.