– Sin embargo, la comisión gestora que quedó encargada de organizar el congreso extraordinario no era imparcial. Su labor fue decisiva. Yo no debería decir esto, aunque al fin y al cabo, ya es algo sabido. Con otra comisión gestora, los delegados y los votos se habrían repartido de distinta manera.
– Había pocas probabilidades.
– No creo que fuera por eso -dijo Julia-, Teníais que responder ante los cien mil militantes, estaban las presiones externas, los fondos, los ataques desde El País. Os esperaba un fracaso estrepitoso, el desmembramiento del partido, el desastre. Pero no llegasteis a intentarlo. Si os hubierais lanzado…
– … por el desbarrancadero. Quizá. Durante los primeros años sí lo pensé hace tiempo que lo he olvidado.
Luciano miró a la vicepresidenta y luego sus ojos se alejaron, tranquilos, más allá de las murallas de libros que les rodeaban. La vicepresidenta pensaba en un manifiesto que le había enviado su sobrino Max:
«Somos los hijos del electrón. Nuestro tiempo no se mide en días ni horas sino en los inalcanzables destellos de la luz. (…) Podéis comprar voluntades, influencias, favores y prebendas pero nosotros os seguiremos siendo esquivos. Y cuando menos lo esperéis… ya estaremos dentro». Poder ser ligera y volátil como un electrón.
– No te he dicho la verdad -dijo Luciano-, Han pasado treinta años y lo pienso todos los días. Si hubiéramos seguido adelante… Nos replegamos. Desde entonces seguimos replegados.
– También el PCE se replegó, eran tiempos confusos. Sin embargo, ahora…
– ¿Ahora? Ahora no queda nada.
La vicepresidenta no contestó. Tal vez quería creerlo. El día a día, cumplir con él. ¿No es mucho, no es todo? Si desplegara sobre una pizarra lo que ella y su equipo hacían en una semana quedaría abrumadoramente cubierta por asuntos que habían afrontado. Nadie podría reprocharles un instante de dejadez. Pero a veces veo mi propia historia y creo, con violenta ingenuidad, con desesperación y con una energía que ni siquiera sé si me pertenece, creo que no soy narrada, que podría tomar impulso y dar comienzo a algo no previsto.
– Se está bien aquí -dijo al poco la vicepresidenta-. Con tus sesenta y tantos y mis cincuenta y tres, en esta habitación somos solo dos preancianos. Y dos preancianos me parecen más capaces de hacer cualquier cosa que una vicepresidenta y un asesor del Ministerio de Trabajo.
– Te engañas.
– Puede. Sin embargo, cuando salgo, cuando hablo y sé que no estoy hablando solo por mí, que soy la institución y como tal me escuchan y me tratan, siempre tengo la misma impresión: como si me dejaran proyectarme lejos pero solo en el recinto de una línea que no se desvía ni puede mirar en otras direcciones.
– Bien, como preancianos prerretirados, conste que tú no lo eres en absoluto, podríamos mirar en todas direcciones, pero no avanzaríamos ni un par de metros.
– La flecha que está en mi ordenador ha avanzado algo más.
– ¿No lo dirás en serio? Julia, sabes mejor que nadie que ese asunto es una locura. Se me ocurren cien personas con nombres y apellidos que podrían haberte tendido una trampa.
– Ten en cuenta el método. Yo también he pensado en personas que querrían hacerlo. Sin embargo, ¿sabrían cómo? No. Tendrían que haber contratado a alguien. Y en ese caso, el contratado sería experto en informática, pero no me hablaría.
– Debe de haber bastantes periodistas y políticos que sepan entrar en un ordenador.
– Alguno habrá. Sin embargo esa flecha me ha dado documentos cuya obtención también le compromete.
– ¿Se lo vas a decir al presidente?
– De momento, no. -La vicepresidenta estiró las piernas y volvió a sentarse con la espalda recta. Soy una cenicienta al revés. Dan las doce y debo abandonar mis pies descalzos y el viejo sillón para volver a los vestidos elegantes y la carroza fría-. Te he traído algunos de esos documentos y las conversaciones que hemos tenido. Te pido que los estudies.
La vicepresidenta abrió su cartera y le entregó las hojas. El las cogió diciendo:
– Pero yo no sé nada de informática.
– No importa. Lo que quiero es que me digas qué clase de cabeza piensas tú que hay detrás de esos papeles. Y qué crees que está buscando.
La vicepresidenta se levantó. Habría querido quedarse allí, esperar a que llegara Julia, cenar con ellos y hablar del presente como de una piedra arrojada contra un muro. Pero no podía, no tenía tiempo, tenía que sostener el muro.
Noviembre del año anterior
En aquel tramo, el paseo de la Castellana producía el efecto de ser una autopista en medio de la ciudad. El abogado cruzó los ocho carriles y siguió andando por un barrio acomodado. Aunque hacía tiempo que había empezado el otoño, de los jardines aún llegaba un olor a verano y a riego. Encontró un bar discreto, algo cutre. El aviso de que tenía wifi estaba escrito en una cuartilla blanca y plastificada pegada al cristal. Dentro apenas había tres mesas y una barra. Su cuerpo, un poco demasiado ancho, puesto de perfil llenaba casi todo el espacio entre la barra y la pared. Un solo camarero atendía a una pareja de ancianos. Al tratarse de un local tan pequeño, no había forma de mantener la pantalla completamente a salvo de los ojos de los intrusos. Indeciso, el abogado miraba hacia todos lados cuando el camarero se dirigió a éclass="underline"
– ¿Quiere conectarse?
El abogado asintió.
El camarero salió de la barra y se dirigió al fondo del bar. Tras una puerta medio cerrada se entreveía un resplandor naranja. Al otro lado había un cuarto algo más amplio con varias mesas y poca luz. Dos chicos jugaban en el mismo monitor, y en una esquina una chica sola tecleaba.
– La contraseña de hoy es cuarenta y nueve huesos. «49» con número, «huesos» con minúscula y sin espacio. ¿Qué toma?
– Agua mineral -dijo el abogado.
Escogió una de las dos mesas del fondo y enchufó el portátil. Al cabo de media hora, los chicos se fueron. La chica que estaba sola tenía auriculares puestos y un vídeo en la pantalla del ordenador. El abogado se concentró en su tarea. Su mundo de escoltas le había confirmado la dirección física de la vicepresidenta y algún dato más que al contrastarlo ahora con los archivos del ordenador no dejaba lugar a dudas: tenía acceso al ordenador personal de la vicepresidenta. La ip que había tecleado el chico no era la del hombre del banco de Amaya. Había confundido un número y ambos vivían en la misma zona. ¿Cómo podía ser que el ordenador de un alto cargo hubiera sido víctima de una botnet? Hizo averiguaciones en torno a la seguridad informática de los altos cargos. Al parecer, también en internet sucedía lo que en la vida diaria con las personas escoltadas. En algún momento estas alteraban los horarios, disimulaban, trataban de conseguir, de cualquier modo, un tiempo propio, un momento de privacidad. Así había ministros que recurrían al ordenador de un familiar, o a uno viejo, e incluso quien, según supo, había utilizado la wep de un vecino para navegar sin sentirse controlado por los responsables de seguridad electrónica del servicio de inteligencia.
Cerró el portátil y llamó al chico desde una cabina. La última vez le había pasado una cuartilla con algunas frases en clave para el caso de que necesitaran verse.
– Hola, ¿te pillo en buen momento?
– Hola. No muy bueno. Me has despertado -contestó el chico.
– Lo siento. ¿Te llamo mañana, entonces? ¿A las nueve y media?
– Sí, vale. Buenas noches.
En teoría, si el abogado había entendido bien la letra del chico, eso significaba que se verían dentro de veinte minutos. El debía esperarle en un bar previamente acordado.
Sí, allí estaba el chaval, junto a la puerta, las manos en los bolsillos, la nariz ganchuda apuntando al suelo.