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– Mejor andamos -le dijo por todo saludo.

– He encontrado algo, por casualidad. Es bastante interesante -dijo el abogado.

– ¿Algo como qué?

– Como el ordenador personal de la vicepresidenta del gobierno.

– ¿Estás seguro?

– Lo he comprobado.

– Supongo que habrá sido un agujero provisional, no creo que puedas volver.

– Puedo. El troyano que habían introducido tus amigos de la botnet era francamente bueno.

– ¿Volviste a hablar con ellos? ¿Cómo los localizaste?

– No lo he hecho: tú tecleaste mal la ip que te pedí.

– ¿Y qué ha pasado con el hijoputa del banco?

– De momento, nada -dijo el abogado.

– Joder, te dejo solo y te pones a jugar con las ipes de la gente.

– No es un juego cualquiera. Pensé…, he pensado que podía sernos útil. Oye, hay un sitio que me gustaría enseñarte. Está a veinte minutos en coche. ¿Vamos?

El chico no dijo que no y, cuando llegaron al Mini, entró con naturalidad. Fueron callados hasta el cerro de los Ángeles. Cuando salieron del coche, el chico dijo:

– Has dicho ordenador personal, es imposible que sea tan imprudente como para tener documentos de interés ni siquiera en el del trabajo, pero menos en el personal.

– En efecto, no he visto nada de trabajo.

– ¿Y cómo sabes que es suyo?

– Llevo dos días recorriéndolo por dentro. También sé que la ip se corresponde con su dirección física. Su casa está a tres manzanas del café con wifi que usó el tipo del banco, la misma subred.

– Vale, tienes su ordenador personal, ¿y…?

– Es una oportunidad.

– ¿Una oportunidad de qué? El poder no lo tienen los vicepresidentes, ni los presidentes. Los tipos que han encargado las escuchas, esos sí tienen poder.

– Si tienen tanto poder… ¿para qué las necesitan?

– No he dicho que lo tengan todo. De todas formas, estoy seguro de que podrían conseguir esa información presionando, solo que prefieren pagar en vez de pedir favores.

– ¿Qué tipo de información es, lo sabes?

– No; solo sé que la mayoría de los teléfonos están relacionados con la banca. Los políticos trabajan para ella.

– A veces, no siempre.

– ¿Quieres averiguar cuántas veces? Te llevarás una desilusión.

– Por favor, chico, lo sé, no me hables como si me sacaras veinte años. Y ahora, dime que no te tienta.

– Vale, me tienta.

Anochecía. Había otros coches aparcados, parejas diseminadas, niños gritando y numerosos coches que abandonaban el lugar. El chico y él eran los únicos que andaban por el último tramo de la carretera en dirección al mirador.

En el centro de la plataforma rectangular, en el primer escalón de unas escaleras más pequeñas coronadas por un grupo de estatuas, cinco adolescentes charlaban y fumaban. Algo más arriba, a la derecha, un hombre solo miraba el horizonte, los codos clavados en las rodillas, las manos sujetándole el rostro. Pasaron de largo y fueron a asomarse al muro de piedra. Un último resplandor rojo se ocultó, la mancha oscura de los pinares cubría el cerro. Más abajo, hasta donde la vista alcanzaba, la ciudad era el público visto desde el escenario de una sala de conciertos, luces de mecheros y de móviles, focos y humo.

– No está mal -dijo el chico-. ¿Vienes mucho?

– Antes sí. Demasiado. Con quince años esta vista te mete en el cuerpo delirios de grandeza, y luego cuesta sacarlos.

– ¿Qué delirios?

– Ver todo, conocer todo. Y controlar casi todo.

– ¿Nunca te ponías malo? ¿No vomitabas, no perdías la cabeza? Controlarlo todo. Yo no controlo ni mi estado de ánimo.

– No exageremos -dijo el abogado.

Detrás pasaron los adolescentes, de retirada. Luego el hombre solo bajó por las escaleras y se alejó. Quedaron ellos dos en la plataforma de piedra. A oscuras, bajo la neblina, Madrid temblaba a sus pies.

– Podríamos contactarla y, en un momento dado, hablarle de tu situación -dijo el abogado.

Una racha de viento desordenado barrió la nuca de las dos figuras acodadas en el muro.

El chico habló despacio, como si un frío venido de otra parte le impidiera sujetar bien la mandíbula, como si tiritara.

– Acércate a ella si quieres. Yo lo haría. Pero no le hables de mí. Tendrás que tener muchísimo cuidado para no espantarla, volver a practicar ingeniería inversa, ya sabes, averiguar de qué está hecho y cómo funciona algo que todo el mundo ve de tal forma que lo puedas llegar a comprender, modificar e incluso mejorar. En tu caso supongo que sería estudiar sus pautas de comportamiento: establecer las costumbres de una vicepresidenta sin oír lo que dice por teléfono ni lo que piensa, pero sí, a lo mejor, lo que escribe y lo que busca cuando está sola.

– ¿Por qué no lo hacemos juntos? Yo soy un aprendiz, tú sabes mucho más que yo.

– No has dejado de practicar -dijo el chico-. Me di cuenta la otra noche. Me pediste ayuda con lo de tu amiga solo para hacerme salir de casa. No creas que no me importa el que quieras ayudarme. Me importa mucho. No sé cómo darte las gracias. Pero ahora no puedes hacer nada. Han disparado al ala de mi avión, estoy cayendo, si tengo suerte y hay paracaídas, saltaré a tiempo o puede que el avión aterrice sin incendiarse. Pero hasta que no llegue al suelo, solo podemos esperar.

– Si consigo que me conteste, ¿cuándo podré hablarle de ti?

El chico le miró.

– No lo sé. Nunca. No puedes hacerlo hasta que yo no te avise. Si te adelantas, acabarán con nosotros. Tienes que esperar, júramelo.

– Lo juro -dijo el abogado.

Calles oscuras, carreteras, barrios iluminados, plazas vacías, más casas, más calles y carreteras, descampados, tierra sola, una ciudad de seis millones de habitantes y el peso de los días en cada espalda y acequias de tristeza. La noche no había cubierto la ciudad sino que parecía rodearla. Abajo, en la ladera, el fuego de una hilera de rastrojos levantó una humareda clara contra el cielo. Hasta las dos figuras llegó el olor a lumbre, a casa de labor. El abogado y el chico alzaron la cabeza y proyectaron la mirada allí donde la noche se precipitaba hacia llanuras solas y ríos sin reflejo.

Enero

Sobre el teclado negro unas manos protegidas con mitones de color lila. Las últimas falanges de los dedos permanecían quietas, sin decidirse a pulsar tecla alguna. La mano derecha se dirigió al ratón y lo agitó produciendo una emisión de luz en la pantalla. La vicepresidenta abrió un documento nuevo. Las manos comenzaron a escribir.

– ¿Estás?

La flecha se movió.

– Oye…

– …

– He impreso copias de algunos documentos y algunas conversaciones, para un amigo. Nada oficial. Le pedí que no se lo contara a nadie.

– podrías haberme consultado.

– No sé qué hacer contigo. Tienes mucha información sobre mí, ¿y si la utilizas? Necesito consejo.

– ¿utilizarla para qué? no quiero chantajearte, quiero tu mayor defecto, te lo dije al principio.

– Las instituciones no son valientes ni cobardes. Y yo no soy más que una pieza de una institución.

– por favor, dejemos la teoría, ¿cuánto confías en tu amigo? ¿es esta la última charla que vamos a tener?

– Confío absolutamente.

– dime su nombre.

– Me parece justo. Luciano. Luciano Gómez.

– dame tu teléfono, por si acaso.

– Me extraña que no puedas conseguirlo.

– no tengo tiempo, me paso el día consiguiéndote cosas ati.

– ¿Para qué lo quieres?

– a lo mejor yo tengo problemas.

La vicepresidenta escribió unos números.

– háblame de la comodidad, de las sonrisas, ¿cómo es sentirse siempre arropada?

– No siempre lo estoy. Tengo enemigos,

– a lo que tienes, yo no lo llamo enemigos.