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– Intentan acabar con mi carrera, reputación y propuestas, pero no son enemigos.

– ni siquiera podrían acabar con tu patrimonio.

– La angustia que sentimos en la vida no es solo económica. Eso no le quita valor a la económica, pero no es lo único que hay.

– ¿y…?

– Has dado por hecho que yo siempre estoy arropada,

– hay angustia bajo las sábanas, bajo el edredón nórdico de plumas de ganso hay carretadas de angustia, estar arropada no significa dejar de sentir, significa no estar en el bando de los ateridos.

– ¿Tú lo estás?

– alguien que conozco, sí.

– ¿Por qué no te basta lo que hago? La modernidad, conseguir que este país no le vaya a la zaga al resto del mundo,

– un mundo que se desmorona.

– Nosotros no hemos creado esta crisis, ha habido otras,

– cada una es peor que la anterior.

– Este mundo seguirá adelante. Si en los últimos tiempos hubiera gobernado el PP en lugar de los socialistas, habría aumentado el número de personas desprotegidas,

– es un número alto.

– Yo te aseguro que sería más alto.

– son demasiadas en cualquier caso, y van en aumento, ¿sería distinto si hubiera gobernado otra vicepresidenta?

– Habría hecho aproximadamente lo mismo que yo. Pero cuando se gobierna un país de cuarenta millones de personas, los matices pueden afectar a cientos de miles,

– ¿estás orgullosa de tus matices?

– En parte sí.

– en qué parte.

– La mitad.

– es bastante, entonces no me necesitas.

– Puede que haya exagerado.

– no me lo parece, lo crees de verdad.

– De acuerdo. Lo creo. Pero te necesito. No te vayas.

– ¿qué quieres tú de mí?

– He estado gravemente enferma, ¿sabes? La enfermedad no es solo asomarse a la muerte. Es eso, pero también son inconvenientes y humillaciones. No poder ni levantarte sola. Supongo que es una forma de pobreza. De no estar arropada.

– mmm…

– Por supuesto, es peor estar gravemente enfermo y además ser pobre. Yo no tenía problemas de intendencia, y recibí atención médica especial. No pretendo hacer valer mi dolor sino contarte que, cuando estuve enferma, vi lo que significaría no poder actuar, vivir en el banquillo el resto de los días. Por fortuna, no llegó a ocurrir. Las cosas salieron bien y he vuelto con ansias de cumplir uno por uno los objetivos que me había propuesto para esta legislatura. Ahora se ha desatado la crisis, mis objetivos están siendo barridos… y apareces tú. ¿Sigues ahí?

La flecha se movió sola de izquierda a derecha.

– estás cansada.

– Tengo bastante frío. Dijeron que estaban haciendo pruebas con la calefacción, que la iban a encender. Pero no la encienden. Tú no notas la temperatura, ¿verdad? La que hace aquí.

– «noto» la temperatura del ordenador, los sensores lo hacen; la de tu casa, no. pero no creo que ahí haga tanto frío.

– Es la segunda vez que usas mayúsculas hoy. Pensé que en tu teclado no había.

– venga, vete a dormir, arrópate para entrar en calor.

– ¿No decías que siempre estoy arropada?

– pero no siempre te das cuenta.

A continuación, sin que la vicepresidenta pulsara tecla alguna, el ordenador se apagó. Ella se quitó los mitones morados. Un último resto de perfume pareció disiparse en el aire desde la piel delgada de sus muñecas. Soy como este perfume, al final del día no queda nada de mí.

Noviembre del año anterior

Los pies del chico, enfundados en unas deportivas blancas, no hacían ruido al desplazarse sobre la acera. Detrás de él, en cambio, unos zapatos de suela pertenecientes a un hombre alto resonaban como un latido apresurado, más cerca cada vez. El chico se detuvo de golpe. Sin mirar atrás ni tampoco simular atarse los cordones de las deportivas. Los pasos también se habían detenido. El chico esperó dos, tres minutos. Entonces se volvió. No había nadie detrás de él. Alcanzó a ver junto al semáforo a un hombre alto que hablaba por el móvil. Sus zapatos parecían de suela.

En el trabajo el día transcurrió del mismo modo. La mirada recelosa del chico se demoraba un par de segundos más de lo necesario en cada rostro, en cada gesto, en unas manos que tecleaban o unos ojos que le seguían desde cualquier esquina.

Por la tarde visitó la sala de control y se demoró unos minutos más de lo habitual. Sin volver la cabeza a los lados, sin morderse las uñas, despacio, metódicamente, repitió los pasos que había practicado durante horas de tal modo que solo estuvo dos minutos más de lo que solía.

Accedió al archivo donde se registraban las conversaciones de los teléfonos sombra, sacó una copia de lo que aún no había sido guardado y borró su rastro. Eran las cinco y media. Volvió a su puesto con la mirada levantada, sin cruzarla con nadie. Sobre el teclado sus manos temblaban, tenía que apoyarlas cada poco tiempo. Un compañero se le acercó. El chico contrajo los músculos del cuerpo mientras intentaba relajar la cara.

– Hoy he traído coche, ¿quieres que te acerque?

– No, gracias. Hoy no voy a casa.

– Ok.

Su compañero ya se iba pero se detuvo un instante, como si estuviera a punto de añadir algo. No lo hizo. El chico volvió la cara hacia la pantalla. Cerró los ojos. Teclados, respiraciones, nadie hablaba. Volvió a abrirlos concentrado en oír: una tos, las ruedas de las sillas, pitidos, golpes de objetos. Ya estaban recogiendo. En el ascensor alguien daba golpes rítmicos, suaves, con la mano sobre la pared.

Se bajó del autobús a mitad de trayecto. Demasiados estímulos, pasos, caras, coches, demasiados ojos al acecho. Entró en un locutorio y adelantó el asunto de Amaya, la amiga del abogado: como no quería pedir otra ip, hizo varios escaneos hasta descubrir un fichero password de base de datos que no estaba protegido por la extensión.php, un backup de configuración, supuso. Pudo, por tanto, leer la información en claro y con ella acceder a la administración de la página en la que estaban las fotos trucadas. No hizo nada que fuera visible, se limitó a subir una aplicación que permitiría al abogado navegar por el sistema de archivos. El pendrive con las conversaciones grabadas en el centro de monitorización le quemaba dentro del bolsillo, le taladraba los huesos.

Cuando volvió a la calle anochecía. Anduvo un trecho; desde otro locutorio, llamó a su hermana:

– ¿Sí?

Al poco tiempo:

– ¿Sí? ¿Quién es?

El chico oía su silencio mientras veía pasar los números digitales con el precio de la llamada.

– Voy a colgar.

El chico asintió con la cabeza, como contestándole.

Cuando oyó el clic y el contador se puso en cero, el chico canturreó despacio:

– Estoy metido en un lío / y no sé cómo voy a salir, / me buscan unos amigos / por algo que no cumplí.

Podría haber hablado con su hermana, haberla saludado por lo menos. Pero entonces le habría preguntado que qué tal le iba y se le daba fatal disimular con ella. Llevaba muchos años interiorizando que no tenía que dar la lata. Nadie se lo había dicho pero él notaba que tenía otro ritmo. «Mi delito es juzgar a la gente por lo que dice y por lo que piensa, no por lo que parece», The Mentor, se sintió identificado cuando lo leyó. Aunque él no se consideraba más listo que los demás, como el Mentor, ni más torpe. Era cuestión de foco, en algunas tareas enfocaba a la perfección, y en otras estaba todo borroso. Así que se acostumbró a pedir que nadie le esperara en lo borroso y a investigar por su cuenta los baudios y los bits, allí donde se sentía cómodo y ágil. Pero ahora todo se había mezclado, eso le mareaba.

Entró en el bar más cercano.

– ¿Qué va a ser?

– Un gin-tonic.

– ¿Ginebra?

– Bombay. -El chico rió para sí-, ¿Sabe qué es lo malo?