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– Ni puta idea.

– Que puedes estar paranoico, pero eso no significa que te persigan.

El hombre no contestó. El chico bebió el gin-tonic como si fuera leche. Volvió a la calle, la noche ahora amortiguaba las amenazas, las sombras se confundían con personas reales y las personas reales solo parecían sombras. El chico silbaba muy bajo, miraba a los perros como si ellos pudieran oírle.

Enero

Sacó otro pitillo, aunque había rebasado con creces los dos cigarrillos diarios que se permitía. Fumó. Inhalaba el tabaco con la avidez con que sus sobrinos, cuando eran pequeños, inhalaban el aire una vez que el llanto de rabieta dejaba paso a los sollozos de pena. Ella se rebelaba contra la pena. Había cometido un error y fumaba como si cada calada pudiera borrarlo, aunque sabía que no era así.

Había levantado la voz a una directora general delante de cinco personas. No debió haberlo hecho. Años atrás llegó a dominar el arte de inhibirse, de conseguir no reaccionar conscientemente ante un estímulo cuando así lo creía necesario. Pero en los últimos tiempos dudaba. ¿Bastaba con la serenidad, siempre? ¿Podía lo correcto compensar no lo incorrecto sino el lento hundimiento de todo? La directora general no merecía que le hubiera levantado la voz. Su única justificación era la historia de la rana que al ser arrojada a una olla hirviendo salta, y en cambio si está en la olla y la temperatura sube lentamente, muere sin reaccionar a tiempo. Por supuesto que un grito no era el mejor modo de romper la inercia, pero no disponía de tiempo ni de la estructura necesaria para poner en práctica los mejores modos, lentos, serenos, estudiados. Todo aquello le resultaba fatigoso. Triste. Fumó asomada a la ventana, imaginando el viaje posible de la ceniza al suelo, quizá llegase disuelta, o podía quedarse en la cabeza de alguien, tierra a la tierra, ceniza a la ceniza.

Cerró la ventana y volvió a su mesa. Revisó su intervención sobre la designación de una localidad como sede de la nueva base de comunicaciones de la ONU en Europa. Leía deprisa y sentía cierta satisfacción por esa base que iba a traer actividad económica y puestos de trabajo a la región. Aunque poco mérito era ese, los llevaría a esa región y se los quitaría a otras regiones que también se habían postulado. Sonó el teléfono: Luciano Gómez Rubio, le dijeron, ya había entrado en la Moncloa. Me gustaría emprender algo nuevo, no llevar cosas de un sitio a otro sino plantar y ver crecer. La avisaron de que Luciano había llegado.

– Adelante.

– ¿Qué haces aquí? -dijo Luciano.

– ¿Cómo? ¿Ni buenos días?

– Ni buenos días, Julia. ¿Qué haces aquí? ¿No sabes que tú no eres tú? Estás aquí representándonos. Estás aquí porque perteneces a un partido aunque no tengas el carnet. No tienes derecho a ponernos en peligro.

– Espera…

– Conozco numerosos casos de corrupción en el partido. He denunciado algunos. He perdido amigos. Seguiré perdiéndolos. Un militante socialista no debe corromperse. Podrá parecerte antiguo, pero sabes que lo creo. No debe corromperse como militante. Si se sale del partido, allá él.

Pero si está en mi partido y yo tengo pruebas, lo denunciaré.

– ¿Corrupción? ¿Por la flecha? Por Dios, Luciano.

El móvil de Luciano sonó muy bajo. Luciano lo sacó de su bolsillo, miró el número entrante y después de colgar lo dejó sobre la mesa.

– Es peor. Los corruptos tienen un motivo. En cambio, tú ¿qué has hecho?, ¿vender la vicepresidencia por un plato de lentejas?, ¿porque un día te apeteció dejarte cortejar por el hombre invisible?

– Retira la palabra «cortejar».

– No. No me refiero al galanteo masculino. Ese individuo te acompaña, hace cosas de tu agrado. Te asiste, él mismo lo dice.

– No sabes si es un hombre.

– Ni lo sé ni me importa. No cambies de tema.

– Yo no he vendido nada. No puede hacernos nada.

– «Hacernos», todo un detalle ese plural. Entonces, ¿te das cuenta de que comprometes al gobierno, al presidente, a mí, a cualquier militante, con esa estupidez?

Luciano era bastante más bajo que la vicepresidenta, pero ahora, frente a frente, no lo parecía.

– ¿Vamos a los sillones?

– Aquí estoy bien.

– Por favor -dijo Julia-. Estoy algo cansada.

Luciano aceptó.

El color crudo del suéter de la vicepresidenta no se distinguía del de la tapicería. Solo sus manos destacaban, y el grito fucsia de los pantalones.

– Luciano, ¿no hemos criticado siempre la rigidez? ¿No dijimos que en nuestro sistema político tendría que haber un sitio para el factor humano?

– El factor humano no puede consistir enjugar con granadas a ver si estalla una.

– No exageres. ¿Crees que es alguien del Partido Popular? ¿Tal vez un periodista? Sinceramente, yo lo descarto.

– De acuerdo, descartado. ¿Qué importancia tiene? Sea quien sea, un lobbysta extranjero, un infiltrado en nuestro partido, un chaval de quince años, es gravísimo.

– ¿Para qué lo harían?

– Para tenerte en sus manos. De hecho, ya estás en ellas.

– No lo estoy. Y si alguien me chantajea, os ofreceré mi cabeza sin dudarlo. Lo sabes. No voy a aferrarme a la vicepresidencia si os pongo en peligro.

– Pero ya sería tarde.

– Sé que no me equivoco. Nada en esos papeles serviría para comprometer al gobierno. Otros debieron haberlos custodiado. No hay extorsión. No hay escuchas ni violación de la intimidad.

– Tú sabes mejor que yo que ahora todo ha cambiado, hay un Wikileaks a la vuelta de cada esquina, si esa flecha ha entrado en tu ordenador, otros pueden hacerlo y colgar luego vuestras conversaciones en la red.

– No lo hará; de todos modos, borraré las conversaciones, las haré desaparecer.

– En un ordenador nada desaparece. Es mentira la frase de que si no guardas los cambios se perderán: los cambios siempre quedan registrados.

– No exageres, Luciano. Desde luego, si esa flecha quiere, puede guardarlo todo. Pero no lo colgará. He decidido creer en ella.

– Un juego intolerable para alguien en tu puesto. ¿Por qué lo haces, Julia? Es una chiquillada.

– La flecha quiere algo de mí. Pero yo también quiero algo de ella.

El frío parecía laminar el aire en capas. No nevaba, aunque hacía días que se anunciaba esa posibilidad.

– Estoy esperando -dijo Luciano.

– No, ahora no. En otro momento, en otro sitio, te lo contaré.

– No creo que haya otro momento. Con mucho esfuerzo y porque, aunque me lo hayas puesto difícil, confío en que vas a rectificar, olvidaré esta historia. Pero no me pidas más -dijo, y le devolvió la carpeta que contenía las conversaciones impresas diciendo-: Quédatela, no quiero tener nada que ver.

Julia miró sus zapatos puntiagudos de tacones finos. Los tacones son un invento del diablo. Era consciente de la gravedad de las palabras de Luciano pero, por una vez, no estaba dispuesta a asumir esa gravedad.

– Como quieras. Tu confianza es muy importante para mí.

La figura de Luciano hundida en la tapicería también parecía perder gravedad.

– Me voy, Julia. Tienes mucho que hacer.

Se levantó.

– Mucho y casi nada.

La vicepresidenta, ya de pie, se inclinó levemente para besar a Luciano en la mejilla.

– No estés lejos -le dijo.

– No me lo pidas -contestó él.

Sacó la pipa del bolsillo y se dirigió a la puerta.

La vicepresidenta volvió a su mesa. El móvil de Luciano seguía allí. Durante un instante tuvo la fantasía infantil de abrir sus carpetas, ver mensajes, llamadas perdidas. Enseguida, enfadada con ella misma, lo tomó y salió en busca de Luciano.

– ¿Quieres…? -le preguntó su secretaria personal.

Julia debería de habérselo dado a ella, las vicepresidentas no corren por los pasillos. Pasó, no obstante, de largo y encontró a Luciano junto al ascensor.