– Toma -dijo entregándole el móvil.
– Gracias.
Luciano miró a la vicepresidenta a los ojos. Ella no esquivó la mirada. La agradeció.
Cuando regresaba a su despacho, la llamaron:
– ¡Julia!
La vicepresidenta se sobresaltó. Era el ministro del Interior.
– Álvaro, ¿qué haces por aquí?
– Ya ves, tengo audiencia y antes he querido pasar a saludarte. Perdona que no te haya avisado, ¿tendrás dos minutos?
– Dos.
Entraron en el despacho.
– Siempre me pregunto quién se ha sentado antes que yo en un sillón, y quién lo hará luego.
– Creí que eras un hombre de acción.
– Por supuesto. Todo es acción. ¿Qué quería mi viejo enemigo Luciano?
– Espero que le hayas saludado.
– Le vi de lejos, una lástima.
– Tú dirás.
– ¿Cuándo puedes comer conmigo?
– ¿Has venido a mi despacho para preguntármelo?
– ¿Por qué no?
– ¿Qué quieres, Álvaro?
– Una tregua. Te lo digo en serio. Tengamos esa comida lo antes posible.
– De acuerdo -dijo Julia y se levantó.
– Perfecto. Nos vemos, Julia.
– Sí, nos vemos.
Diciembre del año anterior
El abogado aparcó el Mini pasadas las once. Llevaba un termo de café y galletas, estaba dispuesto a pasar allí varias horas. Antes de entrar en contacto con la vicepresidenta, necesitaba ser capaz de moverse entre los miedos y deseos de esa mujer como ya lo hacía entre sus scripts y sus archivos. El abogado había pasado algunos días husmeando en documentos borrados y huellas de navegación. Tenía demasiado materiaclass="underline" incluso un ordenador intrascendente, usado para buscar páginas, ver catálogos, vídeos y tomar alguna nota, acumula latidos. Todo cuenta, las veces que ella ha visitado la misma página, el tiempo que tardó en escribir un documento, por qué no quiso guardarlo. Y luego había que contrastar con el material público, entrevistas, declaraciones, comparecencias.
Hizo una lista de las palabras y expresiones que ella más decía: tesón, esfuerzo, sin descanso, energía, determinación, ganas, ánimo, entrega y convicción, confianza, estoy segura, el futuro de España y de la gente, servidores públicos, ambición de país, ocho primeras economías del mundo, ilusión, gratitud, tengo que estar a la altura de las circunstancias, merece la pena, rectitud, rigor. Dios, parece la primera comunión, el decálogo de una niña aplicada, tal vez el de un abogado que dejó de mantener la espalda erguida y combatir. Solo en el poder que acumulas eres distinta de mí; ahí te extralimitas, supongo, ahí te pierdes como yo aprendí a perderme entre los bits y la oscuridad.
¿Qué sabe un hombre de otro, qué sabe un hombre de una mujer? Pero saben. Conozco mi vulnerabilidad y pienso que la tuya será igual y diferente al mismo tiempo. El abogado terminó encontrando en los archivos trazos del sentimiento que buscaba, algo que definió como «yo no puedo ser solo esto». Era una vía de acceso, un flanco débil presente en la mayoría de los seres humanos y más aún en los aplicados, los calvinistas. Por él penetran las intrusiones más peligrosas, aunque también sea origen de inexplicables hazañas.
Para dar con él primero había separado los días cualesquiera de la vicepresidenta de los entenebrecidos. Los segundos, los del error, los días en que el control no lograba controlar y algo se rompía, resultaban esclarecedores. Su periodicidad variaba, y su intensidad y causa: a veces un error propio, otras un ejercicio de injusticia, chapuza o desmesura de los demás. Pero la reacción, tal como ella la contaba en documentos sin título que eliminaba a los tres o cuatro minutos de haberlos escrito, era siempre idéntica. Ni se mortificaba echándose la culpa ni, en el otro extremo, cargaba contra aquellos a quienes, en declaraciones públicas, solía juzgar con dureza extrema. No: en esos desahogos, cartas a nadie, lo que hacía era alejarse de sí misma como si tuviera un secreto. Como si su actividad de vicepresidenta fuera solo un destino que le habían adjudicado, una prenda que no se entremezclaba con su cuerpo, sus átomos.
El abogado pensó en un abrigo verde, de lana. La vicepresidenta se lo ponía pero podía pararse, desabrochar los botones, dejarlo sobre el respaldo de cualquier silla y alejarse unos minutos con sus ojos verdes también y fijos. En esos fragmentos escritos al desgaire, la vicepresidenta parecía visitarse a sí misma, quizá como la responsable de una empresa acude a visitar sucursales en países feroces y lejanos. Una vez allí escucha las penalidades pero guardando siempre un poco de distancia. Luego escribía palabras que al abogado le hacían pensar en jirones de adolescencia: «Por una parte sucede el sentimiento, por otra, sin embargo, sucede lo que dura. Lo que dura no es una mujer con sus fantasmas sino una mujer a vueltas con la vida, en la ciudad que nos destierra de nosotros mismos. Y vagábamos». A veces también acudía a citas de libros. Había una en particular copiada en tres archivos diferentes: «¡Dioses, dioses míos! ¡Qué triste es la tierra al atardecer! ¡Qué misteriosa la niebla sobre los pantanos! El que haya errado mucho entre estas nieblas, el que haya volado por encima de esta tierra, llevando un peso superior a sus fuerzas, lo sabe muy bien».
Después de casi dos años de desahogos fugaces, según delataban los logs de acceso de los documentos, la vicepresidenta dejó de escribirse. No obstante, había más pruebas de inestabilidad. Días obsesivos de rastrear todo lo relacionado con una persona, otros en los que abría veinte veces la página de un hotel y después la imagen de una habitación, y esa página se quedaba abierta durante varios minutos, y luego la cerraba pero al instante se arrepentía y la abría de nuevo: ¿En quién estabas pensando, Julia? Un día, en una carpeta llamada 9, el abogado encontró varios archivos mp3 de un grupo sueco-finlandés llamado «Los paganos», Hedningarna.
Había una dureza extraña en aquel sonido, una crueldad tierna que daba miedo, como lo da la naturaleza sin presencia humana. Aunque no se parecía en nada al sonido bestial de los grupos que acompañaron su propia juventud, algo le hizo pensar en ellos. Tenía potencia, reconoció, evocaba sátiros desnudos en el bosque, era excitante; del consuelo presente en esos sonidos emanaba fuerza, poder. Cada canción había sido reproducida decenas de veces, excepto una que rebasaba el centenar, «Neidon Laulu»: «Perdura en mis pensamientos, conservo en mis recuerdos, aquella hermosa época, ya pasada, cuando cantaba de niña… Estaba libre de preocupaciones; mecida por una calmante brisa, corría como una chispa diminuta, volaba como las hojas por los bosques… Nada me importunaba entonces ni me preocupaba al despertarme, como esta pena que ahora llevo dentro y este dolor de mi pecho».
Pena, un fardo de arpillera rodeando ropas y bultos muy pesados, arrepentimiento. ¿En qué pensaba la vicepresidenta? ¿Cuál era ese dolor? ¿De qué se arrepentía? Pero la vida no funcionaba con claves, nada se abría solo con una contraseña. Cómo mentían los malditos terapeutas que lo cifraban todo en un desencadenante. Y los guionistas en las películas: aquel policía no resolvió un caso y desde entonces ya no es el mismo, aquel guardaespaldas no pudo salvar al presidente y por eso…, cómo mentían. No hay un dolor que todo lo explique, ni una infancia, ni una escena, qué fácil si fuera así.
El abogado miró a su alrededor, nadie en la calle, ningún ruido. Apagó el portátil, lo metió debajo del asiento y salió del coche. Echó a andar en busca de una calle más ancha donde poder proyectar la mirada lejos. Hacía frío, como si hubiera llegado el primer envite del invierno. Dobló la esquina y fue a dar a una avenida en pendiente. Abajo del todo, donde la calle se volvía llana, parecía distinguirse un resplandor más claro, aunque aún faltaban un par de horas para el amanecer. El abogado apoyó su espalda en un tronco de árbol y se quedó quieto, mirando el resplandor. Algo sonó detrás. Volvió la cabeza y vio un bajo con una ventana enrejada. Una mujer joven la había cerrado. Se miraron un segundo y ella se dio la vuelta.