Quizá sí hubiera, pensó el abogado, puntos de inflexión. El tuvo uno pero el temperamento, las circunstancias, las pequeñas vidas dentro de la vida lo fueron diluyendo. Había sido mucho tiempo atrás, en un hospital, una tarde con el mismo frío de madrugada que estaba sintiendo ahora. Mientras su madre estaba dentro de una máquina que averiguaría qué oscuro proceso se había desatado en su cuerpo, él miraba por una ventana de la planta baja del hospital la noche cerrada que lograban rasgar muy débilmente dos farolas encendidas. Su madre no había querido que él la acompañara, pero al final cedió. Y él había llegado hasta el umbral de la máquina, desde allí se permitía dar la mano al que estaba dentro de ese túnel. Pero cuando, ya semidesnuda, su madre entró, le pidió que esperase fuera. El abogado esperó cincuenta largos minutos de pie, junto a una ventana protegida por rejas. Solo un par de veces se dio la vuelta para mirar a las otras personas que también esperaban, saludar a una que había dicho buenas tardes, despedir a un padre y una hija que salían. El resto del tiempo permaneció de espaldas a la gente, con la cara detrás de las rejas, imaginando a su madre dentro de la máquina, anticipando el diagnóstico que habría de ser un plazo de tres meses de vida.
En la planta baja de aquel hospital, asomado a una ventana que después de tantos años aún podía reconstruir con precisión, juró no permitir que la vida pasara solamente: había demasiada oscuridad, dolor a carretadas, por eso, en las treguas, ya fueran de semanas o de años, él iba a perseguir la cola del cometa, un destello profundo como el del autobús que, iluminado por dentro, pasó a unos metros de distancia horadando la noche. Allí el futuro abogado se soñó salvaje, sin aspirar a la heroicidad pero sí a la construcción de un carácter que fuera como una herramienta, resistente y útil para dirigir la energía. No había cumplido nada. Horarios, dinero, contratiempos, habían convertido su vida en una más, llena de transacciones y pequeños arrepentimientos. La tormenta ha hundido el barco, ya no me alcanzan los vasos para sacar el agua, le había dicho su madre en las ráfagas de conciencia de las últimas semanas. Y también, acariciándole el pelo, dijo: «Navega, velero mío, sin temor», los versos que él mismo le había enseñado cuando era niño.
Los puntos de inflexión que sucedieron, que recordamos, no nos cambian. Su delicada persistencia apenas nos hace revivir la ambición de ser mejores. El abogado encendió su último cigarrillo. Dobló la cajetilla como si fuera una caja de leche que debe entrar en el cubo de la basura y aún más. Jugueteó con ese cartón duro entre los dedos. Descubriré tu disparadero, vendrás conmigo a desatar los nudos que no hicimos. Has dicho: «Mi vida tiene pocos secretos. Eso de que no se sabe nada de mí no tiene sentido. Se sabe poco porque hay poco que saber». Pero no lo entiendes, queremos creer en los secretos. Cuando los hay necesitamos atribuirles más poder del que tienen, más significado, y cuando no los hay, pensamos que no es cierto, que están más ocultos pero están. Queremos creer en los secretos, ¿qué más da si son pocos? Uno solo basta porque el secreto, al cabo, es la posibilidad de otra ruta, y otro destino. Yo soy tu centinela.
Febrero
Era viernes y, ante la ausencia del presidente, Julia Montes debía presidir el Consejo de Ministros. Aunque en la sala apenas llegaba a apreciarse, el ruido de la lluvia estaba ahí. La vicepresidenta lo amplificaba en su cabeza mientras oía a los ministros. La luz gris y tamizada del día no lograba difuminarse a través de los visillos gruesos de las ventanas. Además de las dos lámparas de pantalla encendieron las luces del techo, que se reflejaban con molesta nitidez en el tablero ovalado de la mesa.
La vicepresidenta conducía la reunión con agilidad. Las suyas solían ser más rápidas que las del presidente, y no solo debido a su personal inclinación por la toma de medidas concretas frente al mero debate sin reflejo operativo, sino también como muestra de respeto al presidente. Alargar los consejos, incitar a la reflexión y la producción de ideas novedosas precisamente cuando él no estaba le habría parecido inadecuado, casi desleal. Pero se aburría. Tras la comisión de secretarios de Estado y subsecretarios de los miércoles todo estaba hablado, pactado. Las únicas novedades eran dos o tres minucias acordadas a última hora en el café previo a la sesión.
Cogió un caramelo de menta de la cajita de plata que cada ministro tenía delante de sí. Poco después sonó el móvil del ministro del Interior. Un mensaje, otro a los dos minutos; después, nada. Todavía no sabía para qué quería verla. Habían acordado un par de citas que hubo que suspender por imprevistos de él y de ella sucesivamente. No parecía que fuera algo urgente. Esos mensajes que Álvaro acaba de recibir tampoco son urgentes, por más que haya puesto cara de circunstancias al verlos. Lo hace para disimular. Si de verdad fuera algo serio, pondría cara de disculpa, fingiría que es una banalidad, todo con tal de sentir que va siempre dos minutos por delante del resto del gobierno. La vicepresidenta se encogió de hombros. Llevaba demasiado tiempo en política. Había visto demasiado.
Escuchaba al ministro de Sanidad dejando vagar los ojos por los portátiles situados delante de cada ministro. Hacía poco más de un año que estaban. Y todavía el gesto habitual de los ministros seguía siendo empujarlo para despejar su trozo de mesa sobre el que luego desplegaban papeles y carpetas. Los portátiles solo contenían los documentos que iban a tratarse durante la reunión. No eran los de uso personal de cada uno y estaban conectados a la intranet de la Comisión Virtual donde se colgaban documentos de los temas que se verían en el Consejo de otros consejos anteriores. Hasta hacía poco los había considerado una mera herramienta, pero ahora los miraba como en el objetivo de una cámara se miran los ojos del fotógrafo. Tal vez la flecha también fuese capaz de acceder a ellos, aunque al mismo tiempo confiaba en que no, para eso estaba el Centro Criptológico Nacional y no podía desear que no funcionara bien.
La vicepresidenta sonrió. Minutos antes de que empezara el consejo le habían dado una buena noticia, personal, intrascendente, pero inesperadamente agradable. Su próximo viaje transoceánico había sido aplazado al menos seis semanas. Todavía saboreaba el alivio de no tener que precipitarse para resolver tantas cosas. Por lo demás, no había una sola luz en el horizonte. Algunos ministros se esforzaban por narrar pequeñas victorias, proyectos sacados adelante, hechos que sin duda tenían valor pero que en absoluto lograban penetrar, ni arañar siquiera el bloque negro de la crisis. Y debían seguir trabajando, firmando contratos, convenios, planes. Detrás de cada uno de esos proyectos había personas que verían afectada su vida. Parecido a correr en una carrera para lograr llegar en el puesto decimoséptimo en lugar de en el decimoctavo. Y hay que hacerlo.
Llegó un mensaje a su segundo móvil. Raro. Pensó en el presidente o en una verdadera tragedia familiar. Lo miró con disimulo. Era el ministro del Interior: «De hoy no pasa -decía-. Después de la prensa». La vicepresidenta no contestó. Desde niña había detestado la costumbre de pasarse papelitos y mensajes en la clase o en cualquier otro lugar. Álvaro no la miraba y ella siguió como si tal cosa.
Febrero
El apoderado llegó a las oficinas del banco en un taxi. Enseñó su carnet en la entrada con desidia. Estatura mediana, ojos verdes muy claros, traje oscuro y una corbata burdeos, el pelo desaliñado con algunas canas en las sienes.
– Puede subir. Planta nueve, segunda puerta a la izquierda.
El apoderado no llevaba maletín, ni siquiera una carpeta. En el ascensor jugueteó con un pendrive naranja y blanco que sacó del bolsillo.