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– Hola, Irlandés. -Era el vicepresidente ejecutivo, delgado, alto, una calva perfecta y gafas de montura de acero.

El vicepresidente se había adelantado un poco para abrir la puerta.

– Nos reuniremos aquí.

– La sala de los secretos.

– Si quieres llamarla así. Digamos que se revisa con más frecuencia que las otras.

El vicepresidente se sentó a la cabecera de la mesa rectangular.

– Bien, ¿qué pasa? -dijo el apoderado, quien había dejado entre ambos una silla vacía y se había sentado en la siguiente.

– Tú sabrás.

– Yo no sé nada. Están haciendo el trabajo. Yo diría que bien. ¿Qué problema hay?

– Alguien hizo una copia de las conversaciones grabadas.

– No lo creo.

– Nuestros socios de Telefónica tienen las pruebas.

– ¿Lo han hecho y además dejando rastro?

– Me dicen que fue un trabajo muy bueno, pero se olvidaron de lo elemental. Al parecer entraron, hicieron la copia y borraron el rastro. Sin embargo, no se les ocurrió comprobar si había alguien en el sistema en ese mismo momento. Y lo había. Mala suerte.

– No solo mala suerte. Tenían un uno por ciento de posibilidades de que hubiera alguien, ¿cómo no lo comprobaron?

– No es asunto mío, pero tiene su lógica, es doble mala suerte que a quien estaba en ese momento en el sistema se le ocurriera mirar si había alguien más.

– Sé quién ha sido y por qué. No podemos permitirlo. Te presento mis disculpas.

El Irlandés imitó el gesto de descubrirse la cabeza y llevarse el sombrero al pecho.

– Quiero resultados. Pronto.

El Irlandés asintió.

– Bonita camisa -dijo el vicepresidente ejecutivo-. Siempre rompiendo las reglas con audacia.

– He dedicado mucho tiempo a conocerlas. Si no las conoces, no las puedes romper.

– ¿Cómo las aprendéis… vosotros?

– ¿Nosotros? -rió el Irlandés-. ¿Te refieres a… la gente? ¿Qué somos para vosotros, el relleno, abejas obreras, decorado?

– Evítame esta escena de rencor social. Solo sentía curiosidad.

– Eso te honra. Verás, se escucha mucho y se pasa miedo a quedar mal en sociedad, agudiza la atención, y la tensión. Lleva su tiempo, claro. Y tienes que elegir. No puedes aprenderlo todo. Yo renuncié, por ejemplo, a las piscinas. No sé tirarme de cabeza.

– Ya… Quiero ese material, Irlandés.

– ¿Había algo especial?

– Lo mismo que en los otros días. Datos útiles, pero nada singular.

– El chico busca un seguro de vida. Qué gilipollas.

– No me interesan los detalles.

– Supongo que te lo puedes permitir. ¿Cuántas horas ha grabado?

– Un día y una noche de cuatro de los siete teléfonos sombra.

– ¿Qué día?

– Antes de ayer.

El vicepresidente se levantó.

Febrero

El ministro del Interior estaba ya en el restaurante. La vicepresidenta sabía que el baile había empezado, se esperaban cambios en el gobierno y ella había pasado de ser la reina de la fiesta a ser aquella a quien alguien recuerda con gesto distraído cuando la fiesta ha terminado, cuando los más íntimos y más amados prolongan la noche en algún lugar especial y entonces alguien dice: «¿Julia?», y los demás se miran entre sí y pronto olvidan tanto la pregunta como que Julia no está, nadie la avisó.

Mientras avanzaba entre las mesas se representó la comida entera, entrantes y primer plato, segundo, postre, café con tejas y dados de chocolate, y le pareció eterna:

– Me ha surgido un imprevisto, Álvaro, ¿te importa si prescindimos de los entrantes?

– Y del primero, si quieres. Parece que hay buen pescado. ¿Compartimos un rodaballo?

No me apetece mucho pero nos evitará el trámite de la carta. Compuso una sonrisa impecable y una mirada que no dejase traslucir el tedio.

– Perfecto -dijo-. Tú dirás.

– Han empezado los rumores, como sabes. Sinceramente, creo que estoy mejor colocado que tú en esta partida. Pero el presidente es imprevisible, le gusta serlo.

La vicepresidenta sonrió al camarero que le ofrecía el vino para catarlo. Es una hiena. Y se lo voy a decir.

– Está bien -se dirigió al camarero.

Y cuando este hubo llenado las copas:

– Eres una hiena, Álvaro.

– ¿O chacal? Mejor no pensemos en cadáveres. Es desagradable y no creo que sea la imagen apropiada. Nunca te consideraría un cadáver político, Julia. Puede que salgas del gobierno, pero no del poder.

Álvaro es imprudente, pero ¿tanto?

– Hemos evitado los entrantes, el primer plato. ¿Qué tal si nos saltamos los rodeos?

El ministro la miró despacio.

– Te has precipitado y yo diría que ahora no estás en la mejor situación para hacer este tipo de jugadas -dijo.

– No sé de qué me hablas. Y no estoy actuando, Álvaro, no tengo tiempo.

Las manos del ministro, aferradas a los cubiertos, concentraban toda la tensión que no había, en cambio, en su cara. El pareció advertir la mirada y se revolvió incómodo. Entonces dijo:

– Por favor, Julia. Habéis filtrado el favor que Telefónica se disponía a hacer a mis amigos. Que también lo fueron tuyos, ¿te acuerdas?

Para qué juega a acusarme: o no juega y entonces qué está pasando. ¿Ha sido la flecha? La expresión severa y apenada de Luciano sobrevoló el rodaballo y las patatas cocidas.

– Te refieres, supongo, a nuestro grupo de comunicación favorito: ¿qué gano yo filtrando una operación que, te recuerdo, no deja al gobierno en muy buen lugar?

– Venga…, les quieres débiles; les quieres comiendo de tu mano. Pero ¿pensabas que iba a quedarme quieto? No sueles ser tan… torpe.

– Gracias.

Aquella brizna de perejil tenía el contorno exacto de la península Ibérica. La vicepresidenta comió un trozo de rodaballo mientras iba atando cabos. El ministro solo podía estar refiriéndose al artículo de prensa en donde se revelaba que Telefónica estaba dispuesta a comprar un elevado porcentaje del grupo de comunicación amigo pagando las acciones a un valor considerablemente más alto que el que tenían en el mercado. Julia conocía esos datos, aunque no había estado en la reunión donde se dio luz verde a la operación desde el gobierno. Pero no habían podido ocultárselo, Álvaro sabía que sus fuentes permanecían leales. Sin embargo, ella no había filtrado nada, y estaba segura de que Carmen, la única persona con quien lo comentó, tampoco lo había hecho.

– Álvaro, voy a ser sincera, espero poder pedirte lo mismo en breve. La filtración no proviene de mí ni de nadie de mi entorno. Sabes que en este momento jugar a la ambigüedad sería más fácil.

Fue ella ahora quien le miró, qué ojeras, duermes igual o menos que yo. Y no estás completamente atento. ¿En qué piensas?

– Espero que no se nos esté abriendo un flanco inesperado -añadió Julia.

– ¿Qué flanco?

– El sistema de interceptación, Sitel. Nunca me gustó. Ni la comisión interministerial que montamos. Terminará saliéndonos caro haber evitado la Ley Orgánica.

– Vamos, Julia. Las leyes van detrás de los dispositivos. Todo va detrás de los dispositivos. Cuando algo se puede hacer, se hace, en biología, en informática, en armamento. Luego vienen los demás diciendo misa, y qué: no es así como funciona. Teníamos Sitel, no podíamos dejar de usarlo. Es verdad que una vez que abres una puerta trasera en un sistema, ahí queda y otros también la pueden usar si saben cómo. Hay que correr riesgos.

– Las escuchas de Grecia, Italia… ¿Crees que también aquí escuchan nuestras conversaciones?

El ministro se limpió la boca con la servilleta y bebió vino dejando la copa limpia, como si nadie la hubiera tocado.

– Creo muchas cosas y ninguna.

La mirada de la vicepresidenta descansó de nuevo en las manos del ministro, delgadas, nerviosas. Sintió las suyas sin mirarlas, debía evitar traslucir la menor inquietud y sin embargo algo le quemaba por dentro: de pronto la flecha podía ser el peón de una trama y ella una ingenua descomunal. ¿Y si Álvaro sabe algo de la flecha? Hablaré con ella.