– Estás tan cansado como yo -dijo-. Tampoco tienes hijos. ¿Por qué seguimos en esto? No necesitamos el sueldo, ni mantener nuestra capacidad de influencia.
– Me gusta, y sé que entiendes lo que quiero decir.
La vicepresidenta asintió. No compartía las ideas del ministro, tenían diferentes alianzas, propósitos, y a pesar de todo él se contaba entre sus allegados. Esa cercanía no le daba ninguna tranquilidad, más bien al contrario.
Bebió agua para aclararse la voz.
– Entonces, podrían estar escuchándonos. Álvaro, en este momento un escándalo así acabaría con el gobierno.
– Tú has hablado de eso. Yo creía que la filtración era vuestra. Es más, a lo mejor lo es y no lo sabes.
Así que esta era tu frase. La vicepresidenta no contestó. Pensó en el final, estaba más cerca de lo que había previsto y antes de irse debía cumplir la misión que le había encomendado el presidente. Pensó también, con cierto agrado, que Álvaro no estaba informado acerca de esa misión, de lo contrario habría intentado sonsacarla de algún modo.
Terminaron sus platos en silencio. Renunciaron al postre. El ministro pidió un café solo y la vicepresidenta se disculpó, la esperaban.
Diciembre del año anterior
Curioseó en uno de los puestos que había delante del estadio, gorras, camisetas, banderines, bufandas. Por fin, el abogado pidió una bufanda de un equipo pequeño de segunda división que jugaba la Copa del Rey. Supongo que el hombre del bar no la tendrá. Se la dieron sin bolsa, él trató de meterla muy doblada en el bolsillo de la chaqueta pero no le cabía. Al final se la puso y llegó con ella puesta a su cita.
Había ya una taza de café sobre la mesa.
– ¿Llego tarde?
– No, no, es que he bajado antes -dijo Amaya-. Voy a irme pronto. ¿Y eso? -Un apunte de sonrisa mirando a la bufanda.
– Es para un tipo que las colecciona, me la han vendido sin bolsa -dijo aún de pie.
El pelo corto de Amaya dejaba al descubierto su cuello. Se sentó enfrente para no mirarlo. Pese a todos sus propósitos de tratar a Amaya con simple camaradería, de no dejarse llevar por una historia que solo estaba en su cabeza y nunca saldría de ahí, estaba ya excitado e inesperadamente triste.
– ¿Qué te pasa?
– ¿A mí?
– Sí, a quién va a ser. Traes cara de pena.
– Es que estaba probando a vernos a ti y a mí como parte de algo mucho mayor, el cuadro, ya sabes, un poco de indiferencia para hacerte reír, pero me entra una melancolía enorme de que seamos tan pequeños que un soplido nos pueda llevar.
– No funciona así -sonrió ella-. Si te da un ataque de melancolía es que sigues dando importancia a las cosas.
– Pero me da justo cuando se la quito.
– Se la quitas porque crees que la tiene. Si no la tiene no se la puedes quitar.
– ¿Y la gente que se muere? ¿La gente a la que matan? Sí, sí, inocentes, niños decapitados, terremotos, todo eso ¿tampoco tiene importancia? No te querría yo a ti de médica: me tienes que cortar la pierna derecha y me cortas la izquierda, total, como no tiene importancia.
Amaya rió.
– Coño, ahora por qué te ríes si me estoy poniendo trágico.
– Niños asesinados, terremotos, tu pierna izquierda.
– No es lo mismo, pero también tiene su valor.
– Yo te operaría bien. Tu vida me parece muy seria, la que no me lo parece tanto es la mía. No tan seria como para tomarla en serio. Y eso no quiere decir que no me guste con locura. Al revés.
– ¿Las de los demás sí?
– Las de los demás son de los demás.
– Puedo apuntarme a un curso, aprenda en dos semanas a tomarse la vida menos en serio. Mire este sobre de azúcar: ¿lo abre, no lo abre? ¿Es el hecho de abrirlo una decisión de vida o muerte? El problema es que lo es, Amaya, te juro que a veces lo es y no lo sabes.
– Lo que no entiendo es cómo disfrutas tanto bailando, deberías estar aterrorizado, si cada paso es decisivo.
– Pensemos, para bailar hay que elevarse, pero recordando la sangre, que marca el ritmo y es un liquiducho rojo, cinco litros de nada. Supongo que sí, notar el pulso de la sangre debería recordarnos que dentro de cien años todos calvos. Claro que la cuestión entonces es: si dentro de cien años todos calvos, ¿vale la pena comprarse crecepelo ahora?
Amaya rió de nuevo. El abogado la miraba pensativo.
– Sí vale la pena. Por eso estamos aquí, hay que pararle los pies al de mi banco ahora y no dentro de cien años. ¿Cómo va tu amigo?
– Bien, tenemos la ip desde donde subió los primeros datos, es de un cibercafé no lejos de su casa. Luego ha ido a otros. Seguramente bastaría con seguirlo, pero no sé si la policía tendrá tiempo para un operativo así. También tenemos acceso a su página. Podemos meter algo que reenvíe los logs a la policía directamente.
– ¿Es fácil de hacer?
– De momento no, pero es cuestión de tiempo.
– Si lo ha hecho desde un cibercafé siempre puede decir que fue otra persona.
– A no ser que le pillen en ese momento.
– Pero lo que ha hecho, colgar fotos mías con vestidos que yo nunca me pondría, son chorradas. ¿Por eso van a seguir a una persona?
– Si solo es un vestido distinto…
– No, no es solo eso… Se lo ha hecho a más gente. He hablado con dos y se niegan a denunciarle. No quieren acabar amenazadas por un loco. Y la policía no tiene recursos para proteger a las mujeres. Esta sociedad crea mucha más gente desequilibrada de la que puede asumir.
El abogado miró a Amaya y por un momento creyó comprender a ese individuo loco que intentaba adueñarse de la Amaya digital ya que no podía tocar a la analógica. Descartó el pensamiento al ver la expresión cansada y al mismo tiempo herida en la cara de Amaya.
– No sé qué hacer, Eduardo. Es una pesadilla. A lo mejor podríamos asustarle, dejar algo en su página, una advertencia, que sepa que alguien tiene pruebas de que es él.
– Háblame del tipo.
– «¿… Y cómo es él, a qué dedica el tiempo libre?» Solo le veo en el trabajo, y en los actos sociales del trabajo, casi nunca estamos en las mismas reuniones, a veces sí tomamos café con el mismo grupo de gente, pero nada más.
– ¿Qué fama tiene? ¿Qué piensan de él las otras dos personas con que has hablado? ¿Por qué estáis tan seguras de que es él?
– Es muy sociable pero a veces se calla y se te queda mirando como si se riese por dentro. Yo tuve aquella historia de la fiesta. Y si los cíber están cerca de su casa… Además, da igual, sea quien sea hay que pararle.
– Podemos dejarle una advertencia, pero es arriesgado.
– Prefiero eso que seguir como ahora, con la sensación de que estás en sus manos, de que no hay nada que pueda hacer.
Amaya miró su móvil. ¿La hora? ¿Espera un mensaje? ¿Está con alguien?
– Debo irme.
Si le dijera que tengo un secreto, se quedaría. Si le dijera tu secreto. Pero no lo haré.
Ella buscaba al camarero con los ojos.
– Yo pago -dijo el abogado-, tienes prisa.
Febrero
Hacía años que Julia Montes y el Irlandés no se veían. Encontrarse con él en esa recepción adonde ni siquiera había pensado acudir la había puesto ligeramente nerviosa. La vicepresidenta entonces tenía treinta y dos, habían pasado veinte años desde que lo dejaron. Después se habían visto, sí, siempre rodeados de otras personas y sin que hubiera incomodidad alguna entre ambos, más bien al contrario, el trato cordial, las bromas, la amistad, resultaban evidentes para cualquiera y no obedecían a ninguna voluntad de representación. Al cabo de un tiempo, sin embargo, el hijo menor del Irlandés murió en un accidente de tráfico y él desapareció del mundo económico. Su presencia en la recepción no tenía que haber sido ninguna sorpresa; hacía varios años que su nombre aparecía ligado a varias fundaciones benéficas y de investigación. No solo era lógico que estuviera ahí sino que la vicepresidenta tendría que haber visto su nombre en la lista que le propusieron. La inquietaba no haber reparado en él pues se había impuesto a sí misma la obligación de estar siempre alerta; no podía permitirse otra cosa. Cuando llegó el momento de saludar al Irlandés no sintió nada especial. Le llamó la atención su corbata de un verde musgo que hacía más brillante el verde de sus ojos claros. Una camisa de cuadros pequeños bajo un traje gris marengo le daba un aire elegante y atrevido. Ambos mantuvieron la compostura, educados, joviales a pesar de los años. Sin embargo, algo había empezado a martillear en su cabeza con insistencia. Las venas le latían en la frente y en la nuca mientras saludaba, sonreía y prestaba atención a comentarios rápidos, insinuaciones, ruegos. La vicepresidenta se sentó a una mesa junto con el vicepresidente holandés de Spiker y la directora general de SAAB Suecia. No es él quien me ha puesto nerviosa. Pero algo he hecho mal. He cometido una equivocación y ahora no soy capaz de dar con ella.