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Cuando la directora de SAAB se interesó por el papel de la mujer en las disciplinas científicas en España, la vicepresidenta recordó con nitidez el rostro de Helga, la esposa del Irlandés, y supo qué le estaba pasando. Había tenido muy pocas relaciones con hombres casados, la mayoría en circunstancias atenuantes por tratarse de alguien que ya había empezado los trámites de divorcio o separado de hecho, o bien por ser una aventura intrascendente en un viaje, con el compromiso de no reanudarla una vez en Madrid. El Irlandés fue la única excepción. Un hombre casado y con un hijo, que no se llevaba mal con su mujer ni tenía pactos de infidelidad explícitos o tácitos.

Ella entonces no era vicepresidenta ni tampoco diputada sino solo una técnica de administración con un presente fabuloso. El Irlandés, consultor de una de las principales firmas internacionales, le había enseñado, la había ayudado. También, estaba segura, la había querido. Julia recordó las noches en que salían de trabajar pasadas las diez y cómo fueron encontrando espacios clandestinos, calles donde era prácticamente imposible coincidir con un conocido y donde a veces se atrevían a cogerse de la mano o a pasar el brazo por detrás de la cintura. Entonces no llevaba escolta. Descubrieron un café pequeño y anodino al que solían acudir sentándose siempre al fondo, de tal modo que cuando alguien entraba pudiesen verlo ellos antes que ser vistos. Julia se había atrevido a llevar al dueño del café algunos cedés y allí, bajo una música muy poco acorde con la decoración del local, se pasaban horas hablando de trabajo y deseándose. El Irlandés observaba a Julia con fascinación, ella era consciente y jugaba sus cartas practicando el arte de estar, al menos durante unas horas, a la altura de la imagen idealizada que el Irlandés tenía de ella. Nunca se abandonaba: había puesto un límite de un año a la relación. No se lo dijo a él y eso le facilitaba la tarea de ser generosa, excesiva, brillante. En el fondo era como si no solo estuviera tratando de fascinar al marido sino también a la esposa, como si intentara decirle a ella que no estaba compitiendo, que ya había echado su suerte y pensaba retirarse mucho antes de llegar a la meta. Era su número, sus cinco minutos de gloria, luego desaparecería.

La madre de Julia había sabido lo que significaba que su marido tuviera una amante durante años y ella no estaba dispuesta a repetir la historia, aunque fuera desde el otro lado. Ninguna opción servía: ni permanecer siempre en la sombra ni salir a la luz a arrebatar lo que tampoco deseaba: no quería una vida en familia y la espantaba ser el motivo de una ruptura no anunciada. Por eso se había dado un año durante el cual arder sin importarle consumirse, pues sabía que ya no habría más. Solo una vez vio a la esposa del Irlandés. El pelo muy negro, los ojos castaños rebosantes de luz, los movimientos seguros como si el centro de gravedad de su cuerpo pequeño estuviera en perfecta sintonía con la tierra. Fue en la fiesta de un conocido común. Helga la miró despacio, sospechaba, quizá sabía. Durante un instante, Julia soñó con una complicidad imposible: dirigirse a ella, contarle su plan: esto va a durar un año, faltan solo dos meses, no quiero robártelos, concédemelos, a ti te sobran, juro que luego desapareceré. Pero ¿en nombre de qué iba ella a dárselos? Julia devolvió la mirada a aquella mujer, una de las primeras ingenieras de telecomunicaciones que habían ocupado puestos significativos en la industria y que ahora estaba a cargo de la informática de Ferraz. Sabía que no debía acercarse a ella y no lo hizo. Si Helga le hubiera dicho algo quizá habría sido capaz de renunciar a los fuegos artificiales de las últimas semanas, la intensidad del adiós. Pero se mantuvo callada y durante mucho tiempo sus ojos permanecieron en el pensamiento de Julia. A veces cuando su cuerpo jugaba con el del Irlandés, veía esos ojos oscuros en las distintas esquinas de la habitación. Después del año aún había seguido sintiendo aquella mirada en diagonal, como un alfil.

Y ahora había vuelto a sentirla. Por fin comprendía la razón del martilleo, la incomodidad que le había rondado desde que supo que iba a encontrarse con el Irlandés: era la sospecha de que Helga estuviese detrás de la flecha. Cuando terminó el acto, le preguntó por ella a su directora de comunicación.

– Dejó la informática del partido hace dos o tres años. Creo que tiene una empresa propia. Está divorciada, parece que ahora vive con una mujer.

– ¿También informática?

– No sé, Julia. ¿Quieres que pregunte?

La vicepresidenta sacudió la mano.

– No, no, déjalo, no tiene importancia.

Enero

El abogado salió del coche a las doce. Nada en su aspecto dejaba traslucir la excitación, la decisión de darse a conocer. Fumó apoyado en la carrocería, fuera del Mini su cuerpo parecía más grande, como si no fuese a ser capaz de meterlo en el coche otra vez. El pantalón borrosamente planchado, un anorak azul marino heredado de su padre, abierto a pesar del frío, y una camisa gris que parecía absorber la luz de la farola. Dentro del Mini había dejado un pequeño maletín de cuero viejo con el ordenador funcionando. Había habilitado el entorno gráfico, esa noche no se limitaría a explorar el ordenador de la vicepresidenta en modo invisible: se proponía llamar su atención.

Miraba las pantallas a través del parabrisas. El tiempo pasaba sin una señal. Cuando ya iba a tirar el pitillo, en el portátil negro se abrió una ventana con el escritorio de la vicepresidenta. Volvió al coche. Casas en las islas Gambier. En la cara del abogado se dibujó una mueca irónica. Luego se distrajo mirando la casa elegida: el tejado no le gustó, demasiado aparatoso, parecía un gorro de monja. Pero tumbarse en esa hamaca de listones de madera y oír el viento, rodeado de arbustos verdes frente a una playa como no había visto ninguna, debía de ser agradable. ¿Dónde coño estarán esas islas? Memorizó el nombre para buscarlo en otro momento. Después activó la cámara y el micrófono: el rostro de ella apareció en una ventana más pequeña. Te estoy mirando. En ese momento, tal como había planeado, movió el puntero en la pantalla de la vicepresidenta para ser visto.

Se la jugaba, pero quería avanzar. No temía ser descubierto; aunque hubiese dejado huellas, ninguna podía conducir hasta él. Le preocupaba perder el contacto: si ella no le daba una oportunidad, le obligaría a destruir el puente que minuciosamente había tendido. Pero no lo harás. Soy tu centinela, dijo en voz alta mirando el rostro intrigado de la vicepresidenta, que ahora cerraba ventanas y se iba fuera de foco.