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Vio un fragmento de su cabeza apoyada en el respaldo de la silla, los ojos dirigidos a la pantalla. Ahora o nunca. Empezó a abrir y cerrar carpetas en el escritorio hackeado. Abrió también una terminal negra y escribió algunas órdenes en ella. El rostro de Julia se acercó de nuevo a la cámara.

– De manera que no conoce mis costumbres -la oyó decir.

El abogado continuó su danza ligeramente enloquecida por el escritorio. ¿Qué, vas a denunciarme? La vio levantar el brazo, parecía que iba a mover el ratón pero luego el brazo volvió a su sitio. El detuvo cualquier movimiento. Julia bebió algo que podía ser ron con limón, o quizá un simple Trinaranjus. Luego se salió del cuadro otra vez. El abogado subió la sensibilidad del micrófono. Nada. Ni un ruido, ni la voz alejada de la vicepresidenta haciendo llamadas.

Esperó. Daba la sensación de ser un hombre con una paciencia infinita, quieto delante de una pantalla inmóvil como él mismo, sin encender un cigarrillo ni mover una pierna o siquiera suspirar. Pero su pensamiento viajaba a la velocidad de la luz. Si Julia Montes rehúsa entreabrir una ventana para que la envuelva un aire distinto, ráfagas de infiernos helados, religiones de emergencia y napalm muerto, si se niega a oír mi llamada, un grito lejano que no la dejará hasta que ella le plante cara y me atienda, si lleva su ordenador a revisar y me expulsa sin haberme oído…

Movió ligeramente el ratón, la pantalla dejó de estar negra para enfocar de nuevo el respaldo de la elegante silla de madera clara y al fondo una pared borrosa con un cuadro. Tú sabes lo que hay detrás de las puertas. Tú llamaste, te abrieron: ¿qué pasa después? Dentro del coche olía a cerrado; bajó la ventanilla aunque volvió a cerrarla por prudencia en cuanto la vio acercarse. Sintió que le miraba directamente a él; luego, con la misma voz transparente de sus comparecencias pero como si hubiera desaparecido su tensión habitual, ese fondo último de control y dureza, la oyó decir en alto: «¿Quién eres?». Quién soy, rió el abogado por un instante.

Apagó el ordenador y se quedó en el Mini a oscuras. Al mirar la calle procuraba representarse el tendido de cables bajo tierra, llevando señales y electricidad. Vio, como una ráfaga, la cara de su padre. Un cigarrillo caído en un sillón había ardido al parecer durante tres horas mientras su padre dormía en un hostal. No funcionó el detector de humos, murieron los tres huéspedes de ese piso, los tres dormidos, una leve capa de ceniza cubría sus caras cuando les encontraron. El humo no se huele cuando el cuerpo duerme sino que nos aturde y anestesia. Su padre había viajado por motivos de trabajo. Una muerte absurda y chapucera. El abogado, que de niño había querido ser bombero, llegó a pensar en presentarse a las oposiciones para inspector técnico, recorrería todos los hoteles y pensiones comprobando el estado del detector de humos. Luego su padre se fue borrando. Se acordaba de cómo se reía con los chistes absurdos: «Va un caracol y derrapa. Va una canica y vuelca». El abogado puso en marcha el motor y condujo deprisa. Igual me quedan otros cuarenta años, o igual me muero un año de estos como tú. Pudimos habernos encontrado durante más tiempo. Pensó en el chico y en la vicepresidenta. Yo os guardo ahora, soy el segurata por una vez.

Febrero

La vicepresidenta se dirigía a una reunión con varios directores de medios de comunicación en el Sheraton de Rasca- fría. Estaban ya en las inmediaciones del pueblo pero, al ver el cartel redondo de Coca-Cola anunciando un bar, la vicepresidenta decidió permitirse un cuarto de hora para estirar las piernas e imaginar que disponía de tiempos muertos, intervalos donde lo que estaba pendiente no se agazapaba a la espera sino que dejaba de existir y entonces solo contaban las ramas desnudas, el viento, los charcos helados en el barro. Pidió que detuvieran el coche unos minutos. El conductor podía ir a tomar un café. Entretanto ella daría un mínimo paseo junto a la carretera.

Aunque su escolta la seguía con la discreción habitual, hoy le parecía insuficiente. Encontró un mojón blanco y se sentó ahí, de espaldas al escolta y a la carretera. El perfil de la montaña le hizo pensar en el profesor con quien viajó a Amsterdam. El tenía una vena mística y era capaz de contemplar un paisaje como si en cada piedra pudieran leerse las huellas de un plan divino, trascendente. No se sentía solo, su destino había sido previsto por alguien, esa certeza le serenaba. Pero ella no podía creer en algo así. Nadie nos mira. Cuando estamos solos, estamos solos. A mí me miran los escoltas y, a veces, la flecha.

La vicepresidenta echó a andar hacia el escolta. El, que la conocía, sacó un pitillo y fuego y se los ofreció. Julia volvió al mojón, aspiró el humo con felicidad. Si pudiera quedarme aquí un rato largo. Miró la hora y pensó que podía y que además lo necesitaba. Llamó a Carmen por el móvil.

– Faltan cuarenta minutos para la reunión. ¿Puedes acercarte a donde estoy? Necesito que hablemos.

Al colgar se dijo que acaso también era oída, que el propio Álvaro o sus enemigos podían estar escuchando su conversación. No le importaba, hacía tiempo que se había acostumbrado a ser prudente, en cualquier acto público podía haber un micrófono abierto, una periodista, imágenes suyas podían estar siendo grabadas desde lejos. No aquí, espero. Miró a su alrededor. En persona hablaremos tranquilamente.

Oyó el motor del coche y enseguida vio a su directora de comunicación acercarse con un paso que era mitad marcial, mitad de baile, y lo seguía siendo a pesar de la desigualdad del terreno, aunque a veces Carmen se tambaleaba un momento, entonces parecía un Charlot femenino atravesando el campo.

– Estás de buen humor -saludó Carmen.

– Tenías un aspecto divertido viniendo hacia aquí. Mira, ahí hay un claro, creo que tu falda oscura y mis pantalones negros nos permiten sentarnos un rato en el suelo, aunque no sea ortodoxo.

Apoyaron cada una la espalda en un tronco de pino.

– Se está bien aquí. Dime.

– Los anuncios clasificados: le he dado vueltas como me pediste pero mi respuesta es la misma: no voy a permitir que el gobierno pague suscripciones en los colegios a periódicos que publicitan la prostitución. Dices que prohibirlos ahora les llevaría a la ruina, de acuerdo. Lo que no pueden pedirnos es que los difundamos.

– Cualquier otra ayuda será una forma de hacerlo.

– Pero no en el sistema educativo. No voy a pasar por ahí.

– Lo comprendo, lo comparto, aunque me pones en un compromiso. Les había dicho que veía difícil lo de los colegios, sin embargo institutos, bibliotecas, universidades…

Una mancha de sol atravesó las nubes, los pinos, y formó un óvalo plateado en el pantalón de la vicepresidenta.

– No -dijo-. Échame toda la culpa. La tengo por haber dudado.

– Nos lo harán pagar.

– Más les valdría dedicarse a resolver sus problemas. No voy a ceder. Aunque me hagan un editorial en contra cada día, y me busquen las vueltas.

La falda de Carmen, extendida sobre el suelo, formaba un cono granate que ampliaba su pequeña silueta. El pelo largo con mechas rojizas se fundía con la corteza del árbol. I as uñas pintadas del mismo color llameaban brillantes.

– Pareces una criatura del bosque -dijo la vicepresidenta-, Vamos a andar un rato, aún tenemos tiempo. ¿Quieres?

Carmen se levantó a la vez que ella.

– ¿Has averiguado ya de dónde vino la filtración? -preguntó-, Ellos están convencidos de que fuiste tú.

– ¿Piensan que lo habría hecho sin decírtelo?

– No. Creen que yo lo sé y miento -dijo Carmen sin mirarla.

– Y ahora te salgo con los clasificados.

– No importa, es mi trabajo. Pero sí necesito saber si hay alguna relación.

– En absoluto. No me gusta la jugada de Telefónica, y no lo he ocultado, por eso no me llamaron para la reunión, cosa que comprendo. Pero filtrarlo no es mi estilo, y en un caso así jamás lo haría sin consultarte.