Luego vino lo de dejarle un archivo mp3 con «Mother», de Danzig. Lo hizo como si se tratara de una firma, si yo pudiera elegir mi voz, y tú pudieras oírla, no oirías los tonos contenidos de este abogado, sino a Glenn Danzig, sus vocales densas, su timbre eléctricamente poderoso. La siguiente vez que hablaron ella había tapado el micrófono y la cámara. Aunque podía parecer un retroceso, él lo interpretó como un avance, quería decir que Julia había consultado con alguien, o que se había informado y había decidido salvaguardar su imagen física, pero mantener la relación. Ese día el abogado no hizo alusión alguna a la mancha negra sobre la cámara, no quería que ella tuviera constancia de que había estado viéndola, «no me ha gustado», dijo de su intervención. Y ella entró al trapo con ganas, como quien espera sincerarse con alguien cercano.
El abogado miró el rostro brillante de una mujer que pasaba trotando delante de él. Iba vestida con mallas negras y una camiseta de manga larga azul pálido; cruzó sin verle, ya se alejaba de nuevo. Sí, supongo que soy alguien cercano igual que esa mujer durante unos segundos, casi he podido oír su respiración. Los caracteres con que te hablo están a cuarenta centímetros de tu rostro, pero ¿eso basta? Días más tarde, de nuevo el abogado había ofrecido información a la vicepresidenta. Esa vez había sido incluso más fácil, en la mayoría de las empresas que gestionaban las residencias de ancianos los sistemas operativos permanecían sin actualizar, repletos de vulnerabilidades. Así, semana a semana, el abogado fue subiendo la apuesta.
Apagó el pitillo contra el brazo metálico del banco y lo guardó en el celofán de la cajetilla. Anduvo con las manos en los bolsillos del abrigo. Se sentía personaje, supuso que en la vida de cada persona habría momentos, incluso rachas en las que se percibe el roce de lo excepcional, una mirada que observa la propia vida porque sabe o intuye que va a producirse el acontecimiento. Como si las cuentas de la vida no se sumaran una a una, sino que hubiera algo, un hecho, una acción capaz de redimir los años de minucias. Imaginarse dueño de un destino le hacía andar ligero. Había disfrutado siguiendo la agenda de la vicepresidenta y diseñando la vía de acceso para obtener documentos que le permitieran adelantarse a situaciones incómodas. Pero empezaban a faltarle recursos. A veces temía no estar borrando bien su rastro, especialmente en algunos sistemas. Y se le estaba acabando el arsenal, ese conjunto de vulnerabilidades que solo conoce quien las ha encontrado y que al no haber sido reveladas no ha parcheado nadie.
Luego estaba el asunto de las copias: la vicepresidenta había impreso sus conversaciones para enseñárselas a otra persona. Julia había dicho que confiaba absolutamente en ese individuo, y él la creía. Pero las personas tienen carpetas, ordenadores, momentos en los que hacen las cosas sin pensar, y no siempre saben custodiar los secretos propios ni los ajenos. El mismo, por ejemplo, había pedido un número de teléfono a la vicepresidenta. Le excitaba recordar los términos de la conversación:
– dame tu teléfono, por si acaso.
– Me extraña que no puedas conseguirlo,
– no tengo tiempo, me paso el día consiguiéndote cosas a ti.
– ¿Para qué lo quieres?
– a lo mejor yo tengo problemas.
¿Por qué se lo pidió? ¿Acaso pensaba que si se agravaba la situación del chico de forma súbita y definitiva iba ella a escucharles, a acudir en su ayuda? Seguramente no, sin embargo se le había ocurrido la idea en aquel momento y se había dejado llevar. ¿Y si un día se dejaba llevar por el deseo de una cercanía diferente, tenuemente física, y la llamaba? Aunque esperaba no hacerlo, no ponía la mano en el fuego.
Un hombre con un perro negro caminaba a unos metros de él. El cielo estaba ahora más oscuro. El abogado salió del parque y se dirigió a una reunión casi clandestina con vigilantes de tiendas de ropa. No estaba bien visto que vigilantes contratados por distintas cadenas intercambiasen información sobre sus condiciones laborales. El marido de una de las vigilantes tenía un bar y les había cedido una sala en la parte de abajo. Cuando ya estaba llegando, creyó ver a Amaya en la otra acera. En efecto, era ella. Si gesticulo con las dos manos gritando su nombre, me verá, a pesar de que vaya hablando con ese tipo. Y luego, ¿qué voy a decirle? El tipo le ha pasado el brazo por el hombro. El abogado sintió un latigazo no punzante, como una contractura, algo con lo que se había acostumbrado a vivir.
Crisma estaba en su cuarto, tumbado en la cama, vestido, mirando al techo. Se acurrucó de lado y levantó media colcha para taparse. Había lavado sus heridas con agua oxigenada. Le dolían los riñones, el pecho y el estómago, tomó dos calmantes y trató de dormir. Despertó con frío al oír el telefonillo. No había quedado con nadie. Tuvo miedo y se arrebujó aún más en la cama, quizá solo fuera un vendedor. Pero el timbre sonó de nuevo. El dolor volvía con el movimiento. Anduvo despacio camino de la puerta y vio por la mirilla al abogado.
– ¿Estás solo?
– Sí, claro.
– ¿Por qué no me has avisado por teléfono?
– Estuve llamando, pero no contestabas.
– ¿No te han seguido?
– No…, yo qué sé, no me he fijado.
– Pues fíjate, vuelve a la calle, date una vuelta como si te marcharas. Y luego vuelves, vigilando bien que no merodee nadie.
– Pero…
– Si no lo haces así, no te abro.
El chico se sentó con cuidado en la silla más cercana.
Sonó el teléfono. Se levantó sin pensarlo.
– ¡Joder!
Dolía. Vio en la pantalla el número de su madre.
– Hola, mamá.
– Hola, ¡qué voz tienes! ¿Estás acatarrado?
– Sí, un poco.
– Pero vienes a pasar el fin de semana, ¿no?
– Pues no lo sé. Creo que tengo un poco de fiebre.
– Vendrá tu hermana.
– Ya, ya, casi seguro que voy.
– Eso es que no.
– Tengo mucho trabajo atrasado, y con la fiebre voy más lento.
– Llevas dos meses sin venir. ¿Estás bien, seguro? ¿Necesitas algo?
El chico llevó con cuidado el teléfono hasta el sofá, casi no llegaba. Se sentó y estuvo a punto de gritar de dolor.
– Claro que estoy bien. ¿Y vosotros?
– Muy bien. Tu padre tiene ganas de verte.
– ¿Tú no? -intentó bromear.
– Venga… Llamaré el jueves otra vez, por si acaso…
– Nunca te rindes, ¿eh? Mamá, cuelgo, llaman a la puerta. El chico alejó el auricular y lo tapó para suspirar hondo, no podía más.
– Vale, un beso.
– Muchos para vosotros.
Se tumbó de lado en el sofá, cada vez se sentía más mareado. Al rato tocaron de verdad al timbre.
– No he visto a nadie -dijo la voz del abogado.
– ¿Y el portal? ¿Quién lo ha abierto?
– Antes estaba abierto. Ahora he entrado con una mujer rubia de unos cincuenta.
– La del tercero -dijo el chico para sí. Esperó un poco mirando al abogado. No parecía nervioso-. Te abro.
– Cada día más paranoico.
– Me han dado una paliza.
– ¡Qué dices!
El chico se levantó la camiseta.
– No me han pegado en la cara, supongo que no quieren espectáculo, y necesitan que mañana vuelva a trabajar.
– ¿Cuándo ha sido?
– Hace un rato.
– ¿Los indios?
– Los tres que me lo han hecho no lo eran, hablaban un idioma eslavo, creo. Pero venían de parte de los indios.