– ¿Te dijeron algo?
– Sí, el más bajo de los tres. «Ya sabes por qué es esto.»
– ¿Qué puedo hacer?
– Necesito ir al médico -dijo, pero parecía señalar el aire con la cabeza.
Salieron de la casa, al llegar a la planta baja el chico no fue hacia el portal sino a una puerta del fondo. Entraron, el chico encendió una bombilla que colgaba del techo desnuda y bajaron cinco o seis escalones. El chico se sentó en el penúltimo, apoyándose en el brazo del abogado, gimiendo suave.
– Teníamos que salir de casa, por si acaso. Hay tres cuartos trasteros al fondo. No se usan mucho, supongo que ahora no vendrá nadie.
– ¿Tan asustado estás?
– Hice una copia de las conversaciones. Todavía la tengo: eso es lo que me asusta, no me la han quitado.
– Entonces podemos utilizarla.
– No, ¿no lo entiendes? Saben que no voy a hacerlo. Si lo hago me juego la vida.
– Pero si te hacen algo, te pierden, y necesitan tu ayuda, ¿no?
– Esperarán a que termine de asegurarles la red de teléfonos sombra, no me falta mucho y lo saben.
– ¿Has oído la copia?
– Sí. Por ahora hay siete teléfonos desviados. Ese día grabé cuatro, el subgobernador del Banco de España, un consejero delegado de un grupo de comunicación, otro de un banco y alguien del Ministerio del Interior. -El chico cerró los ojos, solo quería dormir. Se repuso con esfuerzo-. Hablan de gestiones financieras, bancos, cajas de ahorro, favores pendientes, no sé bien, es una conversación en medio de otras. -Se dormía-. Tengo el pendrive aquí. Lo tenía en el bolsillo cuando me dieron la paliza, pero ha sobrevivido.
Se lo dio, era azul, con una tapa pequeña y transparente.
– Abre el archivo en un ordenador que no esté conectado a la red. Ten cuidado.
– Necesitas descansar. Te acompaño arriba.
– No puedes usarlo, no puedes hablarle de esto a nadie.
– Lo sé, lo sé.
El abogado se levantó, guardó el pendrive en el bolsillo y al acercarse al chico para ayudarle notó su piel fría y sudorosa. El chico estaba pálido, respiraba deprisa.
– Apóyate en mí -dijo el abogado.
El chico había cerrado los ojos y no le oyó.
– No te duermas. ¿Tengo que moverte o dejarte quieto? Joder, no me acuerdo.
El abogado puso la batería en su móvil, lo encendió y llamó a urgencias, le dijeron que dejara al chico de lado, con las piernas levantadas. ¿Cómo coño hago eso? Se quitó la chaqueta, apoyó sobre ella la cabeza del chico, se sentó al otro lado y le subió los pies a sus rodillas, y luego los subió más con las manos. El chico abrió los ojos.
– ¿Qué pasa?
– Nada, te has dormido.
Sonó el teléfono.
– Lo tenías encendido -dijo el chico con voz débil.
– No, acabo de hacerlo. Es una ambulancia. Tengo que abrir el portal, sigue tumbado así, no te pongas boca arriba.
El abogado subió con el chico dormido a la ambulancia.
– Se está usted poniendo pálido -oyó decir el abogado.
– Me estoy mareando, lo siento.
– Pasa mucho -dijo el enfermero.
En el hospital lograron contener la hemorragia interna del chico y hacerle una transfusión a tiempo. Él le hizo jurar que no llamaría a sus padres.
– Han dicho que saldré pasado mañana. No corro peligro. Por favor, no les asustes por esto.
El abogado asintió. El chico cerró los ojos, el abogado estrechó su mano y, cuando la respiración se regularizó, se fue.
Era el mismo hospital adonde había ido con su madre tantas veces; enfrente, a la izquierda, estaba el edificio con la ventana baja enrejada. No quiso acercarse.
Cuando la vicepresidenta, vocalizando despacio, sin gritar, con una dureza helada, acusó al secretario de Estado de Inmigración y Emigración de haberse abandonado, haber faltado a su responsabilidad y haberse limitado a cumplir los mínimos, él apartó los ojos. La vicepresidenta siguió manteniendo la mirada aunque sabía que se había excedido. Carmen, el secretario general técnico y su nuevo jefe de gabinete, todos parecían estar esperando que lo reconociera. Sería lo justo, pero no puedo. En un cargo como el mío, hay un número limitado de rectificaciones y disculpas. Si lo sobrepaso, estoy muerta.
El secretario de Estado de Inmigración se levantó.
– ¿Necesitas algo más? -preguntó dolido.
– No, gracias. Puedes irte.
Ninguno se volvió para ver cómo salía pero de repente el secretario general técnico se levantó y salió detrás de él. Carmen la miró con calma.
– Tengo trabajo, nos vemos luego.
La vicepresidenta se quedó a solas con el nuevo jefe de gabinete. Echaba de menos al anterior. Habían pasado muchos años juntos, pero no podía recuperarle, se había ido fuera de España por motivos familiares. Manuel era más bajo que ella, eficiente pero se limitaba a cumplir con sus funciones y, aunque era lo único que podía exigirle, no bastaba. Su anterior jefe de gabinete había sabido apagar los fuegos que ella encendía sin querer, había recogido los pedazos que sus movimientos bruscos provocaban. Y lo había hecho más allá de los juicios, porque ella a veces se equivocaba sin razón, pero otras veces su error era inevitable, una concatenación de errores anteriores que ella solo podía frenar con brusquedad, y debía hacerlo, no podía permitirse poner la delicadeza por encima del atropello y la catástrofe. Le echaba mucho de menos. El poder del político, la atracción que despierta es sobre todo la que le confiere su equipo, no ser un individuo solo, no tener que buscar solo la información ni hacer solo las llamadas ni escribir solo las respuestas, entonces parece que somos mejores cuando únicamente somos un organismo de varias cabezas y cuerpos. Miró a Manuel como al refugio que sabemos no nos protegerá.
No voy a sacar el tema, ¿lo sacarás tú? Sí; reconocía esa forma de tragar saliva, todos los que se disponían a llevarle la contraria, a reprenderla, lo hacían igual.
– ¿Estás preocupada? -preguntó Manuel.
– Como los demás.
– Lo entiendo, la tensión, pero…
– Pero nada. No podemos permitir que esa tensión baje, si vas por la calle y sospechas que alguien te sigue, que va a atracarte, no te puedes distraer un segundo. Necesitamos estar así, alerta al ciento veinte por ciento, ni siquiera un ciento diez bastaría.
– No estoy de acuerdo.
– Lo supongo. ¿Se sabe algo nuevo de las ayudas a Haití?
Su jefe de gabinete comenzó a hablar, ella asentía y escuchaba con la doble atención, alerta para detectar posibles problemas, y pensando a la vez. No debí haber sido tajante, tendría que haber conservado la ecuanimidad. Para no herirle y porque en esas cualidades radica mi fuerza. Al perderlas, me pierdo, me debilito. Si yo fuera el secretario de Emigración odiaría a quien me hubiese hablado como yo a él. Esto he ganado hoy, el odio justificado de un hombre atento, inteligente. Me quema por dentro, pero no te lo puedo decir. Nunca cuentes tus dudas a tus subordinados, no tienes derecho a hacerlo y ellos lo saben. ¿Quiere el paciente que el médico le pida opinión sobre el corte adecuado para no dañar el nervio? Esos profesores que preguntan qué nota cree merecer el alumno y le ponen la que dice, ¿le muestran respeto? No. Se quitan el muerto de encima. Si alguien me debe obediencia o está en mis manos, ¿cómo pretender hacerle partícipe de mis errores? Debo aguantar sola, para eso me pagan. La flecha no es un subordinado, con ella podría hablar.
Cuando el jefe de gabinete se fue, la vicepresidenta multiplicó el tiempo, siempre le pasaba, la tensión afinaba su puntería, el estómago encogido la hacía precisa y veloz. Pero por dentro algo se desfondaba, una caja inútil más, un nuevo barco hundido. Ahora que arreciaban las dificultades, con la crisis económica detrás de la puerta, desde los distintos ministerios acudían a ella. Volvían a necesitarla: ¿durante dos meses, cuatro, el resto de la legislatura? Precisamente cuando había tan poco margen de maniobra que ella solo podría ser un pájaro de mal agüero. Sentía más que nunca sus propias limitaciones chocar contra la materia dura de la historia y fantaseaba con la autodestrucción como una vía de descanso posible: dejar caer al suelo su destino, apagarlo apretando la suela de su zapato contra él.