– No, no lo entiende. Yo con usted no tengo relación, yo vivo en otro mundo.
– ¿Para qué me necesita si vive en otro mundo?
– No me sea soplapollas. Supongo que ha oído hablar del palo y la zanahoria. Su amigo ya ha probado el palo. La zanahoria es dinero y tranquilidad. Ochenta mil euros para el chico, treinta mil para usted, gastos aparte si los hubiera.
– No sé cómo podemos llegar a un acuerdo si no somos iguales -dijo el abogado.
– No podemos. O aceptan nuestras reglas, o intentan irse. Ahí está la puerta.
– Yo no quiero el dinero -dijo el chico.
– ¿Por qué no? -preguntó con indolencia el Irlandés.
– ¿Qué más da? He estado pensando y no lo quiero.
– ¿Y su cifra? -preguntó el Irlandés al abogado.
– Yo voy con el chico.
El abogado se encontró con la mirada del Irlandés, no parecía escrutarle ni tampoco entrevió burla; sí, en cambio, algo que le resultaba familiar. El poder que se define por comparación, supongo, él sabe que tiene más que yo, sabe que puede obligarme, y espera.
El abogado se levantó.
– ¿El servicio?
Cerró y se sentó en la tapa del váter. Levantó los ojos buscando una cámara. Putos dispositivos conectados. Quiero mi vida, sin señales, sin satélites. Y pensó en ella, al otro lado de los cables, en sus frases inalámbricas. Es imposible que sepan que te he encontrado.
Cuando volvió el chico seguía apoyado en el brazo del sofá, callado. El Irlandés le daba la espalda y tecleaba algo en su móvil.
– ¿Quién me asegura que nos dejarán tranquilos cuando esto termine? Sé que no estamos en condiciones de exigir. Pero no si no nos da alguna garantía, puede que el chico se quiebre, y yo con él.
– ¿Garantía? ¿Qué quieres, un cheque, un contrato?
– Quiero que no vuelvan a seguirnos. No somos estúpidos ni vamos a salir huyendo. Pero si usted le pide a un médico que opere a su hijo a punta de pistola, puede que el médico se equivoque.
Otra vez el gesto de indefensión, como un destello. El Irlandés mantuvo el tuteo:
– Yo cuido mis instrumentos -dijo extendiendo la mano hacia las dos mesas rectangulares como si aquel conjunto de piezas metálicas demostrase algo-. Os dejaré en paz. Buscadme vosotros cuando tengáis algo para mí.
– ¿Cómo?
– El chico sabe cómo. Buenas noches. Ahora no puedo acompañaros.
El Irlandés volvió a teclear en su móvil.
Volvieron al Mini sin decir palabra. El abogado condujo hasta un hotel con piscina cubierta.
– Ahora eres tú quien está paranoico -dijo el chico mientras el abogado miraba una vitrina de cristal con bañadores.
El abogado asintió con la cabeza y se dirigió al recepcionista.
– Deme dos -dijo señalando los bañadores sin nombrarlos.
– Estoy cansado -dijo el chico.
– Lo sé. Enseguida comemos algo y luego puedes echarte a descansar.
Se cambiaron en el vestuario.
Estaban solos. Tampoco había nadie en el patio exterior, al otro lado del cristal.
– ¿Puede haber un micrófono en la ropa, además de en el coche? -preguntó el abogado.
– No creo.
– Pero ¿hay forma de comprobarlo?
– Hablaré con Curto. Tiene aparatos para detectar todo: localizadores, cámaras y transmisores. Aunque es un amigo, tendremos que pagar, los aparatos son caros, necesita amortizarlos.
– Llámale desde una cabina.
– No te preocupes, tenemos nuestros métodos.
– ¿Por qué no has querido el dinero?
El chico miró hacia otro lado, como buscando a alguien detrás.
– Los putos ricos son libres, es lo que más me jode. Los putos ricos inspiran admiración porque se pueden permitir jugársela, decir que no, dejar un trabajo, qué más les da si no lo necesitan para vivir.
– Pero tú…
– Me vendría de puta madre ese dinero. Pero di, ¿cuánto tendrían que pagarme, que pagarnos, para justificar nuestras vidas? No un año de trabajo, ni dos, sino diez o más, todo el tiempo en que pudimos habernos vendido. Si fuera solo el dinero, hace diez años que habría dejado de trabajar para ganarme la vida, y estaría trabajando para la espuma directamente, para esos tipos que pagan al Irlandés. No, Eduardo. Yo no quiero seguir con esto. Ya me equivoqué una vez. Si acepto es como decirles que no me están obligando.
El olor a cloro se hizo más fuerte cuando el abogado saltó dentro del agua caldosa. El chico ni siquiera había metido los pies, los balanceaba sentado en la tumbona, sujetando el asiento con las manos.
El abogado metió la cabeza bajo el agua. Buceó con los ojos cerrados. Cuando sacó la cabeza el chico se había recostado y parecía dormido.
Habían abucheado al flamante ministro de Sanidad. Después abuchearon al presidente. Recordó los ojillos de Álvaro encendidos como el piloto de una cámara, grabando, sonriendo muy al fondo, y se rebeló contra ese casi inevitable sentimiento de revancha. Cada vez que abuchean a uno de nosotros nos abuchean a todos, decía la razón; se aferró a esa idea sabiendo que en la práctica nadie se guiaba por ella. Estaba en la terraza de su casa. Desde allí se veían dos estrellas, cinco si, como esa noche, el viento había barrido zonas de contaminación y nubes. También veía las luces de los coches doblar la esquina antes que los coches lo hicieran. Y algunas ventanas encendidas en los edificios cercanos. Pensó que podía estar asomado a una de esas ventanas: el hombre o la mujer que había detrás de la flecha.
Tengo que mirarle a la cara. Pero estoy en sus manos. Y no puedo denunciar esta intrusión porque me denunciaría a mí misma. Apagaré el ordenador. Lo desenchufaré. Fuera.
El frío le había atravesado la piel. Cerró despacio la puerta de la terraza, se dirigió al portátil y dio al botón de inicio. Qué absurdo, tener que dar al botón de inicio para apagar. La flecha no se interpuso y ella no vaciló. Eligió la opción de apagar el ordenador, esperó a que la pantalla pasara del azul al negro; luego lo desenchufó.
Refuerzo variable intermitente, en alguna parte había leído que ahí radicaba la adicción a las tragaperras y al correo electrónico, y a la flecha, había pensado ella, y a los focos del poder. Actos que no eran siempre retribuidos sino solo a veces, sin que una pauta permitiera predecir cuándo. Pero ahora ya había una pauta: desenchufada, la flecha desaparecía. Guardó el ordenador en un armario: adiós, misterio; adiós, tristeza; adiós, pantalla.
La vicepresidenta se sentó en un sillón cuadrado, de anchos brazos y tapicería azul pálido. No se había quitado los zapatos; los tacones, que aún sentada la hacían parecer más alta, le infundieron confianza. Piernas cruzadas, manos extendidas, el cuello recto. Miraba al frente con serenidad. Al menos eso tenía que agradecérselo a la flecha: haber desconectado el ordenador le proporcionaba ahora una soledad distinta, recién estrenada.
– Joder, Curto, vaya susto me has dado. ¿No vivías en Barcelona?
– He vuelto, querido.
Crisma se levantó y dio un puñetazo leve en el brazo de Curto. Le había mandado un mensaje cifrado hacía una hora desde un cibercafé y ahora lo tenía ahí delante, frente a su pantalla.
Cualquier iniciado podía advertir que Crisma no estaba ejecutando una aplicación convencional; los colores de la interfaz, la tipografía de gran tamaño, un menú sui gèneris, todo cantaba, chirriaba y parecía gritar: me ha hecho alguien para quien lo de menos es que mi apariencia se ajuste a unos estándares, luego seguramente soy una aplicación para ser usada por un solo usuario, luego: ¿qué demonios de aplicación soy? Por eso él siempre procuraba situarse de espaldas a la pared, y bloqueaba la pantalla al levantarse. Pero Curto se había acercado sin hacer ruido y él estaba cansado.
– ¿Hace cuánto que estás aquí?
– Dos años.
– ¿Y ni una llamada?
– Te recuerdo que os enfadasteis conmigo, por el programa que hice para el cuerpo nacional de policía.