– Los enfados se pasan.
– No me digas eso, hijo. Me creasteis tal mal rollo, especialmente tú, que lo dejé. Bueno, también empezaron a encargarme trabajos que no me gustaban un pelo.
Curto llevaba unas blanquísimas deportivas de baloncesto y un pantalón negro muy ceñido, sonreía.
– Ese programa que estás ejecutando… ejem.
– Voy a cerrarlo.
El chico pagó y salieron a la calle.
– Bien, ¿para qué has hecho salir al genio de su botella? -dijo Curto.
– Un amigo y yo necesitamos tus servicios, detección de micrófonos, localizadores y demás contramedidas.
– ¡Dios! «Crisma05: el regreso.»-No me castigues, anda.
– ¿Conoces el hacklab de Cuatro Caminos?
– No me van mucho los hacklabs -dijo Crisma.
– ¿Por qué?
– No lo sé, Curto, hoy no tengo fuerzas.
– Nunca has sido perezoso. No me parece que hayas cambiado. Estabas hackeando a la una de la madrugada en un locutorio bastante cutre.
– Estaba ejecutando una aplicación creada por mí, nada más.
– Lo que hay que oír. Es viernes, no tienes cara de sueño, ¿por qué no te vienes al hacklab un rato?
– No, gracias, no quiero ver a gente. Hoy no tengo ánimo para lo social. Y tú, ¿qué? ¿Has pasado de trabajar para el Ministerio del Interior a hacerlo para unos okupas? No tienes término medio.
– Odio el término medio, querido, lo sabes. Mira, en el hacklab éramos tres. Y dos se han ido. O sea, que la parte social no te va a agobiar mucho de momento. Disfrutarías con el material que tengo.
Crisma le miró con interés.
– ¿Qué material?
– ¡Eres lo peor! ¡Se te ha iluminado la cara! ¡Eres un obseso total!
– Claro -rió Crisma-. Vas provocando. En serio, necesitamos que nos ayudes. Si dices que ahí no hay nadie podría avisar a un amigo.
– Esperaba violarte en mi cueva, pero si te empeñas, llámalo.
El taxi les dejó delante de un edificio modesto en un barrio de calles estrechas y casas pequeñas, con aceras mal terminadas, sin árboles. Al fondo del portal había dos bajos, entraron en el de la derecha. Curto abrió y dio la luz. Una habitación escueta, con una mesa, algunas sillas, fotocopias, carteles sobre un taller de mimo y sobre el Sáhara, un grifo con una pila para fregar en una esquina. Ni un solo ordenador. El chico miró a Curto sin entender. Curto reía. Crisma recorrió el cuarto con los ojos: ni un armario, ni un recoveco, cuatro paredes lisas, la mesa, el fregadero, ninguna otra puerta.
– Me rindo.
– No me decepciones.
Mesa, fregadero, sillas, puerta de metal, techo blanco con bombilla colgando, suelo de cemento, ventanuco que da al pasillo. Crisma miró de nuevo hacia el fregadero, se acercó y pudo distinguir un reborde débil junto a la pared.
– Caliente, caliente -dijo Curto-. Y ahora ven a mi pequeña Slumberland.
Tiró del grifo del falso fregadero y se abrió una puerta de poco más de un metro de alto. Curto pasó acuclillado, seguido del chico. La nueva habitación era más grande que la primera. Tres de sus cuatro paredes estaban cubiertas por estanterías de distintos orígenes y materiales que sostenían torres, portátiles, enrutadores, consolas, discos duros, algunos conectados entre sí y, a juzgar por los pequeños destellos intermitentes, funcionando. Apoyada en la cuarta pared había una mesa de madera con un PC discreto, uno de esos que podían costar doscientos euros en una tienda de segunda mano. Curto se sentó ofreciendo otra silla al chico.
– ¿Qué hay? -dijo Crisma señalando el material.
– Bueno, veamos, tengo unos cuantos ordenadores haciendo autopsias, un bonito laberinto hecho con routers, antenas y repetidores, algunos servidores, un clúster con bastante capacidad de cálculo. Nada muy llamativo pero todo encantadoramente práctico. Ahí, en ese estante, están los detectores de micros, cámaras y frecuencias, es lo que andabas buscando, ¿no?
– ¿En qué andas ahora? -preguntó Crisma.
– Dímelo tú.
– No puedo.
Curto encendió el PC.
– ¿Te acuerdas de cuando empezamos? Yo a veces encendía el módem y me pasaba horas buscando vulnerabilidades solo para llegar a un sitio donde hubiera alguien -dijo Curto-. Ahora es al revés. Uso los fallos de seguridad para llegar a un sitio donde estar solo, o casi solo. Para entrar en una oficina cerrada cuando es de noche, para pasearme por un despacho vacío del que muy pocos tienen la llave. Facebook, Twitter, clubes restringidos, hasta las más secretas listas de correos se han convertido en sitios llenos de gente, no puedes mover el codo sin empujar.
– Bueno, si es por estar solo, pregúntame. No necesitas ir a ningún lado. Te quedas en casa y cierras la puerta.
– Yo no tengo tanto valor, pequeño.
Crisma miró la pantalla en modo texto, sin iconos ni colores. Encima, sobre un estante, tres monitores de cámaras transmitían imágenes de la calle. Había una silueta familiar en uno de ellos.
– Eduardo -dijo Crisma.
– ¿Tu amigo? Vamos a buscarle.
Estaba frente al portal contiguo.
– Creo que no me han seguido, pero he preferido esperarte aquí.
– ¿Has traído el coche?
– Está aparcado unas calles más allá.
Curto había salido detrás de Crisma. Cerró con llave el local, atravesó el portal y se les acercó. Llevaba en la mano una pequeña bolsa de deporte. Con un par de aparatos comprobó que no había nada raro en el calzado y la ropa.
– ¿Y si lo hubiera habido, si el chico hubiera llevado algo? -preguntó el abogado.
– No te preocupes, en mi cueva no funcionan.
– Pero sabrían que ha venido aquí.
– No sabrían que es aquí. Recuerda que detrás de los dispositivos hay personas, y no suelen querer perder mucho tiempo.
Condujeron hasta un lugar tranquilo y alejado del hacklab. Curto se quedó en el Mini, inspeccionándolo.
Unas decenas de metros más allá:
– ¿Cómo vas?
– Bien, cansado -dijo el chico.
El abogado le miró, sus gafas fresa brillaban bajo la luz de la farola, seguía pareciendo un adolescente enclenque, desgarbado, aunque rondase la treintena.
– ¿Crees que el olor del restaurante llegará hasta esa esquina?
El chico le miró pensativo, luego miró hacia el coche.
– Sí, será mejor esperar a que cierren. ¿Cómo está tu amiga?
– ¿A cuál te refieres, a la antigua o la nueva?
– Ah… A la antigua.
– Bien, la echo de menos.
– ¿Y se lo has dicho?
– Sí, bueno, no con esas palabras. ¿Y tú? ¿Estás con alguien?
– No.
– Como yo, entonces -dijo el abogado.
Curto se acercaba.
– No sé en qué andáis metidos pero ese coche tenía un micro en el retrovisor, y un localizador bajo el asiento.
– ¿Los has quitado?
– No, por favor, soy un profesional.
– ¿Entonces?
– Entonces, si los quito saben que lo sabemos. Os vais a meter en ese coche y vais a hablar como si no tuvierais ni idea de que se está grabando. Y cuando queráis ir a un sitio delicado, tiráis de taxi, metro o coches de amigos.
– El micro no llega hasta aquí, ¿no?
– No, qué va. Solo dentro del coche. Fuera, justo al lado y con las puertas abiertas a lo mejor se oía algo, según el ruido de fondo.
– Muchas gracias -dijo el abogado. Y luego, al chico-: Tengo que hablar contigo de asuntos pendientes, ¿vamos a un bar por aquí?
– Sí, ¿te importa que venga Curto?
El abogado no supo adonde mirar. Le importaba. ¿Era exceso de prudencia, era eso una definición de la cobardía? ¿O era más cobarde callar y asentir?
– Hoy sí me importa.
– Tranquilos. Yo tengo que hacer. Algún día sí me gustaría que me contaseis en qué andáis porque, no es por nada, os veo un poco pálidos.
Curto se marchó contoneándose suavemente.
– He oído las conversaciones grabadas -dijo el abogado cuando entraron en el bar-, ¿De qué va esto?