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– Sé lo mismo que tú, no he oído ninguna más.

Había un espejo horizontal detrás de la barra donde solo se veía el torso y las manos de los clientes. Pasaron al fondo, se quedaron junto a una mesa alta sin banquetas.

– No entiendo de qué tienen miedo. No hay nada en esas conversaciones que justifique una paliza como la que te dieron. Los bancos están presionando para quedarse con las cajas, y con parte del dinero que el Estado les dé, ha salido también en los periódicos. ¿Qué se supone que podrías hacer con eso?

– Es un pulso, Eduardo. Ellos me necesitan, eso no les gusta. A mí tampoco me gusta estar en sus manos. Intente cubrirme las espaldas y eso les gustó menos todavía. Pero esta vez no habrá errores.

– ¿Por qué te empeñas en rebelarte? Termina tu trabajo y te librarás de ellos.

– No, ya me han engañado una vez. Tú mismo acabas de verlo. El Irlandés no ha cumplido su palabra. Nos controlan. No quiero estar en manos de nadie.

– Lo que estás es mal de la cabeza. Tú solo contra esa organización: un gran banco, sicarios, empresas, ni siquiera sabes quiénes están detrás.

– Te tengo a ti -sonrió el chico.

– Se me olvidaba, conmigo al fin del mundo.

– Ellos me han buscado. El que ofrece siempre tiene algo que perder.

– ¿Y tú no? Casi te dejan inválido.

– ¿Crees que soy un enclenque, verdad, un chico solitario? Crees que soy lo que parezco.

– Aunque fueras el gigante de hierro. Dos personas contra cientos que a su vez tienen dinero, contactos, todo. ¿Qué pretendes hacer?

– Curto puede ayudarnos.

– Seríamos tres, eso cambia las cosas, ya te digo.

– Voy a conseguir algo que les obligue a dejarme en paz. Ya sé que me falta el aspecto. Incluso, supongo, la actitud. Pero a veces la actitud va por dentro, como la sangre.

– ¿Algo como qué?

– Lo tengo bastante avanzado. Cuando esté acabado te lo digo. -El chico miraba su bebida al añadir-: Lo que siento es que también estés dentro.

– Olvídalo. Solo estoy en el borde. Oye, me marcho, déjame que te lleve.

– No, gracias, prefiero quedarme un rato más aquí.

El abogado volvió a su casa incómodo dentro del coche. A mitad de camino se detuvo frente a un hotel. Pero no entró allí sino que retrocedió andando tres o cuatro calles hasta llegar a un cíber. Quería hablar con ella, aunque no supiera bien para qué. En menos de tres días había pasado de sentir angustia y rabia por la hemorragia interna del chico a encontrarse frente a una pregunta que en circunstancias muy distintas le había descolocado: ¿por qué los débiles son tan fuertes? Quería entender cómo se sostenía la determinación más allá del impulso momentáneo. Cómo la sostenían Amaya o el chico.

En el cíber comprobó con sorpresa que la vicepresidenta había cortado la corriente. No había ningún sistema al otro lado. Podía tratarse de una avería, pero casi le interesaba más que fuera una desconexión deliberada. Recordó su última conversación con ella, le había parecido notarla más cerca, como si no representase tanto y estuviera a punto de confiar. Por eso has desenchufado. Estoy acercándome, casi puedo tocarte.

Al día siguiente la vicepresidenta viajó a Barcelona. Llegó temprano bajo una lluvia intensa. Poco después de las once comenzó a nevar; a partir de las tres había cuajado en toda la ciudad y la nevada continuaba entre fuertes ráfagas de viento. Aunque el temporal había sido previsto, no podía aplazar la reunión con los dirigentes catalanes, y menos después de haber viajado a Andalucía para conocer sobre el terreno los daños de las inundaciones de febrero; su gesto se habría interpretado en clave política aunque tras él solo hubiese habido cansancio, deseo de evitarse contemplar una vez más el caos. Porque si bien la tormenta era bellísima, aquella lentitud con la que todo empezaba otra vez, blanco, perfecto, le resultaba imposible contemplarla desligada de los problemas de gestión que no eran solo números ni párrafos sino vidas concretas desatendidas, hospitales aislados, servicios de autobuses suspendidos, la caída de un cable de alta tensión. Tuvo, en efecto, que combinar su reunión pendiente con algunas llamadas instando a poner nuevas medidas en marcha que no interfiriesen en el reparto de competencias. En aquel ir y venir, aun en contra de su voluntad, cada vez que sonaba el móvil esperaba oír la voz de la flecha o encontrar uno de sus golpes de efecto, incluso se alegró por un instante cuando tuvo noticia de un problema en la página web de vicepresidencia, deseando que hubiera sido ella. No tengo tiempo para esto.

Dejó de nevar a las siete; poco después abandonaba la ciudad blanca pero aún tuvo que pasar por Moncloa antes de volver a casa a la una de la madrugada.

Salió de la ducha dispuesta a acostarse, aunque sabía que no lograría dormir. Se lavó los dientes sin apenas mirarse en el espejo. Había recibido por dos vías diferentes insinuaciones sobre el puesto que podría ocupar si la apartaban de la vicepresidencia: un escaparate con nula capacidad ejecutiva. Le dolía que, con el barco hundiéndose, gastasen energía en luchas intestinas. El dolor se convertía en orgullo, y entonces: ¿por qué piensan que voy a conformarme? O quizá no lo piensan, quizá me invitan a hacerme a la idea. Desprecian mi experiencia. Confunden mi sentido de la lealtad con una sumisión adocenada e inútil. ¿Hasta dónde llegará mi poder? ¿Durante cuánto tiempo? Poco. Estoy cada vez más aislada, mi salud no es buena, me apartarán como a un mueble viejo.

La vicepresidenta se sentía relativamente afianzada en el gobierno pero solo con vistas a unas semanas, quizá meses. Los acontecimientos se superponían y su dureza y dificultad aconsejaban al presidente no prescindir de quien, pese a todo, transmitía a los ciudadanos la idea de que el gobierno era algo serio. Y luego estaba la misión que le había encomendado. El presidente la necesitaría para hacerla efectiva. Realmente, no sé si soportaría dejarlo. Si unos intrusos intentan forzar la entrada de tu casa y tú eres capaz de estar ahí, sujetando la puerta, impidiendo que pasen, no deben apartarte, no tiene sentido que te releguen a un cuarto a preparar el café mientras la puerta se va venciendo y finalmente cede.

– ¿quiénes son los intrusos? ¿el pp?

Supuso que eso le habría preguntado la flecha. Mientras preparaba la ropa que se pondría al día siguiente, respondió que no estaba pensando solamente en el PP. Porque, pese a todo, era más fácil enfrentarse al PP que combatir la inercia, una fuerza poderosa, una especie de masa geométrica que se desplazaba por el espacio invadiendo despachos, salas de reuniones, presionando las ideas y la imaginación.

Sin pensar lo que hacía se sentó en la silla frente a la mesa de haya ahora sin portátil. Imaginó lo que habría contestado la flecha: ¿cuántos años llevas, Julia? ¿te acuerdas de cuando solo tenías un pequeño cargo, cuando no eras más que una diputada, cuando fuiste subiendo? ¿recuerdas que entonces decías: no he podido hacer mucho, pero, bueno, a veces consigo alguna mejora, o leves modificaciones en una ley? has ido subiendo y sigues diciendo lo mismo.

Se dirigió al armario. Había guardado el ordenador bajo unas mantas. Tú ganas.

Lo enchufó, mientras esperaba a que arrancase se levantó para abrir la puerta de la terraza. Hacía fresco pero el viento era suave, el temporal de nieve quedaba muy lejos.

El chico atravesó una zona medio industrial, sin portales ni gente, cerca del metro de Ciudad Lineal, y cruzó luego junto al borde de un descampado. Había comentado con Curto la posibilidad de comprarse un puño americano, pero era un arma ilegal y podía traerle problemas. «Un boli, si tienes metálico mejor, aunque un boli Bic de toda la vida también sirve. Cualquier cosa puede ser un arma. A ver tus llaves. Cambia ese llavero blando por uno de metal», le dijo. El chico solía llevar en la mochila un juego de destornilladores para cuando encontraba ordenadores viejos en la calle y solo quería tomar alguna pieza. Eran destornilladores pequeños, ligeros, pero añadió uno mayor con punta de estrella. Ahora lo empuñaba en la mano derecha. Al internarse por una calle empinada, oyó pasos detrás de sí y apretó el destornillador. No tenía miedo, pensó que la seguridad no se la daba el destornillador sino haber aceptado que podría tener que usarlo. Se dio la vuelta despacio. Un cuerpo ligero desapareció en el saledizo de una tienda de neumáticos. Siguió andando por la calle desierta.