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Llegó al local que buscaba. En un cartel azul y blanco estaba escrito: «Servicio Técnico». No se sabía de qué, pero era el número 9 de la calle Iquique tal como le habían dicho. Crisma llamó a un timbre con los cables a la vista. Alguien abrió la puerta sin asomarse. Entró y la vio de pie, detrás de un mostrador, ante una estantería con ordenadores: una mujer de treinta y tantos o tal vez cuarenta años, melena corta, rojiza, los ojos claros, anchos los hombros, más baja que él.

– ¿Vienes de parte de…?

– De Curto. El número es «05», la palabra: «mascarón».

– Bien. No es que me guste mucho jugar a las contraseñas, pero lo necesito.

La vikinga tomó una cuartilla de encima de la mesa.

– Escríbeme algo aquí. Mínimo seis palabras.

Crisma sacó su Bic y escribió: «Me parece bien que controles, aunque no se puede controlar todo».

La vikinga comparó la cuartilla con algo que tenía en un monitor. Una imagen escaneada de su letra, supuso Crisma, aunque Curto no le había dicho nada de eso, ni le había pedido que escribiera nada.

– Mi trabajo es controlar casi todo. El resto es cosa vuestra, los que además de saber queréis hacer. Yo ahí no entro.

La vikinga se agachó un momento y sacó una caja de cartón de debajo del mostrador.

– Aquí está lo tuyo, ¿quieres revisarlo?

Le señaló una silla y una pequeña mesa en un rincón.

El chico llevó ahí la caja. La vikinga encendió una lámpara verde que pendía sobre la mesa, y se fue al interior del local, detrás de las estanterías.

La mayoría de los objetos no tenía caja ni manual de instrucciones. El chico estuvo cacharreando un rato con ellos: un detector de cámaras, dispositivos de escucha diferentes, detectores de frecuencias, inhibidores. En silencio, el chico agradeció a Curto que le hubiera puesto en contacto con la vikinga. Las otras dos veces que había frecuentado tiendas de esa clase había encontrado a dependientes que parecían decir con cada gesto: sé que te has metido en algo turbio o no habrías venido a esta tienda, ahora estás en mis manos, yo puedo estar grabándote ahora igual que tú pretendes grabar a alguien. Miraban con medias sonrisas y no tenían ningún pudor en poner precios desorbitados como si uno tuviera que pagar no solo por el objeto sino también por la vergüenza de estar comprándolo. Aquella mujer en cambio había desaparecido en la trastienda sin un gesto de displicencia. Y la factura que ahora examinaba el chico se mantenía dentro de lo razonable.

La vikinga volvió poco después.

– Curto te diría que hay que pagarme en efectivo.

El chico le entregó el dinero.

– No te doy garantía, pero si tienes problemas los primeros dos meses me lo traes y lo veo.

– ¿Te vuelves muy paranoica con un trabajo como este?

– Para nada. Algunos me compran cosas y por la poca idea que tienen sé que no las van a usar. Otros sí las usan, pero no va conmigo; además, yo sé protegerme. Y los de las «contramedidas»…, esos hasta me dan un poco de pena.

– Como yo -sonrió Crisma.

– Tú vienes de parte de Curto, es otra historia. Me refiero a gente sola, que se marcha de aquí con una mochila llena de detectores de micros, generadores de ruido blanco, inhibidores de cámaras, y da toda la impresión de que lo que más querrían en este mundo es ser seguidos, grabados, espiados, pero nadie lo hace.

– Yo les entiendo, ¿nunca has querido que alguien te mire?

– Que te miren, vale, pero que te espíen es muy distinto.

– A mí no me parece tan distinto -dijo el chico.

– Pues ten cuidado. Por ese camino acabarás diciendo que los celos son amor. Aquí vienen bastantes celosos, son gente que te hunde la vida.

Al otro lado del mostrador, con la tabla por encima de la cintura, la vikinga parecía estar a bordo de un barco. El chico pensó que tal vez había huido de alguien celoso, que tal vez esa era su segunda vida y había tenido otra y se la hundieron.

– ¿De dónde eres? -le preguntó.

– ¿Por qué quieres saberlo? -contestó ella con dureza.

– Pareces una vikinga.

– Soy de un pueblo de León. Y si te has imaginado que hubo un hijo de puta celoso que quiso joderme la vida, has acertado. Le pusieron una pulsera con gps y me dieron un aparato de escaneo para localizarle. Me di cuenta de que él había hackeado la pulsera. A los dos nos iban los ordenadores, de hecho teníamos una tienda con chips para consolas y toda la historia.

– ¿Le denunciaste por hackearla?

– Qué más da. El ya no vive en España. Y yo sé mucho de localizadores. Es mi hora del café. ¿Vienes?

El bar estaba cerca, el camarero sirvió a la vikinga un café solo sin preguntarle qué quería. El chico pidió otro. Se fueron a una mesa.

– No sé en qué andas -dijo la vikinga-, pero espiar es una mierda, y que te espíen, más.

El chico miró los rasgos suaves de la vikinga, daban ganas de besar esa piel. Recordó que había habido un tiempo, durante la facultad, en que los parques le pertenecieron y la irresponsabilidad maravillada. Desde entonces el resto había sido prosa, término medio, anhelos sin cumplir.

– Ahora mucha gente se conecta para que la miren -dijo distraído.

– ¿Por qué te empeñas en confundirlo? Mirar no es espiar.

– ¿Seguro? ¿Quién se cree las opciones de privacidad de Google o Facebook? Da igual que marques o no la opción: si pones tu vida ahí fuera es para que la miren.

– Para que la mire quien tú quieras.

– Vale, vale. Oye, a mí me parece una putada lo que te hizo ese tío. Pero querer controlar a alguien es distinto de querer mirarle. No está mal que te miren. Yo perdí a una persona porque me miró. Y creo que hizo bien en irse. ¿Sabes cuando te dejas influir, cuando otros prueban a ver si sacan lo peor de ti y… bingo, lo han conseguido?

– Más o menos.

– Estás con un tipo que es más guay que tú, tiene más dinero, manda más. Y hace una broma estúpida delante de tu chica. No se está metiendo con ella sino con las chicas en general y te está tratando como a un colega. Entonces tú, o sea yo, te ríes, no de lo que dice, que ni te va ni te viene; te ríes porque él te está tratando como a uno más, con complicidad. Fueron dos veces. Todavía me sube calor a la cara cuando me acuerdo. Dos chorradas. Pero ella vio lo que yo estaba haciendo: arrastrarme. Me vio ir a por la pelotita, meneando el rabo como un perrillo. Y la perdí.

– ¿Qué tiene eso que ver con que la espíes?

– No la espío, ni siquiera sé dónde está. A veces aprendes porque alguien te mira, eso es todo. Las contramedidas son por unos tipos que quieren obligarme a hacer algo pero esta vez no. Paso de arrastrarme. Como esta gente es más fuerte, necesito estar protegido.

– ¿Con unos detectores y un inhibidor? No vas a llegar muy lejos.

– Es tu trabajo, deberías venderlo mejor…

– Lo vendo bien. Y por eso te digo que no te confíes. Los materiales son buenos pero no te protegen de nada.

– Yo también soy bueno… en algunas cosas.

La vikinga rió.

– Dime una.

– No me intereso mucho a mí mismo. Eso me deja espacio libre, aumenta mi capacidad de procesar. ¿Tú te interesas?

La vikinga se encogió de hombros.

– Yo no doy tantas vueltas. Creo que la vida te va alcanzando y eso es todo.

– Me parece muy fácil. ¿Qué pasa con las consecuencias?