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– No sabes cuáles van a ser.

– Algunas sí. A veces vivir es jugártela por algunas consecuencias.

– ¿Has leído El americano tranquilo?

El chico negó con la cabeza.

– Trata de alguien parecido a ti. Alguien que creía mucho en las consecuencias, y acabó poniendo bombas.

– Siempre están con lo mismo: mejor no intentar nada, ¿no? Pero hay unos tipos que tienen el monopolio de nuestras consecuencias. Y resulta que la culpa la tiene quien quiere librarse de eso.

– Bueno, en este caso el protagonista que intenta algo obedece a los del monopolio, es un norteamericano encargado de hacer operaciones encubiertas en Vietnam.

– Ah, he visto la película. Pero el personaje guay es Michael Caine, ¿no?, uno de esos tipos escépticos. Caine va por ahí dejando, como tú dices, que la vida le alcance, y de paso dejando que otros, que también son los malos, porque se manchan las manos, maten al americano. Me cargan esos tíos desengañados que se folian a la novia del amigo y encima te cuentan su mala conciencia.

La vikinga sonreía.

– Tengo que volver a la tienda, un poco más y me convences. Si necesitas algo para tus consecuencias, avísame, en serio. Sé cosas que no vienen en el catálogo.

El abogado llamó a Amaya para pedirle prestado el coche. La llamó desde una cabina no lejos de su casa con la esperanza de que la entrega de llaves fuera también un pretexto para verse, pero ella le dijo que dejaría las llaves en un bar cercano. Antes de colgar le preguntó si todo iba bien sabiendo que era ridículo, que nunca iba todo bien. «Perdóname, Eduardo -dijo, y él se estremeció, pocas veces le llamaba por su nombre-, no te he dado las gracias: tu amigo y tú fuisteis muy efectivos, el de las fotos no volvió a molestarme. Ahora le han trasladado a una sede en Alcobendas.» Estuvieron hablando de eso pues aunque el hombre se había marchado sonriendo, con esa misma sonrisa, cuando solo ella lo advertía, le había sacado la lengua. Amaya no parecía muy preocupada, aunque sí había registrado el gesto. Pero no le pidió que quedaran en otro momento; el abogado se despidió con cierto desasosiego. Si hubiera sido otra persona habría insistido en verla, en revisar su ordenador y darle pautas de uso en el trabajo para evitar nuevos ataques de ese tipo. Pero con Amaya, con la persona a quien más deseaba acompañar, debía en cambio mantenerse distante para no agobiarla, para que ella no reparase en su deseo y la amistad no se viniera abajo. En la calle un mendigo pasó a su lado con una capa hecha de bolsas y periódicos. A unos cien metros del bar vio a Amaya saliendo de él, llevaba a su hijo de seis años de la mano. Por qué a veces se clava una silueta en la mente, y nos parece verla aunque no esté delante, por qué un cuerpo se clava en el deseo y no se nos olvida. La dejó ir. Entró en el bar y recogió las llaves.

Amaya tenía un Renault grande, azul metalizado. Condujo con él hacia el este de Madrid. Cuando ya se había alejado bastante del centro, buscó calles tranquilas con edificios de varios pisos y empezó la caza de redes. Después de conseguirla primera clave, dejó un ordenador conectado a la espera de la vicepresidenta. Siguió buscando claves para otras sesiones pues llevaba su tiempo hacerse con una y necesitaba creer que ella volvería a entrar en contacto.

Sabía que durante la mañana había estado en Barcelona, bajo la nieve. Pero al día siguiente muy temprano debía estar en Madrid, según indicaba la agenda del sitio de vicepresidencia. El abogado esperaba que regresara a casa esa noche y encendiera el portátil antes de irse a dormir.

A la una y veinte de la madrugada detectó actividad en su ordenador. Y casi enseguida:

– No sé quién eres, pero si estás ahí, contéstame: ¿cuánto margen de maniobra crees que tengo?

– tú dirás.

La vicepresidenta había tecleado despacio, como quien se visita, como quien habla solo. Cuando vio aparecer la réplica en su documento, temió por un segundo estar imaginándoselo. Dónde estás, cómo sabías que iba a conectarme, ¿tal vez sois muchos, varias personas en distintos horarios y lugares que se turnan? No, no, tu voz es una. ¿Cómo consigues estar siempre? Le habría gustado preguntar esas cosas. Parece que estás aquí para incitarme y me gusta. No perdamos el tiempo en hablar de nosotros mismos.

– Muy poco -respondió-, menos que uno, menos que cero con cinco.

– si tú no tienes margen de maniobra, ¿quién lo tiene? ¿quién escribe por ti?

– La inercia,

– ¿la inercia de quién?

La vicepresidenta suspiró mientras tecleaba:

– De lo que ya está hecho, de lo que nunca se ha intentado, de lo que sería correr un grave riesgo electoral, de las habas contadas: no puedo pasar de tener un equipo de once personas a tener uno de quince, ni siquiera puedo hacer eso, no sé qué esperas de mí.

– después de ti, solo está el presidente, ¿y me dices que no puedes hacer nada?

– Es así. Lo sabes. Estoy segura.

El abogado pensó que saberlo no importaba, la mayoría sabía que cualquier medida realmente nueva que imaginara un presidente sería cercenada por bancos, medios, directivas europeas, grandes empresas. Y sabiéndolo, entregaban su vida al paso del tiempo, resignados, sumisos. La pregunta que solía hacer la gente era por qué aun conociendo el mal no reaccionamos. Pero algunos sí reaccionan, algunos se rebelan. La pregunta no es siquiera por qué tan pocos, sino más bien qué han visto esos pocos o qué les mueve.

Tengo las piernas entumecidas, me gustaría cambiarme al asiento de atrás pero no puedo, ella está ahí, y no espera que le diga lo que pienso, espera un impulso.

– cada una de esas once personas bajo tu mando tiene su inercia, y dependen de otras que también la tienen, temen llevar la contraria, tener que esforzarse, temen empezar algo que no puedan terminar, poner en peligro el lugar conquistado, etcétera, ¿es eso?

– En parte.

– lo entiendo, por otro lado, no tienes mucho detrás de ti, los partidos carecen de militancia real, pero ¿valía la pena dedicar tu vida a ser una pieza más en la maquinaria que gobiernan otros?

– ¿Quién la gobierna? Nadie lo hace. ¡Todo esto es metafísica barata! Hago lo que me corresponde lo mejor que puedo. Sirvo a los ciudadanos, cobro por ello, puede que solo consigamos avances milimétricos y a veces solo que las cosas no dejen de funcionar. Es lo que hay.

– si estás contenta con tus avances milimétricos, ¿por qué has vuelto?

La vicepresidenta se permitió escribir:

– Mmm.

Notaba cómo iba adueñándose de ella un ánimo distinto, juguetón. Haber desenchufado el ordenador un tiempo le hacía pensar que era ella quien convocaba; la intromisión de la flecha dejaba de serlo y todo el asunto se parecía más a hablar por teléfono con un amigo en los tiempos en que no era vicepresidenta. Ya no sentía planear tan cerca la amenaza puesto que ella tenía el control de la situación, abría o cerraba la puerta.

– Somos una cabeza sin cuerpo. -Al verlo tecleado, la vicepresidenta sonrió sin querer, pensó que la flecha podía creer que estaba refiriéndose a la extraña unidad que ambos formaban-. Me refiero al gobierno. Suponiendo, en fin, que seamos una cabeza. Hay unas cuantas mentes brillantes por el mundo. Sin embargo, mentes políticas brillantes, mentes operativas, que sepan lo que hay que hacer y cómo, de esas hay pocas. ¿Eres tú una de ellas? ¿O quizá crees que basta con redactar normativas sin tener los apoyos para que se cumplan? -hablábamos de ti.

– No se puede hacer leyes en el vacío. Hay que saber que van a aplicarse.

– ¿y derogar, por ejemplo, la ley 15/97?

– No hay presupuesto para mantener una sanidad pública en condiciones.

– no sé si crees lo que dices; sea o no verdad podríais intentar que las leyes básicas del estado fueran más defensoras de la sanidad pública y cerrasen escapatorias a las comunidades autónomas, evitar la creación de hospitales imaginarios que absorben el presupuesto y sin embargo no atienden realmente a la ciudadanía.