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– Ya. ¿Eso era todo? Tú eliges esa prioridad. Otros tienen otras. En el gobierno procuramos ordenarlas. Es posible que nos equivoquemos. Pero lo que propones sería casi imposible de aplicar, menos aún en este momento, y lo sabes.

– si diseñaseis una ofensiva informativa, sindical y política, contando con varias comunidades fuertes…

La vicepresidenta apartó las manos del teclado y dejó de mirar la pantalla. No piensas mal, pero no contamos con suficientes comunidades autónomas, y lo tenemos difícil con los medios de comunicación. Yo también he elegido mi prioridad, no es mejor ni peor que la tuya, es más concreta, llevo más tiempo investigándola y quizá tenga más posibilidades. No atañe a los derechos humanos ni a la lucha de las mujeres, ni siquiera, en primera instancia, a los derechos sociales. Es solo un disparadero, algo que te sorprenderá. Me gustaría contártela, pero he de obrar con sigilo todavía.

– ¿Qué te parece más desolador: mirar a un crío y ver en sus rasgos y gestos al adulto vencido que será, o mirar a un adulto y ver en sus rasgos y gestos al niño que sigue siendo, desvalido, imprudente, fascinado?

– lo primero, ¿y a ti qué te da más miedo: el pp, los medios, el partido, los abucheos?

– La inercia. Ya te lo he dicho. Temo que si, al enfrentarla, algo se rompe, lo haga por el lado del más débil.

– entonces tendrás que hacer más fuertes a los débiles, y más débiles a los fuertes.

– Bravo. Es la tarea que he estado intentando llevar a cabo durante años, la violencia contra mujeres, la Ley de Dependencia, la emigración. No sé si te suena.

– hablas solo de la primera parte, ¿y la segunda?

– Frenamos. Si no estuviéramos nosotros en el poder, los bancos tendrían más fuerza, y la Iglesia, las grandes empresas, y…

– frenos milimétricos, hay una inercia que no frena sino que hace avanzar la bola de nieve hasta que la convierte en algo destructor, ¿no has pensado que el abucheo de un día podría desatarse? ¿no temes eso?

– Con franqueza: no demasiado. ¿Cuánto hace que no ves fuerza organizada en este país? La chapuza no está solo en la administración, está en todas partes.

– una colilla encendida en un sofá lo va quemando lentamente, nadie lo nota, pasan los minutos, las horas y entonces estalla el incendio.

– ¿Y qué me dices de tus incendios? ¿Quién eres? ¿Para quién trabajas?

El abogado echó de menos estar en su casa, se habría levantado a mojarse la cara con agua. La calle vacía, la extrañeza de hallarse en el coche de Amaya y el frío agradable de la noche creaban un halo que le separaba de ese mundo real donde un golpe puede romper el cuerpo. Tus preguntas se producen al ritmo del parpadeo del cursor y tal vez ahora mi silencio te desconcierta pero mientras tú te reunías, maniobrabas, ascendías, ejercías el poder, a mí eran los días los que me vivían. No voy a contestar.

– Así que callas. No puedo seguir con esto. Necesito verte.

El abogado movió el cursor.

– acabas de verme.

– No, no, necesito verlo frágil que hay en ti. Bah, olvídalo, no me verás pedírtelo otra vez. Supongamos que los dos queremos mantener este juego. Bien: ahora me toca a mí. Alguien ha filtrado que Telefónica estaba dispuesta a comprar un grupo de comunicación muy por encima de su precio. Sé que no ha salido de mi gente, pero necesito demostrarlo. ¿Puedes decirme quién ha sido?

El abogado se incorporó. ¿Era una prueba, una trampa? El quizá lograra averiguar quién había dado la noticia, a lo mejor podría entrar físicamente en el medio de comunicación; pero incluso accediendo al ordenador del periodista sería casi imposible encontrar algo que le llevase a la fuente.

– me pides algo complicado.

– ¿No eres Dios? ¿Ni siquiera el Diablo? Si quieres mi mayor defecto, no voy a dártelo a cambio de cuatro papeles perdidos.

– veremos.

– Es tarde. Me voy a dormir.

La vicepresidenta se levantó. No le importaba tanto el dichoso asunto de la filtración como comprobar los recursos de la flecha, saber si podía actuar a requerimiento y no solo según su gusto y posibilidades.

El abogado apagó su ordenador y el de la vicepresidenta. Siempre había imaginado que dejarse llevar por el peligro sería una especie de liberación, no pensar, entregarse. Pero era al contrario, tenía que pensar más, vigilar más, y estaba dispuesto.

Dos días más tarde, la vicepresidenta recibió la invitación de Julia y Luciano. Un viejo amigo uruguayo intérprete de tangos se detendría en Madrid de camino a Francia. Iban a cerrar un café, habría poca gente, ningún periodista, solo amigos comunes, y ella estaba invitada. «Quiero música, maestro, se lo pido por favor, / que esta noche estoy de tangos…», las dos Julias recordaban aquel estribillo y una noche de hacía mucho tiempo. Prometió ir. Todos sabían que sus promesas estaban supeditadas a una agenda intempestiva de secuestros de barcos y gabinetes. Pero esa vez ya eran las diez de la noche y la vicepresidenta se cambiaba de ropa delante del espejo de su dormitorio. Necesitaba hablar con Luciano, por fin se había decidido a entregarle su informe y esa noche esperaba conocer su opinión.

Se quitó los pendientes largos con hastío. Creen que no sé que son absurdos, creen que me los pongo con ingenuidad y desapego, como si estuviera convencida de tener treinta años. Claro que sé que hay una brecha entre mi atuendo y mi cargo. Entre mi edad y mi atuendo. Entre mi atuendo y mis palabras. Me querrían de gris perla, con falditas discretas de San Sebastián. Me querrían con un toque clásico y chic y de clase, pero discreto, siempre discreto. Mi libertad sería no salir disfrazada a las ruedas de prensa, no entrar disfrazada en el Parlamento. Pero no tengo ese poder y si hay que disfrazarse entonces, por lo menos, elijo, que sepan que no estoy completamente ahí, que llevo una armadura y a veces ni siquiera voy dentro. Desde la oposición dicen que estos pendientes y estos colores me hacen perder credibilidad. ¿Y a quién le importa hoy? Si nuestras manos están atadas, solo el silencio sería verdaderamente creíble.

Falda negra, jersey de cuello alto blanco, medias negras y una gabardina marfil. «Quisiera que me encontraran / bailando como yo bailo, / poniendo el corazón, / metido en la canción, / y entiendan que esta noche estoy de tangos…», la vicepresidenta cantaba con los ojos brillantes, sabía que en algún momento hubo un desvío: la mujer de colores ascendió al gobierno mientras que la otra, la mujer en blanco y negro, se encaminó hacia una vida transgresora de pasos en la noche, a veces agitando banderas imposibles como si hubiera paraísos, o un lugar muy distante de la resignación. Esa mujer de tinta le insuflaba la pasión que otros creían intuir en sus ojos con paisajes barridos por la luz.

Le habría gustado ir andando y sin escolta, pero no podía permitírselo, no durante esa semana en que había vuelto a recibir amenazas junto con varios altos cargos del gobierno. Llamó al timbre del café cerrado. Al fondo estaban Luciano, Julia y el amigo uruguayo, la vicepresidenta se sentó con ellos. Durante un rato hablaron solo de las letras de Homero Expósito, una conversación inútil y tal vez antigua que le hizo bien, luego el uruguayo subió a una tarima negra y empezó a cantar. Al poco, Julia se vio sorprendida por un picor en los ojos y apartó con disimulo dos lágrimas incipientes: «¡Amor, la vida se nos va, quedémonos aquí, ya es hora de llegar!». Era de todo punto inapropiado pero al oír la canción no había evocado amores pasados, ni amigos y amigas que hoy la acompañaban, ni siquiera a la persona a quien más había querido y que ahora estaba muerta. Había pensado en cambio en unos caracteres dibujados en la pantalla de su ordenador, en una flecha a la que seguía sin poner cara ni cuerpo y no siempre le importaba; a veces sí intentaba imaginar la voz, a veces ni eso.