– En ese caso, estaré encantado de obsequiarte con unas semanas de la vida de tu viejo y gastado enemigo.
– Sería perfecto. Gracias.
El Irlandés se levantó.
– No te acompaño -dijo el ministro.
– Ten cuidado, la soledad ablanda.
– Se nota que eres de secano, Irlandés. Yo, ya ves, tengo nostalgia del mar.
El Irlandés salió de la habitación. Unos metros más allá le esperaba un policía. Aún se volvió un instante para mirar a través de la puerta entreabierta las tíos sillas frente a la ventana y en una de ellas el perfil recortado del ministro, quieto, lejano.
Minutos después el ministro se levantó. Le divertía el juego, Nuestro Juego, pensó recordando el título de Le Carré. ¿Cuánto sabía el Irlandés de lo que había pasado? ¿Podía suponer que había sido él quien había instigado la filtración? Podía, pero de momento no tenía motivos para imaginarlo. Salió de la habitación y se dirigió a buen paso a su domicilio. Por lo general prefería vivir en el ministerio, solo a veces, como ahora, tenía ganas de pasear fuera, por el recinto amigable y silvestre de su antigua urbanización. Saludaba con un gesto afable a los funcionarios que aún estaban en el ministerio. Le gustaba ser encantador, apretar manos y brazos, mirar a los ojos, recordar asuntos particulares y hacerlo saber: ¿Qué tal va tu muela? ¿Cómo está tu nieto? Fui a Pamplona y te he traído esos caramelos de café que te gustan. No se prodigaba, no preguntaba ni se acordaba siempre. Pero a veces sí lo hacía y eso creaba expectación y dependencia. Igual que la arbitrariedad. Igual que llegar a una reunión y dedicar una atención especial a una persona anodina, ni siquiera la más anodina, la más vulnerable, la menos importante, sino la segunda menos importante, ese asesor tímido, esa subsecretaría mayor y callada, convirtiéndolos en estrellas por una tarde mediante sus comentarios, sus bromas, su interés. «Ministro del Interior», a veces se repetía la expresión con extrañeza, si se apartaba el contexto policial sonaba a sacerdote o psicoanalista, mientras que a él en absoluto le interesaba el mundo interior de los individuos, sino la extraversión, vivir fuera, tocar y prolongarse, extender telarañas, ramificaciones, si bien no siempre, desde luego, a la luz del día.
Abrió la puerta de su casa. Su mujer estaba de viaje y él puso en el reproductor de cedés a Wynton Marsalis. A ella el jazz la dejaba fría, también a él, pero el ministro no quería la música para sentir ni emocionarse evocando quién sabe qué clase de fantasías, sino solo para disfrutar de una imperfección perfecta o viceversa, sonidos organizados en un equilibrio inestable que cumplían una función estimulante, como el desayuno con café.
Guardó unos papeles en un cajón de su mesa de trabajo, se deshizo de otros. Se divirtió recordando su conversación con el Irlandés. Él había advertido en Carmen una inestabilidad, algunos gestos, algunas ausencias. Y entonces le llegó la información, sin que siquiera la hubiera buscado, aunque ciertamente varios comisarios sabían de su interés por cualquier situación inconveniente. Supo así que sobre la actual pareja de Carmen pesaba una denuncia de malos tratos de su cónyuge anterior. Aún no podía asegurarse que la denuncia fuese a prosperar. Pero, si se enteraban, los medios no esperarían y él no quiso dejar de jugar esa baza. Convocó a Carmen, le habló de responsabilidad, del escándalo que supondría para la vicepresidenta el que alguien tan próximo estuviera implicado en un asunto de violencia de género. Carmen no estaba implicada, por supuesto; sin embargo, a todos los efectos era como si lo estuviese. Ni siquiera intentó argumentar algo, distanciarse.
– Tú puedes evitar que esto se sepa.
– Claro, haré todo lo que esté en mi mano -había sonreído él transmitiéndole afecto y comprensión.
Carmen era inteligente y no se fue en ese momento. Él tampoco la hizo esperar. Le pidió que se encargase de la filtración y que mantuviera a Julia completamente al margen. La jugada era perfecta: si la filtración salía de vicepresidencia, el sector del grupo de comunicación interesado en que la operación fracasara ganaría tiempo sin atraer miradas. Por supuesto, él se guardaba todas las cartas y el derecho a rentabilizar ese favor más adelante. Además, ya por su cuenta, utilizaría la maniobra para crear desconcierto y preocupación en Julia, necesitaba debilitarla más; aunque desde distintos sectores estuvieran cavando su tumba, Julia era fuerte.
Carmen había hecho el trabajo con limpieza y él la había correspondido ocupándose de que la denuncia se quedara estancada. Estancado, sin embargo, era distinto de archivado, Carmen lo sabía. En el agua estancada habitan criaturas que inspiran lástima pero también temor. Siempre he pensado que yo era Roma, Julia. Roma la que paga traidores para tenerlos en su mano y para desprenderse de ellos sin un gesto. Pero a veces me siento viejo, entonces pienso que quizá soy solo una criatura de los pantanos, un escorpión de agua, pequeño y oscuro. Y si yo fuera Roma, Julia, tú serías Numancia, cercada por fosos y empalizadas que he mandado construir.
El abogado tenía cientos de fichas de vigilantes de seguridad. Estuvo estudiándolas, cruzándolas con listados de empresas y clientes antiguos. Pasadas las dos de la madrugada encontró una relación entre la empresa encargada de la seguridad de ATL y el hermano de un vigilante a quien él había defendido. Le llamaría al día siguiente. En cuanto a la consulta de la vicepresidenta, no podía contar con el chico para el encargo de la vicepresidenta, estaba absorto en su propia batalla y hacía bien. Pero necesitaba ayuda para averiguar de dónde había partido esa filtración.
El ascensor olía a tabaco, salió al garaje directamente, imaginó la presión del cañón de una pistola en su costado y también golpes. No había nadie y sintió cómo pesaba el silencio, se vio a sí mismo arrancándose la camisa, volcando su vida ordenada en un contenedor, es cansancio, es que tengo sueño. Sin embargo, no condujo hacia su casa. Necesitaba ayuda y pensaba que Curto podía dársela. Condujo hacia su local. Aparcó algunas calles más allá y anduvo hasta quedar frente a una de las cámaras. Braceó con las dos manos.
– Curto, ¿estás?
Se apoyó luego en un coche para fumar. Si en ese momento hubiera podido aparecer en cualquier parte habría elegido el bar del hombre que coleccionaba bufandas: ir allí, como si siempre se tratara de esquivar el futuro y volver a empezar en otro escenario, con otro interlocutor. Arrastró un cubo de la basura frente al portal de Curto, lo tumbó en el suelo y se subió encima. A unos dos metros y medio, camuflada dentro de una vieja caja de cables como las de Telefónica, estaba la cámara. Abrió la caja con cuidado, la extrajo y comprobó que tenía micrófono integrado. Habló deprisa pero vocalizando: «Curto, soy el amigo de Crisma, si estás ahí ábreme, he venido solo», luego sacó la lengua a la cámara y volvió a ponerla en su sitio. Bajó del cubo acompañado por el ruido de un motor que se acercaba. Cuando el coche pasó frente a él le encontró sentado en el cubo, fumando.
Curto no estaba, o no abría. El abogado pensó en esa cámara que ahora estaría retransmitiendo su cabeza y el pulso lento de la brasa del cigarrillo. Sintió un poco de vértigo, como si las vidas pudieran mezclarse, convertirse en bits y disolverse en un océano radioeléctrico donde todos los pensamientos habrían sido dichos, y las imágenes y las sensaciones. ¿Qué era entonces lo que quedaba? ¿Qué me hace diferente? Puede que nada, quizá no haga falta ser distinto y baste con zambullirse en ese caldo de voces, frases y fotografías. Pero también en ese caldo se ejerce el poder. Lo único que me pertenece de verdad, lo que me da fuerza para llevar a cabo actos que otros no harían es una mezcla de técnica y miedo vencido. ¿Estoy dispuesto a poner en juego el cuerpo igual que ha hecho el chaval?
El abogado levantó el cubo. Técnica, murmuró, y volvió al coche, tenía en el maletero una ganzúa eléctrica que le había regalado uno de sus vigilantes. También le había enseñado a usarla. Abrir el portal fue fácil. La puerta del local le llevó, en cambio, más de veinte minutos. Entró en una habitación que parecía una celda, una mesa, varias sillas, un grifo con una pila para fregar en un rincón. Era el bajo de la derecha, estaba seguro. Se sentó, tenía sueño y se apoyó en la mesa, la cabeza entre los brazos. Poco después, como si viniera de otro mundo, oyó el baile irregular, inconfundible, de unos dedos sobre el teclado. No podía ser en otro piso, era ahí cerca. Se levantó, el sonido venía del fregadero. El abogado abrió el grifo pero no salía agua. Entonces empujó el grifo y con él se abrió una pequeña trampilla.