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Al otro lado, sentado frente a un portátil, Curto habló dándole la espalda:

– No ha estado mal, un poco lento.

– Joder, tío, has tenido que oírme.

– Sí, ¿y qué? Yo no te conozco, encanto. Te he visto un día con un amigo mío, soy una mujer fácil, pero sin pasarse. ¿Por qué esperas que te abra la puerta a las tres menos cuarto de la mañana?

– Podías haber contestado.

– Este -hizo un gesto con elegante indolencia- es mi lugar de trabajo. No recibo visitas. No salgo escopetado cuando una cara enorme aparece en mi monitor y me saca la lengua.

– Necesito hablar contigo.

– ¿Por qué conmigo a esta hora? No has ido a buscar a tu novia, o a tu joven socio, no has molestado a tus amigos. ¿Por qué a mí? ¿Porque soy una perra amanerada? ¿Porque calculas que gano la mitad que tú?

– Creo que lo he entendido. Empiezo otra vez. Necesito hablar contigo, no con alguien sino contigo. Por favor, cuando termines lo que estás haciendo, si todavía no estás demasiado cansado, ¿podría invitarte a algo? Si dices que sí, esperaré aquí quieto, sin molestar, el tiempo que haga falta.

– Me parece bien, puedes sentarte, tengo aún para unos veinte minutos.

El abogado eligió la silla más separada de Curto. Miraba el parpadeo verde de un router, sentía sueño y no quería dormirse. Curto tecleaba concentrado. A pesar del frío no tenía puesto ningún jersey, solo una camiseta y los lados de la camisa abierta colgando como dos alas cansadas. El, en cambio, no se había desprendido de su anorak azul. Pensó, no sin asombro, que aunque en su vida hubiera dado tantos bandazos y él hubiese cometido errores y abandonos, nunca había dejado de intentar, al menos intentar, cumplir las tres instrucciones de su madre: no coger frío, no llegar tarde, ser bueno. El pitido del ordenador de Curto al cerrarse le sobresaltó.

– Vamos -dijo Curto. Y ya en la calle-: Entonces, ¿cambio la cerradura?

– Pon una cadena gruesa. Tendrán que romperla y eso hace ruido y exige llevar un material más pesado que mi ganzúa.

Al cabo de un rato llegaron a un bar.

– No quiero beber nada -dijo el abogado.

– Puedes comer, los martes y jueves de madrugada hay patatas guisadas.

– Claro, eso es lo que huele tan bien. Pero no tengo hambre, gracias.

– Hijo mío, si estás desganado, lo siento, yo llevo nueve horas sin comer y necesito algo. ¿Por qué me buscabas?

– Quiero encargarte un trabajo. Necesito averiguar quién ha filtrado un documento.

– ¿Y cómo quieres hacerlo? No habrán sido tan mantas como aquella vez en que el El País colgó un documento de Word con los metadatos del tipo que se lo filtró…

– Ojalá, pero esta vez no han publicado un documento, alguien lo cuenta en un texto sin firma. Primero hay que entrar en los ordenadores del periódico para averiguar quién escribió la noticia. Luego, si entramos en el ordenador de ese periodista, quizá podamos saber quién se la dio.

– Lo primero es posible, lo segundo no sé porque no creo que lo haya escrito.

– Quién sabe, bastaría un mensaje con una cita, o una búsqueda de una calle, puede que tengamos suerte. Pero ¿cómo piensas hacer lo primero? Por lo que he visto, tienen buenos sistemas de protección.

– ¿Estás libre mañana a mediodía, hacia las tres y media? Ven conmigo y lo ves.

– ¿Ven? ¿Vas a ir ahí?

– Sí, mejor que vengas en metro. Quedamos en el andén.

– Oye, el chico no tiene que saber esto, no quiero preocuparle más.

– ¿El «chico»? Que sepas que tiene solo dos años menos que yo.

– Tú eres el otro chico -rió el abogado.

– Gracias. Estáis en algo grande, ¿verdad?

– Algo, digamos, mediano.

Curto comía despacio, como si a pesar del hambre le costara insertar cada cucharada dentro de su cuerpo.

– No quiero que me cuentes, pero tampoco me apetece recoger vuestros restos y meterlos en una cajita. Los pequeños no ganan a los grandes, no es pesimismo, querido, es inteligencia.

– La tortuga no gana a la liebre.

– Lo has captado.

– Más vale fuerza que maña.

– Muy bien, muy bien.

– ¿David y Goliat?

– Bah, nadie sabe si fue así. Va un gigante, lucha contra un pequeño pastor y el gigante gana, ¿quién querría oír eso?

– Pero ha habido casos reales.

– A ver.

– El Alcorcón contra el Real Madrid, Cuba, Vietnam.

– Quita, ganar es imponer tu modelo, que los niños quieran ser del Alcorcón, que Hanoi fuese la capital del mundo.

– Me estás diciendo que no vale la pena.

– Si no sé lo que es. -Curto terminó su plato-. Además, lo haréis de todas formas, y yo tendré que ir con la cajita. ¿Por qué te has metido en esto?

– Supongo que por la risa.

– Yeah! Ahora ¿puedes ser más claro?

– Empecé proponiéndome no tomar en serio el tiempo que tenemos, y he acabado viéndonos como trozos de carne que se va a pudrir, vamos, la gusanera. -El abogado sonrió encogiéndose de hombros-. Conclusión: mientras dure la vida quiero que no me obliguen a avergonzarme. Así que un poco de seriedad sería un bálsamo, supongo.

– La gente seria que conozco usa su seriedad, sentido de la responsabilidad, lo llaman, como excusa para no tocar los límites. La seriedad es cómplice -dijo mientras apartaba el plato de guiso casi terminado.

– Entonces no hay salida. Porque el humor también es cómplice cuando cura, cuando ayuda a soportar la furia.

– ¿Por qué nos estamos poniendo dramáticos? No estoy acostumbrado -dijo Curto sonriendo.

– A veces toca, ¿no? La gente da la vida por una causa con un gesto solemne. Sin embargo, algunos sonríen, ponen la misma cara que has puesto tú ahora, los he visto. Parece que se rieran de lo ridículo que es todo y a la vez saben que no es tan ridículo como para traicionar o doblegarse.

– ¿Una causa? Creí que ibas a decir por una casa. ¿Tú tienes una?

– No he acabado de pagarla, la casa. Y causa creo que no. Vivo de haber exprimido a mi madre, como en esos juegos que os gustan, tengo dos vidas y media. La mía, la de mi madre y media de mi padre. Esa es la mierda, que para vivir otros tengan que dejar de hacerlo. Pero no me he metido en esto por una idea.

– ¿Por el chico?

– Frío.

– Por venganza.

– Frío. Gracias por aceptar ayudarme.

Curto asintió.

– Anda, vámonos, me caigo de sueño.

El abogado miró hacia la barra, los taburetes eran de plástico rojo y pensó en llamaradas y en el infierno, en ampliar el límite de lo tolerable. ¿Me venderías tu alma, vicepresidenta?

El Irlandés salió de su oficina privada, lo que él llamaba su sanatorio de pájaros, y se dirigió a su casa, muy cerca de allí. Así que rechazaba el dinero. Había preferido no comunicar la actitud orgullosa e infantil del chico, aunque era una irregularidad y tendría que resolverla más adelante. El abogado y ese chico eran un par de incompetentes, pero eso no facilitaba las cosas sino al contrario. No medían bien sus fuerzas y a la vez que se ponían en peligro a ellos mismos podían hacer que fracasara la operación.